Antropofagia
Se está rodando en Granada durante estos días una película de Manuel Martín Cuenca llamada Caníbal, que, según propaga, “narra la historia de Carlos, el sastre más prestigioso de Granada. Un hombre respetable. Su vida es el trabajo y comer. Pero no cualquier cosa. Carlos es Caníbal. Se alimenta de mujeres. Turistas, forasteras, desconocidas con las que no tiene ningún vínculo emocional...”.
Leyendo esto, no tenemos más remedio que acordarnos de ese otro caníbal cinematográfico, Hannibal Lecter, de El silencio de los corderos. Pero este sastre es más cercano, mucho más cercano.
Recuerdo que Perucho nos hablaba de Don Faustino de la Peña y su enigmático Tratado de Carnes, cocinero de su majestad, que, en su florilegio de sabores, refería la carne humana como de algo salobre, aunque la de tierno infante se asemejaba a la del cochino. “Esta clase de carne en estado joven, cuenta literalmente, no tiene mal olor ni sabor; es más delicada que la del cerdo, a la que se asemeja; es de fácil digestión”.
La antropofagia no es una afición que comparta. Muy al contrario, considero una aberración que, como tal, merece un estudio o al menos algunas líneas.
A veces se practica por necesidad (por necesidad hasta los musulmanes comen carne de marrano o los judíos de animal con las uñas retorcidas). Recordamos también, a este respecto, historias de naufragios, como La balsa de la Medusa, esa episodio que retrató maravillosamente Théodore Géricault a principios del XIX; o la aventura de ese equipo uruguayo de Rugby, que se estrelló en los Andes cuando viajaba en avión de vuelta de un encuentro y se vieron obligados, al cabo de equis días, a comer carne humana. Una película del suceso, Viven, nos lo cuenta con todo detalle.
Julio Verne ya lo decía en su obra Cinco semanas en globo: “en caso necesario, se come lo que se encuentra, aunque sea a un semejante, lo que, sin embargo, constituye una comida que debe dejar no sé qué en el corazón”.
Aunque quizás, no sé por qué, llegues a acostumbrarte, como los que comemos caracoles, como los que comen caballo, aún sin saberlo. Y, algunos otros, piensan que es un extremo que se podría considerar. Francisco Ayala, nuestro Francisco Ayala, reconoce en su Historia de macacos: "lo que pasa es que a todos nos gustaría probar la carne humana".
Caníbal, según Ambrose Bierce en su renombrado El diccionario del diablo, es un “gastrónomo de la vieja escuela, que conserva los gustos simples y la dieta natural de la época preporcina”. Sin embargo Fernando Savater apuntó que el canibalismo no era gastronomía, haciendo una comparación sobre los límites que se traspasan en no recuerdo qué argumento. Así como el incesto lo podemos considerar como el último pecado, la antropofagia determina el más horrísono de los crímenes alevosos.
Manuel Vicent, siguiendo el mismo argumento, la comparaba a la tauromaquia diciendo: “admito que el toreo sea un arte si a cambio me concede que el canibalismo sea gastronomía”. Ahí está el debate.
Julio Camba, en uno de sus libros, no recuerdo cuál (falta este dato en mis archivos), dice: “los hombres más leales, más sinceros, más nobles, más candorosos y más buenos del mundo se los encontró el capitán Cook en Oceanía; pero estos hombres tenían un pequeño defecto: eran antropófagos”.
Aunque, para terminar, yo me quedo con el enunciado, tan actual como verídico, de Alfred Jarry en sus Escritos breves, cuando advierte que “hay, como se sabe, dos formas de practicar la antropofagia: comer seres humanos o ser comido por ellos”.
*La balsa de la Medusa.
5 comentarios
volandovengo -
Ana -
El libro de Julio Camba que no recuerdas se llama "Sobre casi todo" (1927)
volandovengo -
Raúl -
Con patines -