Diálogo entre el descabezado y un cojo
—¿Dónde vas tan ufano y sin cabeza? —increpó el que cojeaba.
—Acabo de perder la que tú tomas a broma, creo que por un desengaño —contestó indignado el descabezado—. Camino hacia Spali o más lejos aún para comprender esta falta y hallar su compostura.
—No te enfades —dijo el de la muleta.
—Bastante mal tengo con mis hombros descubiertos para que ahora me venga un paticojo mofándose en mis narices.
—Nada más lejos de mi intención —se disculpó el lisiado poniéndose a su altura y obligando a disminuir su andar—. Además —prosiguió—, bien mirado, es mejor perder la cabeza que tener una pierna que mengua con el frío.
Ante la mirada incrédula del descabezado, el espontáneo compañero de ruta comenzó a relatar.
—Me llaman Ramiro, nombre visigodo donde los haya. Soy de Ocellum Duri, tierra de queso y garbanzo, donde los inviernos son recios y la noche implacable. Por una tiritera al parir vine al mundo con pierna telescópica, que se encoge y dilata según frescura. Desde pequeño aprendí a apoyarme en esta pértiga de nogal que iguala la longitud del apéndice atrofiado que en mañanas álgidas alcanza la rodilla de la pierna completa. Ergo me veo imposibilitado de llevar alzas o zancos pues tendría que ir trocándolos según capricho natura.
»Me instalé en la ciudad de Cástulo —prosiguió el tarado— cerca de donde se venera a la Gran Madre en una cueva húmeda, cuando llegó el tiempo de abandonar la tierra de mis padres. Allí está la Sierra de la Plata, rica en minas de mineral argentino. Allí nace el ancho Betis que veremos crecido en la ciudad capital.
»Sin cabeza puedes avanzar a voluntad, saltar ríos y correr llegado el momento —argumentó renqueando—. Yo, sin pierna, no soy libre. Nunca he podido perseguir, nunca he podido escapar, ni trepar a un árbol ni bajar a un pozo. Daría este perro que me acompaña, capaz de dar la vida por su patrono, por tener la cabeza en las manos en vez de este bastón que me castiga por entero.
»La cabeza en su sitio es un convencionalismo —continuó el norteño con su discurso—. Además, ¿quién dijo que ese fuera su sitio? Los antípodas llevan la cabeza en los pies y los blemmyes tienen la cara en el pecho: los ojos cerca de los hombros y la boca en el ombligo. Incluso el que tiene la bola en su puesto puede ser acéfalo funcional por el poco seso que gasta. A ti sin embargo te veo suelto y despabilado con tus entendederas bajo la manga. ¿Qué más da si piensas unos centímetros más abajo o más arriba si con prudencia razonas? A veces las taras y los impedimentos se alojan tan sólo en nuestros escrúpulos. Hay que mirar más allá del aspecto exterior. A un individuo no lo conforman sus ropas o su sombrero o su voz o su mirada; no lo determina su altura ni el peso que evidencia. El hábito no hace al monje como el trigo quemado no determina la cosecha. La cabeza en el brazo sin duda es más ventajosa que la dificultad para andar. Ahora recién puede que no lo veas así, pero pronto será rutina y hallarás incluso ventaja.
»Imagina sin embargo que tu pierna ha desaparecido o su tamaño alterado. Es como empezar de cero. Hay que aprender a andar como niño que aún gatea, pasar nuevamente de bípedo a cuadrúpedo o a trípedo sin llegar a senil. Peor es haber perdido un brazo, el habla o la razón. Que una cabeza cambie de postura o sea de quita y pon no tiene mayor impedimento que el que cambia de saya a diario.
»El mal que aquejas —concluyó— no es mal por tres razones. Primo, porque aún respiras con la cabeza en la mano. Segundo, porque dentro de las taras es castigo menor. Y tercero, porque solución no la hay.
* Blemmyes. Illustrations from the Nuremberg Chronicle, by Hartmann Schedel (1440-1514).
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