Soy un perro
El otro día me desperté con cara de pájaro. Hace mucho tiempo escuché a alguien decir que las personas tenemos cara de pájaro o de perro. Cada persona que veía (y que sigo viendo) así me lo confirmaba. De manera que esta verdad se ha instalado en mi subconsciente como la de que todos los ombligos son redondos o, para seguir con los animales, que todos los dueños se terminan pareciendo a sus canes o que a los cuarenta tenemos la cara que nos merecemos…
Yo siempre había considerado mis rasgos de perro, si acaso. Por eso me sorprendió tanto la primera mirada al espejo mañanero para desaparecer con agua fría las pesadas señales del sueño.
Soy mamífero. Las volátiles siempre se han escapado de mi entendimiento. Quizá controle las aves alimenticias, como si fuera gallego. El agradecido pollo, el festejado pavo, el exótico pato, el sofisticado faisán…
Ave que vuela va a la cazuela. Recuerdan. Pero que no me saquen de media docena de conocidos pajarillos. Los gorriones que engordan en nuestras plazas, las gaviotas de todos los mares, las sucias palomas (a no ser que sean de Picasso), y poco más.
De esta manera, cuando levanté la cara frente al lavabo con el cuenco de agua fría en las manos cóncavas, sentí poco menos que alarma al verme convertido en ave. Los ojillos más juntos y redondos, la nariz de pico, la boca discreta…
Me asemejaba, no a un alado común, sino a un ave nocturna y rapaz, a una lechuza, un mochuelo, un búho, un autillo.
No tengo mucho que pensar para ofrecerme una explicación por tal metamorfosis. Llevo tiempo viviendo la noche, días, semanas, años, apurando las sombras y los locales de alcohol y humos ajenos. Llevo tiempo revoloteando a escondidas, camuflado en la pardeza de los gatos y las luces que más que dilucidar confunden.
El pelo-pluma enmarcaba una cara de presa cuando volví a sumergirme en lo oscuro, aleteando de un sitio a otro con una copa en la mano y el depósito lleno. El ambiente bronco de música saturada incide en el anonimato o reafirma la soledad. El pasado no existe, el futuro no importa y el presente se pincha en vena.
Tan visceral es la llegada como la vuelta. Un leve recuerdo del transcurso de la vida termina por vaciar tus bolsillos y atusar tu pelo-pluma instintivamente, llegándote a ser consciente de tu nueva imagen pajaril.
Vuelves a casa dando saltitos como un abanto, como el pájaro que no está acostumbrado a posarse en el suelo. La realidad empieza a caerte encima como una losa fría, dura, inerte. El cansancio se acumula en tus ojos y una sensación agridulce acelera tus pasos.
La noche es un arma de doble filo, llena de mentiras o de medias verdades o de certezas tan crudas y rotundas que llegan a doler y a desnudarte públicamente y, subido en un estrado, subastarte. Una venta que, en la mayoría de los casos, no admite comprador. Nadie puja por un ser defectuoso, por un pájaro desplumado, por la pindárica sombra de un sueño.
Y al llegar a casa, con las llaves preparadas en la mano y pensando en meterte en el sobre cuanto antes o en asaltar el frigorífico y pensar en mañana, abrir la puerta y medio desnudarte por el pasillo intentando hacer el menos ruido posible porque todos duermen. Y respirar por fin. Hogar dulce hogar. Ya saben.
Pero, cuando entro en mi cuarto sigiloso y avieso, como un ave nocturna, me encuentro en mi cama a mí mismo, dormido apaciblemente con cara de perro pachón.
6 comentarios
volandovengo -
Alberto Granados -
volandovengo -
Carmen -
volandovengo -
Alberto Granados -