El caballo del Rey Arturo
Después de comer quisimos ver una película. Hurgamos entre los vídeos que había en la casa y, entre lo conocido (que a veces vale más que lo por conocer), escogimos una del rey Arturo, propicia para ver con niños.
Cuando veo un film de este tipo suele llenárseme la cabeza de lecturas, de palabras y de mitos y, de vez en vez, hacer un comentario, soltar una explicación o una exclamación de asombro, de incredulidad o de satisfacción.
En esas estamos, cuando alguien me preguntó cómo se llamaba el caballo del rey Arturo. Rebusqué en el ajado disco duro de mi mente y en los anaqueles empolvados de antiguas lecturas que descansan en mi cabeza.
Sabía que la mayoría de las pertenencias de este rey legendario habían conseguido un nombre, como la lanza ‘Ron’, su casco ‘Goosewhite’ o su escudo ‘Pridwen’, que representaba a la Virgen María.
También conocía de memoria el nombre de algunos caballos, tanto hagiográficos como reales.
Del primero que me acordé fue de Incitatus, el caballo de Calígula, al que nombró cónsul y mandó construir para él una caballeriza de mármol y un pesebre de marfil.
También recordé, cómo no, a Rocinante, del Quijote, un corcel flaco, al que tardó cuatro días en darle el nombre y del que proviene la palabra ‘rocín’ que, según la RAE, es el “caballo de mala traza, basto y de poca alzada”.
La manada en mi cabeza fue creciendo y frente a mis mientes avanzaron Babieca, del Cid campeador, que nunca más fue montado desde la muerte de su amo; Bucéfalo, de Alejandro Magno, con una estrella blanca en la frente con forma de cabeza de buey, donde proviene su nombre; Strategos, el caballo de Aníbal, que quiso ser un remedo del de su ídolo Alejandro de Macedonia.
Pensé también en el Caballo de Troya, caballo de madera que llevó en su vientre a Ulises y sus soldados para tomar la ciudad; Pegaso, el caballo alado de Zeus, que nació del chorro de sangre que brotó cuando Perseo cortó la cabeza de Medusa; Janto, el caballo de Aquiles, de pura sangre persa; o Genitor, el que llevó Julio César en sus campañas de la Galia e Hipania.
Rebuscando encontré a Marengo, el tordillo de raza árabe de Napoleón, que se exhibe (su esqueleto) en el National Army Museum de Sandhurt; a Othar, el caballo de Atila, que por donde pisaba no volvía a crecer hierba alguna; a Palomo, el caballo de Simón Bolivar, con su larga cola que llegaba hasta el suelo; al As de Oros, de Emiliano Zapata (sin referencias); y al caballo de Mahoma llamado Lazlos (‘caballo del desierto’), con el que hizo su primera peregrinación a La Meca.
Pensando en Mahoma, recordé que hace poco había leído un tratado árabe sobre el tema: Gala de caballeros, blasón de paladines, de Ibn Hudayl (Granada, siglo XIV) donde se dice que “el caballo lo creó Ala del viento. El caballo es riqueza. El árabe está tan obligado a cuidar de su montura como a dar limosna”.
Por último divisé algunos animales de cómic, como Tornado, el caballo de ‘El Zorro’, Silver, el del ‘Llanero Solitario’ o Jolly Jumper, el de ‘Lucky Luke’.
Pero de la montura del rey Arturo no lo he sabido hasta que lo he buscado. El primer caballero de la Mesa Redonda tuvo una yegua llamada Llamrei (o Llamrai) y otro caballo de nombre Engorren. La huella de sus pezuñas parece advertirse en bastantes piedras de la isla de Gran Bretaña.
* Fotograma de la película El rey Arturo, de Antoine Fuqua, 2004, con Clive Owen a la cabeza (en la foto).
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