Atando cabos
Enrique Morente se sabía grande, su obra y la demanda de su sensibilidad así lo atestiguaban. Sabiéndose grande, empero, se mostraba humilde, como extensión definitoria de esta grandeza. Esta sencillez no rallaba en simpleza tontera, pues los años enseñan a distinguir a un lobo no más verle las orejas. Sus dientes torcidos le enseñaron a claudicar con el necesitado, a abandonarse a la buena causa, y, sin embargo, ser firme (como la mimbre) ante el engreimiento y el poder, político y económico.
Jorge, me decía, es que me llaman a diario para pedirme colaboraciones y yo no puedo. No es que no quiera. Es que no doy abasto. Pero con esa chica amiga tuya (Celia Mur), terminó diciéndome, sí que me apetece colaborar en su disco. Dile que me llame.
Aparte de esa “chica”, que es la mejor cantante de Granada, quedarían media docena de compromisos, quizá una docena. Además le esperaba la medalla de la Legión de Honor francesa, el pasado 17, que temía socarronamente que le obligaran a desfilar, y varios reconocimientos más. Algunos conciertos, los consabidos del País Vasco y Navarra, y quizá más a medio y largo plazo.
Su cabeza no obstante era un torbellino. Pensaba musicalmente y cada estímulo, una noticia, un compás, la mudanza del tiempo… eran ideas que absorbía y procesaba para crear arte musicado, para sorprender al mundo y rendir escépticos ante la evidencia.
Los dos o tres grandes cabos pendientes los dejó atados y bien atados. Esperamos con ansia los frutos de esta última siembra.
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