Diabolus est Deus
Dios es amor, pero en la espalda guarda un látigo. Dios es permisivo y benevolente, pero también es justiciero y cruel. Es nuestro padre bondadoso. Es nuestro padre severo.
Todo cabe en su persona. Es el bien y es el mal (quizá más allá de los conceptos). Brilla en el paraíso y desborda las tinieblas con su sombra, que, como la del ciprés, es alargada.
Dios es inteligente en su unicidad, que astutamente se torna en multitud.
Dios es géminis. Tiene dos caras como la luna. Nos mira con su luz, pero se precipita con el ángel caído con su faz de negrura.
Dios necesita nuestra bondad, pero necesita también nuestro pecado, pues necesita a su vez perdonar, al igual que sonreírnos con promesas y albricias. Bataille decía que es blasfemando como el hombre se convierte en Dios. ¿Dios somos todos? ¿Dios está en nuestro interior como está el diablo? ¿O el demonio es Dios?
En Los monederos falsos, André Gide escribía: “El diablo y Dios son uno solo; se entienden. Nos empeñamos en creer que todo lo malo que hay en la Tierra viene del diablo; pero es porque, de otra forma, jamás encontraríamos en nosotros mismos la fuerza necesaria para perdonar a Dios. Se divierte con nosotros como un gato con el ratón que atormenta... Y, encima, nos exige que le estemos agradecidos”.
Y Saramago, en Caín, explica que “Lo más seguro es que Satán no sea nada más que un instrumento del señor, el encargado de llevar a cabo los trabajos sucios que dios no puede firmar con su nombre”.
Ya hablé en otro momento del infierno. Creo que apuntaba la frase de Georges Bataille entresacada del prefacio a Madame Edwarda a este respecto: “El infierno es la idea amortiguada que Dios nos da involuntariamente de sí mismo”.
O quizá no sea más que lo que pensaba Salvador Dalí: “No sabes que no existe el diablo, es dios cuando está borracho”.
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