Adaptaciones en la bañera
A los tres meses llevamos a Juan a aprender a nadar y lo que aprendió fue a evitar el agua. Hasta el año pasado, hasta los cuatro años, no se acercaba a ninguna piscina, orilla, embalse o charca que le cubriera por encima de las rodillas, y ésta debía estar a una temperatura idónea, más bien cálida, sin llegar a ser un caldo de gallina (sin alusiones directas a su miedo).
Este verano, gloria de los cinco años y, sobre todo, por estímulos escolares, no sólo se aventura en cualquier piélago, sino que sin pensar salta del bordillo y, con su padre dentro (aunque sea de secano), se quita los manguitos e intenta nadar al frente, aunque por ahora nada más para abajo. Se mantiene, no obstante.
El otro día, mientras le enjabonaba la cabeza, en la bañera encontró un pelo (a todas luces suyo) y propuso pasarle la redecilla a la bañera, igual que lo hacemos en la piscina para sacar hojas e insectos, algunos vivos todavía, lo que nos da pie a celebrar su resurrección.
También quiere saltar y hacerse ahogaíllos. Yo le he prometido un trampolín y, por las quejas de la madre, que le tocó limpiar el baño, podríamos pasarle también el limpiafondos.
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