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Huella dadaísta

Huella dadaísta

Guillermo era dadaísta, como yo en aquellos tiempos. Barajamos todas las corrientes de principios de siglo, cuando nos metimos de lleno en su estudio, y optamos por este absurdo revolucionario. La idea de ser irracionales era más una intención que una realidad. Escribimos manifiestos, alguno de ellos en papel rosa, pero me temo que sus anunciados se acercaban más a las filas de Breton que a las de Tzara. Por mucho que nos empeñásemos, nuestras creaciones gozaban más de un espíritu surrealista que dadá, y si analizamos, era el existencialismo (Kafka, Sastre, Camus, Unamuno).

Quisimos ponerle nombre a nuestro grupo, de exclusivamente dos personas. Para ello, escribimos cientos de posibles títulos en papeles recortados que quisimos tirar al aire y que, una nínfula (Nabokov) escogida al azar, atrapara alguno de ellos antes de caer al suelo. Así nos llamaríamos, como dictara el azahar. Nunca, sin embargo, llevamos a cabo esta acción que en cierta manera nos hermanaba con el movimiento padre, creado en Francia, a partir de escoger una palabra cualquiera en el diccionario. Salió dadá, como digo, que no es más que el balbuceo de un niño que aún no articula palabras (un bebé francés, se entiende).

Puede que mis extremos superaran la mente ordenada de Guillermo, pero de vez en vez aportaba alguna genialidad, como cuando me sorprendió con un cuaderno que lo principiaba un pequeño poema en su carátula y las tantas páginas que lo conformaban estaban repletas de posibles títulos que podían encabezar esa composición.

Era un mundo interno y privado que hacía las delicias de nuestros recreos y momentos de asueto, mientras paseábamos por las calles sacándole punta a todo lo que se nos cruzaba por el camino.

En una tienda, de esas de barrio en que se vende prácticamente de todo (antes de que estuvieran de moda los ‘todo a cien’), vimos en el escaparate un libro. Por más que indagamos a través del vidrio, el establecimiento no poseía más volúmenes para vender que ese ejemplar de la vida de Víctor Jara, recuerdo, llamado Un canto truncado, escrito por su viuda Joan Jara. Pensábamos que, al entrar en la tienda para adquirir la biografía, no había que especificar nada, simplemente decir: ¿me da el libro?, puesto que sólo vendía ese ejemplar de esa rareza.

La ocurrencia nos duró un tiempo, como expresión hilarante. Hasta que, sin saber cómo, se disolvió nuestra ‘sociedad’ de ideas vanguardistas. Cada uno por su lado seguiría metiéndole los dedos a la palabra.

* Marcel Duchamp, Mona Lisa con bigotes, 1919

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