Una temporada en el infierno
Caronte se inclinaba hacia adelante y remaba (Lord Dunsany).
Para Sartre el infierno son los demás; para Torrente Ballester, más hispano, o sea, más quijote, advierte en el prólogo de su Don Juan que el infierno somos nosotros mismos; pero para mí el infierno es el amor no correspondido, el abandono, el engaño…
En el tratado De Coelo et Inferno, de Swedenborg (1758), se puede leer que “el infierno no es un establecimiento penal sino un estado que los pecadores muertos eligen, por razones de íntima afinidad, como los bienaventurados el Cielo”.
Aunque si le hacemos caso a santa Brígida de Suecia, el mismo Hacedor le confesó que “el infierno estaba vacío”. ¿Quién va a elegir un lugar de tinieblas y continuos padecimientos pudiendo abrazar la gloria? A no ser Luigi Pirandello cuando, después de calibrar todos los personajes que presumiblemente ascendían al Paraíso, llegaba a preferir un “infierno climatizado”.
Goethe, en Fausto, tiene clara la existencia justa del erebo. El padre de la literatura germánica nos dice: “ya que tiene el infierno más de una boca, sabe tragarse a cada cual según corresponde a su dignidad”.
Que exista el infierno, fuera de nuestra realidad, no estamos seguros. Que exista el cielo, tampoco. (Quizá ocupen a fin de cuentas el mismo estadio.)
No obstante es necesario el establecimiento de esos dos lugares para la antagónica discriminación del bien y del mal en las mentes temerosas que se hayan acogido al regazo de alguna creencia relativa. Porque, como escribía John Stuart Mill en 1854: “es instructivo observar cómo pueden decirse exactamente las mismas cosas en defensa de todas las religiones”.
El cielo, con variaciones, siempre es la gloria; la risa ríe; el dolor duele; y el infierno, ay, cada vez es más profundo.
* Una temporada en el infierno es el título de un poema de Arthur Rimbaud.
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volandovengo -
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Jesús Cano -