Andrés Marín y su lenguaje
Flamenco Viene del Sur
Al hablar de Andrés Marín parece que tenemos que “justificar” su baile de alguna manera, tenemos que leer entre líneas, tenemos que teorizar sobre un flamenco nuevo. Sin embargo, llevo escribiendo de este bailaor sevillano desde hace seis o siete años, que vino al Corral del Carbón por primera vez con su sorprendente propuesta. Me niego por tanto a darle el calificativo de inédito.
Su baile ya es maduro, con muchas vueltas sobre sí mismo, muy consciente de su camino y, posiblemente, de su meta.
Andrés es un camaleón que ha abandonado toda la majestuosa superficialidad para quedarse exclusivamente en la esencia. Es como si bailara desnudo, como si fuera un jardín japonés, todo en su sitio, minimalismo extremo donde una simple piedra es una poesía.
Y esta parquedad la lleva desde su perfil de navaja hasta su sobrio vestuario, siempre negro, siempre el mismo. Sus movimientos quebrados tienen un sentido, como su perfecto desafeitado, como su ausente sonrisa.
No rompe, como puede parecer, sino que deconstruye cuando el armazón se sostiene por si mismo. Cada pieza ocupa su lugar en el desmontaje y aparece en otro lugar formando algo que quizá sea lo mismo pero con un lenguaje distinto.
Así, el bailaor sevillano se hace cosmopolita y sugiere una universalidad llena de matices, de marcajes perfectos, de preciso compás. Porque la esencia de una rosa nunca se pierde.
Decir de ¡Ay Alameda! que es un “recital austero” es volver sobre lo mismo. ¿Qué no es templado en este bailaor? Es un homenaje al barrio homónimo sevillano y a su tiempo de esplendor, tan sólo ambientado con la guitarra exacta, jazzística y flamenca de Salvador Gutiérrez y el cante añejo y redondo de José de la Tomasa, quizá el último gran cantaor de la Alameda.
Marín comienza por soleá un montaje en blanco y negro creado expresamente para presentarlo en Granada. Mientras el cante nos une a un jondismo de solera, la guitarra atraviesa fronteras y el baile se regodea en su propia órbita en la que mantiene un pie en la tradición y el otro en el abismo de la búsqueda siempre constante. Tomasa anuncia la caña y se asoma al fandango. Después aborda granaínas y abandolaos, rematadas por rondeñas. Andrés se regodea en el cante y su aplauso interno va para los artistas que componen su cuadro. Salvador tiene un esquema extraordinario en la cabeza con mil cambios guitarrísticos, mil cambios de ritmo, mil llamadas, mil silencios. Bobote, de los imprescindibles del compás de este país, se encuentra un poco perdido con tanta mudanza.
La farruca es un alarde de facultades y de sabor. Punto neurálgico del espectáculo, donde vence y convence, incluso a los más ortodoxos. Y si no, propone a continuación unas alegrías que son definitivas. Por levante, el cantaor no está todo lo fino que acostumbra, sobre todo en la salía de la cartagenera. Y en las bulerías, el baile se torna más clásico, si cabe, para todos los paladares.
Por seguiriyas y por un poquito más de bulerías termina una noche, y Flamenco Viene del Sur, en su edición 2011, que quizás haya representado lo mejor del ciclo.
* Foto de Antonio Conde©.
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