Un agradable paseo
XVI Muestra de Flamenco. Los Veranos del Corral
Permitidme que personalice este artículo, pues, llevo tanto escrito de La Moneta, que me he convertido oficiosamente en uno de sus biógrafos. Por eso no voy a repetir que es una bailaora completa, a la que le bailan hasta las pestañas, que tiene un sentido del ritmo más que preciso. Por eso no quiero hacer hincapié en el brillo de sus ojos, en el poder hipnótico de su mirada, en su fuerza telúrica, en sus silencios estremecedores, en esos desplantes que son desafíos al público que la mira, al cielo que la envuelve, a ella misma que está tan segura en su cuerpo como en un regazo. No quiero tampoco incidir en su vena contemporánea, que cada vez se nota menos, pero que tiñe su baile de un color muy personal, ni en los detalles adaptados de sus mayores, de sus maestros, que son patrimonio de todos, que son hitos en la danza, que forman parte de sus movimientos como una bolita verde en su cadena de adeene. El sentido del espacio, la manera de bailarle al cante, el reparto de responsabilidades y protagonismos entre sus músicos, tampoco es novedad. La sutil improvisación, la redondez de sus piezas, el minutaje perfecto, el estudiado final…
No, no voy a insistir en nada de eso. Sólo deseo comentar una cuestión latente que, aunque la observo de lejos, ha quedado en mi manga como los ases de un tahúr. Ver a Fuensanta la Moneta es como pasear por el parque, como ver a un niño corriendo, o mejor, como contemplar el agua que brota de una esquinada fuente. Quiero decir que es tan natural, tan fresco, tan limpio, como eso. La Moneta es agua que mana o que cae de las nubes, que a veces es llovizna y a veces torrente, y es tan natural la gota como el aguacero.
La bailaora granadina así no actúa; está pero no está encima de un escenario, preocupada de sus pasos o de las acotaciones de un guión. Fuensanta (‘La Fuensi’) pasea, se deja arrastrar como esa lluvia comentada que la tierra ya no puede asumir. Nosotros, espectadores, nos dejamos empapar como niños con botas nuevas. Pisamos los charcos con alegría y esperamos el arco iris por levante que anuncia un sol que, lo han adivinado, es ella misma.
Desde hace años esta bailaora inaugura o la clausura la Muestra flamenca del Corral del Carbón. Viene a ser la guinda del festival, el tácito buque insignia esperado. El lunes, con un lleno absoluto (aunque con menos sillas que de costumbre, cosas del Patronato), La Moneta abre la noche por cantiñas. Con los colores de Andalucía en su vestido, más blanco que verde, baila las propuestas de un cuadro escogido. Porque los músicos forman una piña y asistir a su actuación es presenciar también la guitarra sacromontana de Luis Mariano y la percusión de Miguel ‘el Cheyenne’, los dos excelentes intérpretes de la tierra, creadores incansables y suplementarios; y el cante nuevo y viejo del jerezano Miguel Lavi, un cante que sale de las entrañas con más o menos dolor y se filtra por el aguardiente de sus cuerdas vocales para saber exactamente donde pellizcar. Otro u otros cantaores le acompañan, que van variando según la época, según la función. En esta ocasión, el gaditano Matías López ‘el Mati’ complementa con voz rota, y sentimientos a la par, los requiebros rebuscados y las letras no convencionales de Miguel Lavi. Un excelente cuadro que funciona pon sí solo, pero que en ocasiones se vio descompensado en su amplificación. Al principio las voces tenían poco volumen, la guitarra se saturaba en otros momentos, el yembé imponía su latido como el trueno.
La imagen de Paco de Lucía proyectada sobre el escenario supone la dedicatoria del espectáculo al tocaor de Algeciras. Con motivos granadinos, estas representaciones fílmicas, rellenaban innecesariamente la escena.
El Mati comienza a capela la seguiriya de Enrique Morente Mírame a los ojos, de su disco Despegando, de 1977, para seguir con otra serie de tonás y pasarle el testigo al Lavi, que finaliza con el martinete En el barrio de Triana, grabado por Tomás Pavón en los años 40. Estos cantes ‘a palo seco’ desembocan en seguiriyas. La Moneta, de oscuro, vuelve a dar una lección de dramatismo y control en esta pieza que siempre ha sido su carta de presentación. Pero, como dijo Camarón, no hay cante chico ni grande, para nuestra protagonista no hay gradación en sus propuestas. Cada baile es único y es supremo. Si no, basta con atender a los tangos del final, que fueron una verdadera fiesta.
Antes de ellos, sin embargo, unas bulerías de Luis Mariano, sirven de interludio entre los dos últimos bailes. Unas bulerías que comienzan acordándose de la coda de Fernanda y Bernarda del maestro Enrique y que ofrecen un momento de especial lucidez al percusionista.
Los tientos-tangos, en su comienzo, se asoman a la zambra, con ese dejillo moro inconfundible en el soniquete de Granada. La Moneta firma, con mano infalible y juego de cintura, el mejor roneo que podemos hallar sobre un escenario. Sus caídas son aciertos, sus dedos orientales, su sonrisa cómplice.
Tras los aplausos, abundantes y merecidos, aún hubo tiempo de un fin de fiestas por bulerías que, dentro de su espontaneidad, pareció parte del programa.
* Foto de Joss Rodríguez©.
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