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La pureza se llama Aurora Vargas

La pureza se llama Aurora Vargas

Flamenco viene del Sur

En el flamenco hay voces imprescindibles. Aurora Vargas es una gran llama de combustión lenta que se mantiene en forma. Sus más de treinta años en el escenario no le han hecho mella, quizá para mejorar. Los ocho meses que llevaba sin cantar, según nos confesó, no le restaron ni un ápice de verdad, de entrega, de buen hacer. La parquedad de su espectáculo, con tan sólo una guitarra y dos palmeros, no hizo más que acentuar esa autenticidad sin ambages, esa franca pureza.

Incomprensiblemente, el público tardó en reaccionar a pesar del empeño de la artista que, desde el primer momento estuvo al cien por cien. Sus alegrías anunciaron su estilo añejo, sus maneras tradicionales. Son los palos de siempre, las letras de siempre, el sentimiento flamenco universal. La guitarra de Diego Amaya, a su lado, es marcadamente clásica, fuerte y delicada a un tiempo, respetuosa con la cantaora. Tanto es así que a veces se muestra tan sólo referencial. Da el tono y poco más. A medida. En los palmeros se junta la esencia. Triana y Jerez. Rafa Junquera y ‘El Eléctrico’ prolongan la fiesta que Aurora propone. La jondura y el desgarro vienen en forma de soleá, que después serán tientos y tangos canasteros, descubriendo la eminencia festera de la sevillana.

Su cercanía y el dominio de la escena, le llevan a cantar un poquito por seguiriyas, “como me enseñó mi madre”. Su altura sin condiciones ya está demostrada. Los asistentes en un puño, contienen la respiración, con los ojos muy abiertos vitorean el pellizco y el grave sentimiento. Unos cuantos fandangos templan a la cantaora para la apoteosis final, que llega en forma de bulerías.

Aquí sí hay que quitarse el sombrero y reconocer a una de las grandes. Aquí vemos el flamenco de raíz, a una gitana que ha nacido para la fiesta. Ha colocado el micrófono en la boca del escenario y se ha abierto espacio para bailar. No se limita a una pataílla, sino que acompaña su cante con su baile, o su baile con su voz. Porque también descubre su vocación de bailaora. Con arte y compás. Un baile muy sentido y muy gitano, salvaje. Tanto que en su mitad tiene que frenarse y tomar aire y beber agua, para continuar. El teatro está volcado. Las tablas se quedan pequeñas. Las luces no siguen el ritmo animal de una Aurora que vemos en penumbra.

El fin de fiestas está a punto de ser más largo que el propio concierto. Tres o cuatro veces hicieron mutis los músicos para volver a salir con más brío, si cabe, con la emoción desbordada. Y fueron bulerías, como mandan los cánones, que bailaron los palmeros y se volvió a desbocar la cantaora, recorriendo la escena de parte a parte, acercándose a las primeras filas a más no poder. Y fueron martinetes y apuntes por seguiriyas y más bulerías trianeras, que definitivamente impusieron su reinado.

* Aurora Vargas (© PacoSánchez).

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