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Cuatro puntos de luz

Cuatro puntos de luz

Festival Internacional de Música y Danza

Cámara Negra

Permítanme comenzar esta crónica con una objeción antes de que se me adelanten y es que el Festival Internacional de Música y Danza de Granada merece un estreno. “Cámara Negra” de Liñán y Pericet ya lleva una larga trayectoria desde su botadura en el Teatro de Madrid el año pasado. Aparte de esto, todo son parabienes en la obra presentada la noche del domingo en el Isabel la Católica.

Sin ningún argumento acordado se desarrolla “Cámara Negra”. Sin ninguna trama, como digo, pero con toda intención. Es el arte por el arte. Todo rigor, todo frescura. Pasado y presente, pero sobre todo futuro. La apuesta es arriesgada, la interpretación perfecta, el resultado impecable. Un escenario vacío, negro. Unos músicos a contraluz. Una obra sin fin ni principio. Sólo el juego de luces; sólo el vestuario; sólo el compás del baile confieren a la escena una profundidad inabarcable.

Comienza la danza con una coreografía de Olga Pericet. “Flash Back Caña” es la caña tradicional comenzada por detrás, por su remate, donde el cuerpo de baile se presenta. Cada uno en su estilo, cada uno con su verdad. Las castañuelas acompañan a una música también para ser escuchada, si el baile no acaparara todos los sentidos. Daniel Doña borda la pieza “Tarriá”, deteniendo el tiempo, mientras Manuel, su creador, y Olga lo arropan ajustadísimo, para dar paso, casi sin respiro a los fandangos que firma Marco Flores con elegancia y valentía. En “Composite”, nuevamente Doña, apunta como un toro la travesía del escenario por naturales. Y de aquí saltamos a uno de los momentos sublimes del espectáculo, sello de identidad creadora de Manuel Liñán, que tanto reconocimiento le ha brindado y tantas deudas artísticas ha contraído. Se trata de “Las carboneras”, un zapateado que realiza en blanco y plata con su compañero Marco Flores, mientras Tacha y Ana Romero realizan un acompañamiento, tan sólo de palmas, que estremece como la aparición de una nueva estrella.

La petenera, un palo relegado a un voluntario olvido, se impone por derecho. El tacón firme de Olga vestida de rojo, con mantón y flecos verdes en las enaguas, nos cuenta con sobriedad la versatilidad y delicias de una dama del baile. Y tras el vuelo reposado de un mantón, Liñán vuelve a tomar la palabra en “Madame Soledad”, una soleá, como su nombre indica, que se ha convertido en todo un clásico. Premiada en el Certamen de Danza Española y Flamenco de Madrid, esta pieza intimista recoge todo el potencial que el bailaor granadino lleva dentro. Es una apuesta introspectiva, en la que Manuel danza sus propias palabras. Dialoga consigo mismo y se sumerge con sencilla desnudez en el azogue del público, de su público, pues en esos momentos todos éramos el alma, el sueño y las alas de Manuel Liñán. El mundo se ha quedado pequeño. El flamenco se desborda. La danza contemporánea alarga sus dedos y se implanta en la “Suite en Cámara Negra”, donde el violín habla por sí mismo. Una declaración de intenciones, una exposición de sentimientos, un baile a dos: Pericet-Flores, un baile lleno de sensibilidad, rebosante de poesía. Para acabar con “Paréntesis”, la concesión íntegra a estos nuevos aires y a una comicidad sin ambages, que Daniel Doña rubrica magistralmente y toda la compañía nos ofrece distendida, al tiempo que nos guiña un ojo. Y en el negro virtual de la escena, relucen cuatro puntos de luz.

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