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¡Al abordaje!

¡Al abordaje!

Festival de Música y Danza de Granada

 Tierra a la vista

Marina hace honor a su nombre y se embarca rumbo a las américas; nos propone un viaje imaginario a través del océano, a descubrir un nuevo mundo, guiados por su cálida expresión musical, unos sones que influyeron, que influyen, tanto en el flamenco, aunque a decir verdad, el flamenco tiene buena percha y le queda bien todo lo que se ponga. Marina, de esta guisa, compone un cuadro atlántico, una marina que, como dice en uno de sus temas, sus orillas están separadas pero un mismo mar las une.

Así, como antaño, se hace descubridora y soñadora y hacedora, embarcándose en su odisea personal de ida y vuelta. Lo que pasa, ay, es que la ida duró demasiado.

El Generalife nos saluda con olor a sal y viento de levante. El escenario, con tres grandes franjas de tela blanca, que hacen las veces de velas cuadras y de ondas revueltas, está preparado para recibir a los aventureros, que aparecerán de blanco ibicenco, para dejarse impregnar de todos los sabores. El montaje escénico recae en las sabias manos de Hansel Cereza, que conocimos en la Fura dels Baus, y que también colaboró recientemente con Fuensanta ‘la Moneta’ (De entre la luna y los hombres), y que tiene su momento álgido cuando la granadina abandona el flamenco, cruzando los mares y se hace caribeña.

El concierto es una ecuación; una suma y un resultado; la tesis, que es el flamenco, la antítesis, la música latina, y la síntesis, los cantes de ida y vuelta. Los japoneses tienen una composición poética, llamada haiku, de sólo tres versos, siendo el último el resultado de los dos anteriores. Así, el reposo interiorista del flamenco estalla, o se deja impregnar, con el alegre expresionismo suramericano.

La primera parte, la muestra flamenca, fue impecable. José Quevedo ‘el Bola’, a la guitarra, co-director musical, acompaña a la Heredia, rompiéndose como sabe en la soleá y la seguiriya, con un macho desgarrador; en los tangos de la tierra y, sobre todo, en los cantes libres, a capela, que empiezan en el campo y acaban en la cárcel. Su voz es lujosa de terciopelo y aguardiente; su dejo una gozada; su eco una campana que rompe el cielo y que dura hasta el próximo golpe de badajo.

Es de agradecer que la función no fuera un ‘teatrico’, como muchos flamencos vienen sugiriendo, y sus concesiones dramáticas sólo queden en pequeñas pinceladas tan elegantes como efectivas. Tras estos cuatro cantes por derecho, se embarcan en el mismo bajel el resto de sus grandes músicos. Al piano, los otros creadores musicales, Joan Albert Amargós y Jesús Lavilla, que también soplará la armónica; Alexis Lefevre, al violín, determinante en algunas piezas; Yelsi Heredia, al contrabajo, que ya vimos con Arcángel y con Esperanza Fernández en estos mismos foros; el granadino Julián Sánchez, con momentos brillantes, a la trompeta; Paquito González y Luis Dulzaides, con la imprescindible percusión en cada uno de estos ritmos.

Marina, con ayuda de sus ‘niñas’, Jara Heredia y Anabel Rivera, que también se ocuparán de las palmas y los coros (algo descafeinados, quizá por la sonorización), se metamorfosea, y, de blanco, pasa a grana, se suelta el pelo y adapta su voz a las nuevas costas que la acogen.

Es un ejercicio de control y contención. Salvo determinados momentos, la voz no se rompe, que es como pellizca y como duele. Los altibajos son reconocibles y la huella evidente. Son tangos, rancheras, boleros o chacarreras, de agradable hechizo. Pero, después del cuarto corte, hasta los diez que escuchamos, la sonrisa de un concierto distinto fue desdibujándose. Los aplausos fueron decayendo a medida que los minutos se acumulaban allende los mares, a tantos quilómetros de distancia de los ayes, de los jaleos y las palmas a que estamos acostumbrados.

Hasta que por fin regresa, arriba a nuestras playas cargada de sones, con el sol cubano en la cara y, en su maleta, esos cantes americanos que configuran una de las ramas del flamenco. (Juanito Valderrama decía que sólo eran cantes de vuelta, porque para allá no fue nada.)

Nuestra Heredia, porque es universal, pero es patrimonio de los granadinos, extrae de su equipaje, en primer lugar, las guajiras que explican su proyecto y su ilusión, y que nos permitieron por fin respirar. ¡Bienvenida a casa! Tras un poquito por romances, sorpresivamente interpreta una petenera, que por ningún lado que la miremos está considerada como una canción de ida y vuelta, sino un cante autóctono, derivado de las voces sinagogales del medioevo. El cuplé por bulerías y, para terminar, la rumba, son destellos de color en una noche de asombro y ciega afición.

Y es que el grandioso patio del Generalife estaba lleno de incondicionales, para acoger a una de las hijas más queridas de la ciudad, que presentaba con toda apetencia Tierra a la vista, un estreno absoluto, como se merece este longevo Festival, que cumple 63 años, coproducido por el Festival de la Guitarra de Córdoba, los Jardines Sabatini de Madrid, donde llevará próximamente la obra, y el mismo Festival de Música y Danza Granada.
Un agradable concierto en definitiva que, como experimento es delicioso, pero que si se le piensan perspectivas, puede parecer la historia de un naufragio; la música latina se enriquecerá con otra de las muchas cantatrices, como dice Ortiz Nuevo en el folleto de mano, que ya atesora; pero el flamenco perderá una de las voces más auténticas que en la actualidad conoce.

* Foto de Yahoo! Noticias, México©.

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