Un festival a escala
XVI Festival Flamenco Frasquito Yerbabuena
Aunque el número dieciséis preceda al nombre del Festival Flamenco de Cúllar Vega, en realidad es el segundo que se realiza desde esta nueva época. Frasquito Yerbabuena y su puesta de largo tenían un merecido prestigio nacional. Era un referente entre los festivales por su calidad y valoración. La peña desapareció y este evento con ella. El año pasado, sin embargo, un grupo de aficionados y flamencos del lugar volvieron a coger las riendas, a reordenar papeles e intentar llegar a ser lo que siempre han sido.
Después de un intento malogrado en el 2009 en una carpa del ferial donde el ruido externo mandaba en el cante, este año han decidido con gran acierto llevar esta muestra a la misma sede de la peña, al patio de las antiguas escuelas Pío XII.
Pero más aciertos rodean al primer festival serio de esta segunda época. El cuadro de artistas es variado y de un equilibrio agradecido; gran parte de los espectadores eran flamencos o peñeros, en una palabra aficionados (que eleva el nivel hasta en las butacas); la barra estaba en un recodo fuera de la vista, lo que evitó interferencias y exabruptos. Por otra parte, es un recital modesto y recogido, apenas 250 personas conformaban el público.
El baile es uno de los caballos de batalla de los festivales. Simplemente porque no se le da importancia. Es un instrumento de intermedio, que raya en el folclore y es un anticipo al flamenco “de verdad”. Por eso no se le presta la atención debida. Por eso el tablao es catastrófico tanto en textura como en sonido. Por eso los bailaores y bailaoras se encuentran marginados.
No debemos programar baile puramente por estética, únicamente para rellenar momentos vacíos. El baile no es un elemento bisagra sino que constituye una de las tres manifestaciones del flamenco, quizá la más completa, tal vez la más enriquecedora.
Ana Calí, con su cuadro (Sergio ‘Colorao’ al cante, Alfredo Mesa a la guitarra y Miguel ‘Cheyenne’ a la caja), abre la noche con una soleá. Contar con esta bailaora tan flamenca y experimental, sin olvidar la esencia, es un punto a favor. Un talento excesivamente íntimo unido a su desmedida humildad la ancoran a una ciudad sin perspectiva.
Su segunda entrega, en el ecuador del concierto, será definitiva. La granadina reivindica su tierra con una zambra, muy cercana al tango, donde la gracia, la frescura y el continuo roneo marcan algo que bien limado puede llegar a ser una de sus mejores cartas de presentación.
Esther Crisol, con José María Ortiz a la guitarra, es la primera cantaora. Su tónica es la habitual, quizá más segura que en otros momentos. Su cante grave tiene guiños al pasado que son muy agradecidos, aunque no trasmite todo lo que su voluntad apuesta. Comienza por la media granaína de Mariana Habichuela y, pasando por cantiñas y malagueñas, termina con un tango argentino por bulerías que tiene su punto.
El hijo de José Fernández, que acompaña a su padre con las seis cuerdas, empieza a superar a éste en flamencura y perspectiva. El cantaor no se la juega y apuesta por lo seguro, bulerías, cantiñas, malagueñas y fandangos, casi igual que el repertorio de Crisol. Los dos intentan rematar la malagueña con los fandangos de frasquito. Ninguno lo consigue.
Sin duda el mejor cantaor de la noche fue Antonio Gómez ‘El Colorao’ con Vicente Márquez ‘Tente’ arropándolo, sobre todo por soleá. Dijo que iba a cantar flamenco para los flamencos. Y vaya si lo hizo. Estuvo especialmente sembrado y se quedó con ganas de seguir. También destacó en lo tientos-tangos, fandangos y seguiriyas. Culminó con su éxito ‘Mi Mama’, dedicada con cariño, al que todos nos unimos, a Asunción Pérez como seria impulsora del flamenco desde la institución.
Como broche y cabeza de cartel, Luis El Zambo, con Isaac Moreno dándole el tono, hizo un recital previsible y monográfico. Del martinete pasó a la bulería por soleá, de ésta a las bulerías y después a la soleá. Acabó por fandangos. De cualquier forma es un cantaor puro y necesario, grande en lo suyo y con un eco jerezano digno de admiración.
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