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volandovengo

Servicios públicos

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Paquillo, cuando camarero en La Tertulia (debía ser a finales de los ochenta o principios de los noventa, cuando pusieron en Granada las cabinas para miccionar en las paradas del autobús), me comentó que querían editar una revista. Los detalles no los recuerdo, pero sí que me pidió que colaborara con alguna columna fija de contenido social, centrado en la ciudad, y que le pusiera un nombre a esa sección. A los pocos días, le entregué un texto de prueba, con su cabecera y el tono irónico que pretendía. Le gustó, así me lo dijo, pero tanto el proyecto como mi texto se volatizaron. No sé si pregunté una vez o una docena de veces por el tema en cuestión. Ante las continuas subidas de hombros, me olvidé yo también del tema. Al tiempo, el título que había pensado para que encabezara mis artículos, La ventaja de ser ciego en granada, se lo escuché a Paquillo como una ocurrencia suya.

Ahora encuentro este texto en una antigua carpeta:

Soy poco aficionado a la ciencia-ficción. Pocas veces he leído sobre ese asunto. Quizá porque no tengo le mente suficientemente abierta ni una capacidad de abstracción lo bastante amplia como para asimilar vidas paralelas a la nuestra, en diferentes e invisibles dimensiones, o para concebir guerras interestelares entre superiores seres alienígenas con forma de patata fláccida con dos cabezas cristalinas o de llave inglesa burbujeante con siete u ocho brazos prensiles que pasan todos ellos de firmar la declara­ción de hacienda. Estoy muy lejos de pensar que seremos dominados por orates cerebros manipuladores de las débiles mentes de una humanidad robotizada o que nos visitarán y destruirán criaturas informes salidas del híbrido de una rata sidosa y el aborto de una planta carnívora en descomposición, semejantes a mi primo Felipe cuando acaba de pisar una boñiga de perro, pero con dos narices y con antenas en vez de las protuberancias cómicas que adornan su frente desde la pasada navidad.

No, no suelo leer relatos de este tipo. Sin embargo, reconozco que existen obligados ejemplares que hay que abordar tarde o tem­prano por su reputación, interés literario o hipotético, o bien por las insistentes recomendaciones del amigo que juega a Jiménez del Oso o a psicoanalista-futurólogo cuando bebe algo más de un par de copas, conduzca o no.

Pues bien, uno de esos libros comprometidos fue (y cayó hace poco), La guerra de los mundos de H.G. Wells. La abordé como una obra necesaria de leer, aunque sólo fuera por ser el relato que estremeció a América. Y la verdad creo que el joven continente se estremece por nada. El cuento trata de la invasión de los marcia­nos. Que al final fueron destruidos por nuestros pequeños aliados, las bacterias.

Recién acabada la lectura salí de mi casa y entré en Granada. Avancé por la avenida y al llegar al Triunfo me pareció ver uno de los “cilindros” con que vinieron los atacantes de Marte, en plena parada del autobús. Me acerqué a la nave con reconocido miedo, pues opino como Woddy Allen que los cobardes viven más, y me coloqué junto a varios desocupados más de estas mañanas invernales.

Pronto me di cuenta de que no eran OVNIS invasores, sino inofensi­vos retretes individuales en los que, previo pago ranural de cinco duros, puedes higiénicamente (eso sí) aliviar la vejiga. Lo cual es uno de los mayores placeres del ser humano. Además de ilustrar con bella música la actuación más ensayada del día, te regala el olfato con un penetrante olor a flores artificiales.

En ese momento se desmoronó la concepción romántica que tenía de los servicios públicos. Idea que me fue inculcando el maestro Henry Miller a través de sus libros. A estos urinarios, él se iba a leer a Melville, a James, a Lawrence, a London o a Rimbaud. Se sumergía a escrutar a otros grandes desaguadores, mientras conversaba con ellos o se jactaba, una vez más, de ser un hombre que orinaba mucho y que eso era señal de una gran actividad mental.

En mi niñez, conocí vagamente los retretes públicos de Plaza Bib-Rambla y ahora soy asiduo visitador de estos en otras ciudades, en sus plazas o estaciones para relajarme contemplando esa obra de arte que le da identidad al lugar. Subterráneos o al aire libre, están siempre impregnados de romanticismo, de ese sabor añejo a necesaria complicidad, orinando de pie, con otros semejantes que te dan la espalda con el pantalón desbraguetado y, si hay suerte, con algún viejo mirón sediento de contemplar carne joven, de no importa que sexo, pues no logra ejercer la pederastia. Viejos que se consuelan, como el personaje de Nabokov, esperando a las colegielas en el portalón de la escuela.

Unos váteres así, sí encantan. Retretes colectivos. Antros meato­rios de banal perversión. No como las cápsulas que nos ofrecen como modernas alternativas de aquel entrañable meódromo. Cabina que se higieniza automáticamente después de cada úrica evacuación.

Y encima anuncian “W. C.”, como si en castellano no existieran apela­tivos y sinónimos suficientes para designar a ese lugar.

La explicación puede ser que ya somos europeos, aunque tengo entendido que en los servicios del Reino Unido su cartel reza “Toilettes”.

3 comentarios

Rossy -

Bello a mi me amó un presidente y se retener los secretos. No diré lo que pasó en aquella party y nunca te pondre en un peligro.

volandovengo -

Rossy, hay cosas que no se cuentan en privado (y menos virtualmente).

Rossy -

No hablabas de la pipi cuando te vi en la party Bello.