La bolsa o la vida
Hacía círculos concéntricos y excéntricos con el vaso de cerveza sobre el aluminio antiguo del mostrador de aquel café-bar cerca de donde nos habíamos encontrado. Fue casi fortuito. Digo casi, porque en realidad buscaba a alguien con quien ahogar las penas (el dolor cuando es compartido se hace más llevadero), (la soledad desacostumbrada es más grande si cabe). Había salido de una visita al abogado, para ver si por fin se aclaraba el régimen de visitas del pequeño. Pero las cosas de palacio... Mi ex me había puesto varias denuncias y el leguleyo que contraté parece que no hace todo lo que debe (o no debe todo lo que hace, que no es lo mismo pero es igual). A veces pienso que está a su favor. Son tres contra uno, si contamos al querubín armado como ofensiva involuntaria. ¿Le habrá pagado mi mujer más que yo para que desfile bajo su bandera acusadora?
Bueno, a lo que iba. Estaba yo algo cabizbajo, alicaído, errático, como holandés o judío al uso, sin saber muy bien qué hacer o dónde ir. O sea, sin querer hacer nada en particular, queriendo que algo ocurriese, topar con alguien para desahogarme, como ya he dicho unas líneas más arriba. Y pasó. El cielo a veces escucha mis solapadas súplicas y casi me di de bruces con Félix, que gastaba un aspecto desastroso, como si hubiera sido el único superviviente de la Guerra de los Cien Años. Qué casualidad. Tienes prisa, me dijo, pareciendo que quisiera también contarme algo. Miré el reloj, por costumbre o para disimular mi ansia, y entramos en el bar de la esquina (en las esquinas siempre hay bares).
Mi historia se diluyó en seguida. Mi pataleo duró tan sólo una cerveza. Las tres o cuatro subsiguientes fue él quien monopolizó nuestro encuentro, acaparando mi atención, contándome su altercado en la boda de Fali. Me lo temía. Siempre pasa. Voy buscando un pañuelo y termino en cambio siendo muro-de-las-lamentaciones.
Fali, o sea, Rafael, era un amigo común de los últimos años de instituto. Hace ya… Éramos inseparables. Los tres mosqueteros, nos decían. Todos para uno… Al final yo no pude ir a la boda. El problema de siempre, mi hijo, su madre, la madre de su madre, el abogado de su madre, la madre que los parió.
Bueno, la boda, como todas, aclaró Félix. Al final se casaron. Hubo empate. A veces el cura debería preguntar: ¿contra quién te casas? La verdad que una vez que has visto una boda, has visto el resto. Lo único excepcional es que yo estaba jodido, se lamentaba, bien jodido. Sin Clara, la vida es una mierda. Estoy desesperado, terminó confesando con la desazón tendida en los balcones de sus ojos.
Clara es una chica, mayor que él, divorciada de mala manera, que tuvo problemas de agresión. Malas compañías, drogas, alcohol, qué sé yo. Menos mal que no había hijos. Su ex marido, al escuchar que se quería separar, tan sólo se reía y le increpaba diciéndole “tú eres tonta, dónde vas a ir si no tienes a nadie, si no tienes trabajo, si nadie te quiere…” y cosas por el estilo. Eso fue al principio, después vinieron las machadas y los empujones, las patadas y los puñetazos. Un infierno de ojos amoratados y feos cardenales constelando todo el cuerpo que duró otros tres años. Era mayor el pánico a dejarlo que el miedo de quedarse a su lado (como siempre). Hasta que en un vídeo club conoció a mi amigo.
Asieron los dos la misma película y se enamoraron a simple vista. Así lo contó con la cerveza en la mano. Nos enamoramos como atravesados por la flecha de Cupido, al primer vistazo (empalagoso, muy empalagoso).
La cinta de vídeo se la llevó ella con la condición de que se la devolviera al día siguiente mientras tomaban café. No sé si puedo, se excusó. Estaré en la cafetería de la esquina a las cinco en punto, ultimó él. A las cinco menos diez se vieron en la puerta.
Mientras Félix tomaba un café (solo, con dos azucarillos) y ella una infusión (cortada con leche), relatando episodios inanes de sus vidas, Clara, con valentía y confianza, comenzó a referir sus problemas. Su marido, su verdugo, su martirio. Félix le prestó hombro y casa y la animó a denunciar al 016.
Ahora, el bruto, tiene orden de alejamiento y Clara se instaló definitivamente con Félix. Hasta que este mismo desequilibrio emocional hizo que también lo abandonara al poco y regresara con sus padres.
Yo estaba fatal, cuenta Félix. Todavía lo estoy. Pero en la boda, todo lleno de parejas, que se aman más que nunca. Arrastrado por los acontecimientos, la ausencia del ser querido duele hasta morir. Por eso no quise bailar después de la cena. Con lo bailón que yo soy. Pues no di ni un paso. No me moví. Tan sólo para ir a la barra y pedirme una copa tras otra de jotabé. Bebía para olvidar. La he querido como nunca podré amar a nadie.
Al terminar la ceremonia, todos salieron a la puerta para repartir el tradicional arroz, mientras los recién casados firmaban y se hacían las fotos pertinentes frente al altar. Pero, ante la iglesia, advirtieron que nadie había traído arroz. ¡Pepa es la que se encargaba de traerlo!, se alzaron algunas voces. Pero, como siempre, Pepa llegó tarde y sin arroz. Cuando se le censuró, pero al final hubo que pedirle disculpas. Que si la peluquera lloraba porque su compañera de piso se había ido con otra, que si el vestido no le abrochaba, que si el coche no arrancaba, que el cabrón del taxista… Total, que los demás quedaron como desagradecidos por no comprender las razones que puede haber por encima del olvido de un puñado de puñados de arroz.
No pasa nada, dijo alguien, viniendo he visto una tenducha, abierta las veinticuatro horas, donde se podrá comprar arroz o lo que sea. Dicho y hecho. Al rato, regresó el voluntario, pero no con arroz, que no había, sino con tres paquetes de macarrones. Qué vamos a hacerle. ¡Preparaos, que ya salen!, gritó una de rosa. Todos llenaron sus puños de pasta y hasta sus bolsillos, para no dejar de llover sobre la pareja. No fue el habitual arroz cayendo entre risas violentas, pero tuvo su gracia. Fue una anécdota para recordar.
Me gustó, dijo Félix. Hasta me olvidé por un momento de mi soledad. Tenía macarrones por todos lados. Yo fui de los primeros en felicitar a los novios y me llovieron canutillos de pasta casi tanto como a los recién casados. Pero la alegría duró poco. Subí hasta el restaurante, donde se iba a celebrar el banquete en un coche donde ya había cuatro. Dos parejas y yo. Fíjate el panorama. Ellos tan contentos, tan guapos y amorosos, y yo más solo que la una. Porque la soledad es más grande cuando alguien debiera estar a tu lado, cuando la separación es reciente, cuando te han abandonado. Además, todos sin excepción preguntaban por Clara. Por qué no había venido. ¡Ay, pobre! Encima se compadecían de mí. No lo podía aguantar.
En la cena me pusieron en la mesa con otros solteros y solteras por convicción o sin remedio. Fue lo peor. Yo no soy soltero, por ninguna de las dos circunstancias, soy abandonado. Mi estado ideal es la pareja. Soy media naranja por naturaleza.
De todas formas, no estuvo mal. Mucha comida. Tú sabes que yo soy de comer, así que por otro momento olvidé mi cruz. Pero bebí. Bebí como siempre. Bebí como nunca.
Cuando acabó la fiesta. O cuando Félix decidió que se marchaba (el fin del mundo comienza con el fin de uno mismo, continúe la vida o no), no quiso que nadie le acompañase. Que se iría solo, dando un paseo. Que le venía muy bien tomar el aire y despejarse un poco antes de llegar a casa. Así que buscó su chaqueta, se malmetió la camisa y, sin despedirse, apenas con los que chocaba camino a la puerta, emprendió el camino a casa.
Caminando por la calle, se dio cuenta que estaba más borracho de lo que pensaba. Cuando la realidad cae de golpe los excesos vindican su existencia. Al rato, se puso a orinar entre los coches (cosas de borracho) y se mojó los zapatos y el bajo de los pantalones, un poco más adelante vomitó con ganas y se le saltaron las lágrimas. Un sabor acre, de comida revuelta le produjo escalofríos, pero ya estaba mejor. La cabeza seguía en su sitio aunque le dolía como una prensa. Se abotonó la chaqueta, se subió el cuello y aligeró el paso abrazado a su costado.
De pronto, ya cerca de su casa, con las llaves en la mano, salieron dos hombres de lo oscuro. No podría reconocerlos, lo único que advirtió es que eran grandes y malencarados (de noche todos los gatos son pardos). No te sabría decir. Uno de ellos, con una navaja en la mano izquierda, amenazó diciendo, danos la pasta que lleves. Félix buscó en sus bolsillos e instintivamente, sin más, con una sonrisa estúpida, les ofreció los macarrones que le quedaban del casamiento. No pensó en las consecuencias. No era responsable de sus actos. Me reí sin remedio mientras lo contaba entre sorbos de cerveza.
Sin mediar palabra, el matón le asestó un navajazo en el vientre y, ya en el suelo, le registraron rápido. Le quitaron el móvil y el reloj y le dieron varias patadas de propina, quizá por la broma, por la risa, por no tener dinero o simplemente por descubrir su miedo.
El reloj atrasaba desde hace tiempo, se excusaba quitándole importancia, y el móvil no tenía batería ni saldo. Ya lo he dado de baja. Fue lo primero que hice desde el hospital. Eso y llamar al cerrajero, porque las llaves las había perdido. Las llevaba en la mano y salieron despedidas con el pinchazo o las patadas o quién sabe.
Cuando regresé a casa, estuve buscándolas por toda la calle pero no las encontré. Lo único que había, como testigo de la agresión, era una mancha de sangre diluida que se extendía intermitentemente unos metros en dirección a mi portal, que por suerte estaba abierto aquella noche. No cierra bien desde hace algún tiempo que intentaron forzarlo. Un cartel recomienda que nos aseguremos de que la puerta no se quede abierta. El olvido del último vecino probablemente me salvó la vida. ¡Benditos inconvenientes!
Subí al tercero y caí sobre mi puerta, ya sin fuerzas. Clara, soltando más lágrimas que yo sangre, me llevó al hospital. Pidió ayuda al vecino de al lado que, al oír su llanto, salió al pasillo. Fue quien me vendó y prestó su coche para llevarme a urgencias. Tuve mucha suerte de que el tajo no afectara a ningún órgano vital. Tuve mucha suerte de que Clara decidiera ese mismo día volver a mi lado.
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