Adivinos
Un viejo chiste dice que, llegando a la puerta del adivino, tocó el timbre, y, como oyera del interior una voz que preguntaba quién es, se dio la vuelta exclamando -con perdón- ¡qué mierda de adivino!
Benedetti, en un libro de sus cuentos completos (supuestamente completos hasta el momento en que se publicó dicho libro), que me desapareció del maletero de un coche junto con otras pertenencias (sería un ladrón instruido), pude leer la historia de un adivino que, estando con sus amigos, tuvo el presentimiento de que su casa se quemaba. Así que cogieron el coche y se dirigieron a su vivienda presenciando cómo se la tragaban las llamas.
Él vidente, lejos de toda preocupación se enorgullecía por la exactitud de su mente, mientras sus amigos lo felicitaban.
Ahora leo en el padre Feijoo (s. XVIII), en Teatro crítico universal, su mala opinión ante estos augures y almanaqueros. A pie de página se puede conocer, por ejemplo, la historia de un tal Jerónimo Cardano: médico, filósofo y matemático italiano (1501-1576) que, aficionado a la Astrología, calculó su último día y quiso hacerlo correcto dejándose morir de hambre.
Paralelo a esa misma idea de fatal desenlace adivinatorio escribí hace tiempo la siguiente historia:
«Recorrimos tres veces la feria de punta a cabo. A cada vuelta repetimos algunas atracciones. Eran los coches de choque, las perdigonadas a los palillos con escopetas de cañones retorcidos para llevarse un horrible oso de trapo o una botella de un dudoso licor y la tómbola de papeletas de colores, con un comentarista estridente y monótono, en donde yo alimentaba mi fama de adivinador y visionario. Siempre, sin duda alguna, acertaba lo qué nos tocaría, siempre apostaba por el mejor regalo, siempre nos sonreía la fortuna.
En el último paseo, al bajar de la noria y tras haber vislumbrado con meridiana claridad el accidente en la barcaza sin heridos por suerte, advertimos por vez primera un cajón metálico sobre unos caballetes de madera. En uno de sus lados estaba pintada la cara de un payaso con la boca descomunalmente abierta, en la que había practicado un orificio al interior oscuro de la caja. Sobre el payaso de pelo amarillo ensortijado y ojos saltones, en una banda azul, roja y blanca, un rótulo rezaba: “El hueco del destino”, sin más explicación. Nada más hallarnos frente al extraño artilugio, lo percibí con toda nitidez, y así se lo participé a mis compañeros: “Cuando metas la mano ahí, una especie de guillotina te la corta”.
Mis amigos dispusieron que me había excedido en mis predicciones, que aquello que había aventurado no tenía ningún sentido, que no debería ser tan extremo y nefasto, que en un lugar de esparcimiento y diversión para toda la familia, donde la mayoría de los usuarios son niños, era ilógico que hubiera una máquina tan infernal…
Dolido en mi amor propio por haber puesto en duda el inequívoco don de la profecía que me caracterizaba. Sobre todo, por ser cuestionado por los compañeros a los que había demostrado una y mil veces los rigores de mis predicciones. Metí en un arrebato la mano por la cavidad hueca de la boca de aquel nefasto payaso y un resorte accionó la cuchilla que me cortó la mano derecha a la altura de la muñeca.
Todos sonreímos, mientras me tapaba el muñón sangrante con el peluche de la tómbola y me llovían las palmadas de complicidad, las felicitaciones por haber acertado nuevamente y los perdones por su incredulidad sin sentido.»
2 comentarios
volandovengo -
bukanero -
Yo soy algo cabezota, pero aún conservo las manos.
Buen post pirata.