14 de febrero
También tuve tiempo en la compilación de cuentos de En un pozo chico de dedicarle un texto a este día malhadado:
El viejo Walt llamó con tiempo al restaurante para encontrar mesa. Menos mal, porque ya estaba casi todo reservado para la noche de ese día tan señalado y, aún más, después de una oferta tan suculenta del establecimiento. A saber, un menú de lujo, con “vino a elegir y/o una botellita de champagne, un regalo sorpresa, música en vivo y baile final”, a un precio más que razonable. Con el aliciente de que la pareja acompañante pagaba nada más que el cincuenta por ciento.
No se podía resistir. Era una oferta suculenta. Cómo dejarla pasar en este día de san Valentín.
Los enamorados más despiertos llamaron en cuanto se comenzó a difundir la noticia en la radio y en la prensa locales. A los dos días de la oferta, en el restaurante se colgó el cartel de completo, no hay plazas, el año que viene tendrán una nueva oportunidad, póngase las pilas, váyanse a otro sitio.
Llegado el día, Walt no se demoró en el trabajo ni se entretuvo en la taberna de la esquina, como siempre. Con los compañeros se invitó al mediodía, para, después no entretenerse si alguien sugería una frecuencia líquida.
Tampoco ese día fue al gimnasio, al que acudía martes y jueves para mantenerse en forma, para quitarse el estrés de toda la semana, para ampliar su círculo de amistades.
Al llegar a casa, se dio una ducha bien larga, recibiendo el agua caliente sobre la cabeza, en reposo. Era un placer. Se perfumó la gran barba, que ya caneaba, y se la llenó de margaritas. De esas margaritas blancas, muy pequeñitas. La ocasión lo merecía.
Se lavó los dientes y se vistió con traje nuevo, aunque informal, crudo, con el ojal preparado para engarzar una flor, no sé, un ramito de pensamientos.
Se roció moderadamente con agua fresca de Adolfo Domínguez (o alguna parecida) y se peinó a su manera, como que parecía que no. O sea, quedó perfectamente despeinado, como acostumbraba, impelido por su pelo rebelde. Hizo un guiño al espejo y salió de casa con la sonrisa puesta. Bajo su sombrero, sus ojos claros también sonreían.
Andaba despacio. Tenía tiempo. Llegó al restaurante con veinte minutos de antelación.
Buenas tardes, se presentó, una mesa reservada a mi nombre, a las nueve treinta. Era el principio de su noche gloriosa.
Sí, ahora mismo, contestó el mesero a quien le quedaba pequeño el traje negro y grande la corbata. Lo guió a un rinconcito no muy privilegiado, pero con cierto sabor íntimo y se ausentó mientras el comensal se acomodaba y cogía la carta.
Volvió.
Voy sirviendo los entrantes o esperamos a la señora, preguntó mecánicamente el camarero.
Empiece a servir, decidió Walt, no espero a nadie.
¿No espera a nadie?
Ya me ha oído.
¡Pero ha cogido una de nuestras ofertas para enamorados!
Sí, ¿algún problema?
Ninguno, señor Whitman*.
* Estoy enamorado de mí, hay tantas cosas en mí que son tan deliciosas (poema 24 de Hojas de Hierba de Walt Whitman).
3 comentarios
n0n0 -
volandovengo -
Detesto también estos días impuestos y me quedo en los fastos porque sí.
a -