Rocío Molina, fiel a sí misma
Flamenco viene del Sur
Almario: dícese del contenedor, de variado tamaño, que se utiliza para dar cobijo al alma y a otros adminículos del propio espíritu.
Rocío Molina, pese a su juventud, encuentra el tiempo de recopilar, de echar la vista atrás y contemplar toda la herencia que le han donado sus mayores. Pero es consciente del momento en que vive y, lo más importante, hacia dónde camina. Así, el espectáculo Almario se convierte en una rendija donde podemos mirar los anhelos de esta bailaora malagueña. Rocío nos abre las puertas de su alma, nos lleva de la mano hasta su vestidor y allí, en el mismo escenario, se va cambiando de atuendo, según la pieza que va a bailar, según su estado de ánimo. Un recurso visto en otras ocasiones (Belén Maya, Isabel Bayón, La Moneta), pero introducido de tal forma en la obra que es como una prolongación del baile mismo o como el introito necesario para cuajar la escena. Rocío baila hasta cuando no está bailando. No abandona el escenario en ningún momento. No descansa. Su verdad la evidencian los espejos que reflejan su secreto y la ropa ligera que amenazaría sus titubeos.
La bailaora llega a las tablas vestida de cuero con fondo de tanguillos. Viene de la calle de un día cualquiera. Y comienza a reflexionar por tarantos, que dedica a Fernando Romero. Es un baile reflexivo y cargado de influencias. Pero, al mismo tiempo sorprendente y abrasivo. La sorpresa llega en forma de platillos en los dedos de ambas manos, dando un toque de oriental frescura a su propuesta. Poco a poco desaparecen los cueros, la chica de la calle que reflexiona y se enfunda en un vestido de cola, de tonos parduscos, para abordar la trágica y desenfrenada seguiriya ahora es una bailaora de antes que mira hacia delante. Quizá la poca luz, quizá el exceso de percusión, quizá el lejano acople de las guitarras, enturbiaran los delicados movimientos de la protagonista, su preciso zapateo. En uno de los espejos, escrito con carmín, reza la máxima “Se fiel a ti misma”.
Nuevamente se vuelve a desvestir y se encaja unos pantalones, se anuda un pañuelo y baila, de manera casi cómica, lo que da en llamar garrotín feo, que suena en off, con el inconfundible celofán de los discos. Detalles tiene este baile que estremecen. Participaciones del pasado, guiños a un baile ya extinguido. La dinámica continúa. Con un vestido rojo de vuelo y con mantón triunfa por bamberas. La belleza es indiscutible cuando el mantón está en sus manos, pero es sublime cuando lo deja caer. A esto le siguen unas bulerías de sabor jerezano, llamadas Mentiras, que todo cabe en Almario. Para terminar, fiel a sí misma, nos brinda una improvisación, que comienza con un poema al estilo de Manuel Liñán. Se va desvistiendo de nuevo, poco a poco. Se va descalzando y baila con sólo un tacón, después descalza. Sus pies juegan con el mantón extendido en el piso… Vuelve por fin a sus ropas de cuero y, con un gesto de cierre, hace mutis, como diciendo “ya está bien por hoy”.
* FOTO: Revista Acordes de Flamenco (© Eva París).
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