Pongo
Cuando vivíamos dos de mis hermanos y yo en un chalecito en el pueblo de Cájar, donde también vive Mariquilla (no la conocía personalmente entonces), apareció el perrito, un cachorro de boxer que respondía (es un decir) al nombre de Pongo. Era una bolita marrón negra que se erigió en seguida como rey de la casa. Tuvo una infancia feliz y sana, mimado hasta un límite, corriendo a su antojo por el campo de los alrededores y comiendo desde un primer momento pienso para perros (perdonen la evidencia). Su dieta además consistía en tapicería de sillones y otros enseres que afortunadamente (desafortunadamente para sus dueños) encontraba a su paso. En invierno no se despegaba de la chimenea que revocaba y llenaba la casa de una neblina londinense.
Pongo se quedaba solo en casa mientras nosotros íbamos a la ciudad a ocuparnos en nuestras tareas cotidianas y regresábamos para comer al mediodía. Huelga decir que no le abría la puerta a nadie. Un día se lo encontró mi hermano César colgando de la pata en el riel de la cortina y lo llevó rápido al veterinario. Desde entonces arrastraba una cojera de pirata que le hacía parecer algo cómico con su pata tiesa. Aunque sabíamos que se resentía con los cambios bruscos de temperatura.
El perro acompañó después a mi hermano mayor a su nueva vivienda. Y, renqueando, renqueando, mejoró sensiblemente de vida. Hasta le buscaron compañeros de juegos (un tal Casper, otro boxer de color blanco, y el actual Rodo, boxer también pero, justo es decirlo, menos guapo que Pongo).
A mí los boxer nunca me han gustado, con su cara de boxeador (como su nombre indica) o de mafioso, y con su pelo corto pegado a los músculos y a la fibra de un animal de presa. A raíz de Pongo, creo que el boxer es uno de los canes más elegantes que existen.
Pues ayer, sin ir más lejos, mi hermano tuvo que sacrificar al animal. No sé si la pata atrofiada tuvo algo que ver. La cuestión es que una enfermedad degenerativa (¿un cáncer quizá?) se lo estaba llevando poco a poco. Ya no tenía fuerzas. Andaba arrastrando los cuartos traseros. No se levantaba. Los análisis advirtieron que no tenía glóbulos rojos en la sangre. Quizá ya no viera.
Hicieron por él lo que pudieron, pero lo más "humanitario" fue ponerle la inyección letal y dejarlo en la consulta mientras sus "padres" volvían a casa con su hueco en el coche, con un nudo en la garganta y con las mismas lágrimas que pugnan por salir de mis ojos. Sólo quien tiene perro, sólo quien ha tenido perro, puede entender el vacío que deja tener que desprenderte de tu amigo más fiel.
* FOTO: María.
3 comentarios
volandovengo -
Seguro que Volga era magnífica. Seguro que Mus es la mejor compañía incondicional.
lauzier -
Pepo -