La muerte enamorada
Nunca he comprendido el amor a la muerte si no es por el odio a la vida, y eso tiene fácil solución. Aunque metafóricamente, que es como decir poéticamente, tiene un sentido paliativo. La muerte, el infierno incluso, es dolor breve comparado con la tristeza de la pérdida o del abandono. A veces, figuradamente, la vida atormentada se nos supone más acibarada que la muerte.
Cuando nuestra legión canta Soy el novio de la muerte, en cambio, están diciendo que no les importa morir por su bandera, por su patria, por un deber que no sé hasta que punto entienden y comparten.
El otro día, revisando libros, me topo con unas obras seleccionadas de Khalil Gibran. Repaso sus títulos y brujeleo al azar por las páginas de El loco, de El profeta, de Arena y espuma… y me detengo en Lázaro y su amada (1925). Lázaro encontró su amor en la muerte. El Paraíso es tan (así, sin comparación posible, como propone Cortázar), que no comprende haber sido arrebatado de sus brazos. Es un drama breve donde se ensalza el más allá como un anhelo, como amante enamorado (para el creyente, se supone).
De aquí los famosos versos de santa Teresa de Jesús: Vivo sin vivir en mí, / y tan alta vida espero, / que muero porque no muero. Porque sabemos lo que sabemos, y aún así, pues todo indica que la mística abulense atesoraba un ‘amor’ más mundano que todo eso, como el otro monje que, como loa al Altísimo, escribió aquello de Si tu me dices ven lo dejo todo, que hogaño se prefigura como un entrañable bolero de amor y renuncia (¿sinónimos?).
Para Miguel Hernández, en Elegía a Ramón Sijé (esos maravillosos tercetos encadenados), el enamorado no es el que muere sino la muerte caprichosa (y la apatía de una vida despegada): No perdono a la muerte enamorada, / no perdono a la vida desatenta, / no perdono a la tierra ni a la nada.
El amor, el dolor de amor, abre sus puertas en Tirante el Blanco, de Joanot Martorell, cuando exclama: ¡O muerte cruel! ¿Por qué a quien te quiere no quieres, e huyes a quien te desea?
La vida se paga con la muerte, escribe José Luis Sanpedro en La vieja sirena. O sea, la muerte llega, queramos o no. Nuestro ‘amor’ está asegurado. El suicidio es un atajo deseado. La muerte por accidente o voluntad (de otro, se supone) es también un camino recto. La dureza en gran parte es directamente proporcional a nuestra participación de la vida, regida por nuestra edad.
Los que mueren jóvenes son los amados de los dioses, dice una sentencia clásica. Bien mirado tiene la misma lectura que la muerte enamorada del poeta de Orihuela.
Cunqueiro propone una ideal oportunidad en unos versos de Abriendo las puertas. En este bello poema nos dice el soñador: La tierra que va a cubrirte, se detiene / porque quizá no terminaste de soñar.
Hay quien no teme a la muerte, como los legionarios, o incluso la anhelan, como los fanáticos en continua guerra santa. Epicuro, irremediable idealista, en Carta a Meneceo escribe: La muerte no es nada para nosotros… No importa ni a vivos ni a muertos, porque para aquellos no es, y estos ya no son. Antonio Machado retoma la idea (no sé si fijándose o remedando al maestro de Samos) y, en Juan de Mairena, lo explica diciendo que a la muerte no debemos temer porque mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos.
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volandovengo -
Rossy -
volandovengo -
Ana -