Aproximación a una teoría del beso
Me vienen a las mientes unos versos de Pablo Neruda, escritos quizá en su única obra dramática: Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, escrita en spanglish (otra exclusividad), también llamado este uso de palabras inglesas como parte del idioma español, ingañol, espanglish, espanglés, espangleis o espanglis. Musicado en los años 70, para más señas, por Olga Manzano y Manuel Picón.
En ellos poetiza de esta guisa: No es verdad que el amor quema y se para/ no es verdad que se apaga con un beso.
Basten los nerudianos versos para introducir esta Aproximación a una teoría del beso que, a la manera de Soren Kierkegaard, escribí como prolegómeno para ilustrar un cuento que publiqué hace unos años, formando parte de una antología de cuentistas granadinos o relacionados con la ciudad, en total 75, entre los que estaban Saramago, Muñoz Molina o Justo Navarro*.
Un beso. El acto de besar necesita muy poca energía para ser efectivo pero puede desprender un gran contenido emocional. Un simple acercamiento cutáneo, una imperceptible mueca bilabial, un posible guiño de ambos párpados, una involuntaria muestra sonora y ya está: el beso ha sido realizado. Después, quizás, un estremecimiento, una sonrisa, un deseo de continuidad o, por el contrario, la indiferencia más atroz.
El beso siempre es dulce. Aunque puede ser asaz amargo, como el beso de Judas o el beso del adiós. Puede ser largo, sonoro, suspirado, pegadizo, cálido, intenso, húmedo, desnudo, involuntario o travieso. El beso puede ser el primero, con toda su carga emotiva, o pueden venir después, que serán los sucesivos, los demás, que serán más expertos o más rutinarios o más acostumbrados o más sentidos, pero nunca serán el primero (ni siquiera en el reino de los cielos).
* "El coleccionista de besos perdidos" en Granada en cuento. Granada: Dauro, 2002
** EN LA IMAGEN: "El beso", escultura de Antonio Canova, Roma, 1793. Conservada en el Museo del Louvre.
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