El síndrome de Cenicienta
Con la emoción, el príncipe (azul, para más señas) había cenado poco. Algunas cervezas y dos copas le dieron el ánimo suficiente para abordar sin tanta ligereza a la joven que tenía al lado. Era de una belleza extraordinaria y, aunque su cuna fuera incierta, para una aventura veraniega no estaba mal. En el próximo baile la besaría y le haría proposiciones (la honestidad de esas proposiciones tendría que ponerla ella) o, en un apartado, entre las enredaderas del jardín, le metería mano directamente por debajo de su miriñaque.
Dos vueltas llevaban cuando la campana del reloj, siempre cruel, de palacio, le dio por vomitar sus doce enteras. La excusa fue de lo más peregrina. Que si no sé qué de una calabaza y unos ratones, que si un hada madrina, que si su vestido hecho añicos... No sé qué se metería que corrió como alma que lleva el diablo hasta el fondo de la escalera y con el príncipe ligeramente excitado.
En su carrera perdió un zapato de la talla treinta y cinco, con tacón de aguja y cuerpo de cristal...
Ni todos somos príncipes ni todas somos Cenicienta, pero sus síndromes atacan a diario.
Siempre hay algún/alguna Cenicienta que pierde un tacón cuando las campanadas advierten su fin. Ya sea por cansancio, por responsabilidades inmediatas, por obligaciones tempranas o por formalidad trasnochada, alguien agua la fiesta: la suya, la de su pareja, la de los demás.
¿Dónde dejamos el carpe diem horaciano? ¿Dónde la sublimidad baudelariana?
¿La crisis aumenta o relaja este síndrome?
¡Líbranos, Señor, de fuguillas Cenicientas y dulcifica la presencia de sus hermanastras que, ni siquiera, se enteran de que el reloj existe!
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