Los tres deseos
Subió al desván, cumpliendo por fin su más ferviente deseo. Al igual que Eva anhelaba la manzana inalcanzable en el Paraíso, él soñaba con escrudiñar el piso alto, cuyo acceso su padre siempre había vetado. Ahora, muerto ya su progenitor, podría, sin ningún impedimento físico ni prohibición patriarcal, ascender los veinticuatro peldaños de escalera que lo separaban de Eldorado.
Antes de abrir la ansiada puerta, e igualmente emocionado, deseó con idéntica vehemencia que la estancia estuviera llena de cacharros y objetos antiguos de incalculable valor, vestidos de época y libros raros, de hojas amarillentas y cubiertos de polvo, postales de antaño y cartas de países lejanos, reliquias del pasado, secretos inconfesables.
Tras la puerta se desveló efectivamente lo esperado, y aun más. Su imaginación había quedado asaz estrecha. Era increíble. Tan sólo faltaba una lámpara con genio en su interior, como las de cuento.
Nada más pensarlo, la lámpara apareció ante sus ojos. Era un panzudo candil de cobre, con boca para la llama y asa para aprehenderlo. Tenía tapa dorada y algunas telarañas lo hilaban a una pared casi blanca.
Corrió en su busca y la aferró con una mano, mientras la frotaba con la manga del brazo opuesto. De su oquedad, por la boquilla, no tardó en salir un genio traslúcido y gaseoso, ataviado como personaje de Las mil y una noches. Quien se apresuró a informar a su nuevo dueño que los tres deseos que pretendía formular ya se habían cumplido. A saber: entrar al desván, que estuviera repleto de apasionantes tesoros y encontrar entre estos una lámpara maravillosa con genio en su vientre. “Así que déjame descansar otros quinientos años”, concluyó la aparición, antes de regresar aspirado dentro de su cobrizo habitáculo.
* ILUSTRACIÓN: Joan Miró, La lampara de aceite, 1924. Dibujo
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