Granada, zona cero
En la memoria del cante: 1922
Aquí empezó todo. El flamenco, denostado por la autoridad y condenado al vulgo, se vistió de largo y adquirió un marchamo de dignidad y atención cultural en el patio de los Aljibes de la Alhambra, en 1922. Aunque ya se habían interesado por este arte algunas figuras de nuestras letras, como Gustavo Adolfo Bécquer o Demófilo, padre de Antonio y Manuel Machado, no es hasta la fecha antedicha, que un grupo de intelectuales, también extranjeros, encabezados por Falla, y seguido por Zuloaga, Lorca o Ginés de los Ríos, organizaron el primer concurso de cante jondo de la historia.
Fue aquí, en Granada, donde se dieron cita lo más granado del flamenco de la época y los valores emergentes. Fue en esta cuna, más que le pese a occidente, donde se dio un paso superlativo en la continuidad y profesionalización del cante y, con él, de la guitarra y la danza.
Rafaela Carrasco, al frente del Ballet Flamenco de Andalucía, trae al Generalife, dentro del ciclo Lorca y Granada, una visión muy personal de aquel evento y de su repercusión, de la mano de sus protagonistas, con una estética más bien estática y carente de sentido espacial, dadas las dimensiones del escenario.
La bailaora sevillana nos presenta una obra madura, estrenada en enero y representada ya por media España y en Francia, que, sin embargo, no muestra claramente ese bagaje.
Comienza el espectáculo con un aleccionado cuerpo de baile zapateando al vacío y a ese viento que se debió filtrar a través de la alcazaba en los días 13 y 14 de junio de 1922. Pronto el silencio se convierte en el Manifiesto del 22 leído para la ocasión. Francisco Suárez presta su voz en off.
La Presentación del jurado, con cantes pregrabados de Chacón, Manuel Torre o La Niña de los Peines, que bailaron los tres solistas, David Coria, Ana Morales y Hugo López, se hizo un poco larga entre el celofán de la pizarra y los altibajos en las mezclas. Minutos sobrantes que se dejaron ver en algunas de las piezas restantes.
El artista invitado, la estrella mediática, José Enrique Morente, con una voz clara y modulada, sobresale en los abandolaos que a los postres se convierten en Fandangos de Frasquito, a la manera que los abordan los Morente, sin atender a la respiración pero con eficacia suma. El joven José Enrique tendrá otros momentos gloriosos dentro de la función en los que, a modo de romance y a capela, desgrana algunos poemas de Federico con personalidad y empuje, en los que hace notar los mismos mediotonos que supo sembrar su padre.
La Rondeña de Ramón Montoya, es una pieza delicada, un mineral precioso, al que Rafaela ha sabido sacarle un partido elegante en su parquedad y equilibrio. Para mí, quizá, la mejor entrega.
Hugo López, en solitario, baila la Seguiriya de Manuel Torre. Su baile es certero y merecidamente aplaudido, aunque el sonido de la guitarra no fuera todo lo pulcro que hubiésemos deseado. Prácticamente todas las piezas tienen parte de memoria y de actualidad contemporánea evidenciando que de esos troncos estas ramas.
La escena entonces se viste de color y se asoma de lleno al Sacromonte, proponiendo el Cuadro de La Zambra, como homenaje a María la Gazpacha. Algo tópico y pedestre, pero justificado y al gusto común. Alboreás, tanguillos, cachucha o tangos del Petaco se sucedieron y se acabó con La Mosca, sin ese toque de picardía que identifica a este baile. Rafaela tiene el buen gusto de no incluir, ni en éste ni en otros momentos, ningún elemento de percusión, aparte de las palmas.
Un poco por tarantos, rematados por tangos, dan paso a la Saeta de Pastora Pavón, La Niña de los Peines, precedido por el cante morentiano e ilustrado, con verdadero estremecimiento, por Ana Morales, apoyada por todo el cuerpo de baile a su final. Segundo momento glorioso.
Los correctos cantaores, Antonio Campos y Miguel Ortega, se reparten alternos las Tonás de Manolo Caracol, mientras el cuerpo de baile, de exclusivo traje negro, incidiendo en la igualdad, zapatean orillados, casi marginales, el ritmo por seguiriyas que conviene a este cante.
La Malagueña de Antonio Chacón, con la guitarra acelerada en su culmen, mientras la voz sigue su camino; la caña, que interpreta Antonio Campos, alusiva al Concurso; y la Soleá de Diego Bermúdez el Tenazas, ganador de aquel certamen, precedida por el poema Pueblo de García Lorca, recitado en off, nos acercan al final de la mano de la capitana de este barco que empieza a navegar con brisa inestable (la única de sus incursiones). Rafaela Carrasco aborda las Cantiñas de Juana Vargas La Macarrona en las que encierra toda la filosofía de la obra, atravesando en su baile desde lo más novedoso y contemporáneo hasta lo más añejo. Destacable es su juego de hombros y el control de su imagen. Lástima que sus tacones estuvieran poco sonorizados.
Bastantes días quedan para seguir rodando esta obra cuajada tanto de buenas ideas como de grietas subsanables. Bastantes días quedan para hacer un examen con perspectiva para que más pronto que tarde esta obra consiga la esfericidad que este encuentro precisa.
* foto tomada de Huelva Ya©.
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