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volandovengo

Cuentos jeroglíficos

Cuentos jeroglíficos

No hay como recomendar un libro para volverlo a tener en cuenta, hojearlo e incluso releerlo. Éso ha pasado recientemente con los Cuentos jeroglíficos de Horace Walpole (1717-1797). Las relecturas son un dulce añadido tras un escogido almuerzo. Lo que menos importa es la sorpresa en su conjunto y se busca la magia en cada episodio, el chispazo en cada frase, la palabra precisa, la metáfora inteligente, el humor sabio, el guiño cómplice.

En una relectura no se busca un todo, se encuentran los momentos. Y lo que antes incomodaba, quizá por su longitud, por su floreo, por sus devenires... ahora irrumpe con nueva belleza y deseamos que el camino continúe, como el Itaca de Cavafis, que se siga bifurcando borgianamente hasta toparnos con la esencia, hasta descubrir detrás de cada página los jadeos del autor, los latidos de su creación.

La lectura normalmente es de estómago, la relectura siempre es paladar.

Así, un siglo antes que Lewis Carrol escribiera unos cuentos para entretener a Alice Liddell, una niña de 10 años, Horace Walpole compuso algunas miniaturas para divertir a la niña Caroline Campbell. Horace Walpole que inauguraría la tradición gótica inglesa con El castillo de Otranto (y la novela gótica en general, de la que llegó a hacerse eco hasta Cervantes), escribió unos deliciosos cuentecitos tan disparatados como ingeniosos, llenos de magia y fantasía, donde encuentran cabida desde el rey Salomón hasta la reina de Inglaterra.

Luis Alberto de Cuenca, que se ocupa de la edición e incluye un prologo y un impagable apéndice sobre el género, lo tilda como el primer surrealista. Un poco pretenciosas afirmaciones tan tajantes, pero bastante de razón sí que tiene. Quizás no recordaba a Guillermo de Aquitania (del que hablaré en otro momento).

En la época aún no se había descubierto la Piedra Rosetta, o sea, la escritura geroglífica todavía era un enigma, un elemento decorativo, un enrevesado divertimento de artistas y constructores. Así que Walpole adjetivó a sus cuentos 'jeroglíficos' para explicar su sin sentido (sinsentido, lo unía Juan Ramón Jiménez), la debacle de los argumentos propios de un orate y no del hijo de un ministro y conde de Orford.

Lo mejor, pues me puedo extender en mil elogiosos comentarios, es simplemente leerlo. Os adelanto, para que veáis los filos de esa fantasía, que en uno de los cuentos las cabras ponen huevos "cuyas claras son un excelente remedio contra las pecas", o que un rey, midiendo un metro cincuenta y cinco, es conocido como El Gigante, pues todos sus antecesores en el trono medían tan sólo uno cincuenta.

Tampoco me resisto a reproducir el comienzo de El rey y sus tres hijas, otro de sus originales escritos:

Había antiguamente un rey que tenía tres hijas, o mejor dicho, que habría tenido tres hijas si hubiese tenido una más, pues la primera de ellas, de un modo u otro, no había llegado a nacer nunca. Era, sin embargo, muy hermosa, tenía mucho ingenio y hablaba el francés a la perfección, como afirman todos los autores de esta época, aunque haya alguno que insista en que nunca existió. Lo que sí era cierto es que las otras dos princesas distaban mucho de ser unas bellezas. La segunda, en efecto, hablaba con un fuerte acento del Yorkshire, y la más joven tenía una pésima dentadura y una sola pierna, lo que hacía que bailase muy mal.

* CUENTOS JEROGLÍFICOS: Walpole, Horace. Madrid: Alianza, 2005

2 comentarios

volandovengo -

A veces te da pereza, pues hay tanto nuevo por leer... pero es tan placentero que debíamos plantearnos: tras cinco obras nuevas, un 'clásico' de nuestra biblioteca.
Feliz finde, Hueso.

Hueso -

Releer como gusto para el paladar. Excelente nota.