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volandovengo

El ladrillito

El ladrillito

No hace mucho, le comenté a una amiga que con diecisiete o dieciocho años tenía un amuleto de mala suerte. No tenía nada en especial, ni poderes mágicos ni ciencia alguna. Se trataba tan sólo de un ladrillo de barro cocido de pequeñas dimensiones, no más de tres centímetros, con tres filas de orificios; atravesado por un cordón de cuero que me anudaba al cuello.

Viendo a gente coger amuletos o talismanes y encomendarse a ellos para que la fortuna les acompañara o, en su caso, no les abandonara; yo pensé lo contrario. Tendría permanentemente un objeto que atraería la mala suerte y, cuando me desprendiera de él, en contraposición, las oportunidades se me brindarían por defecto.

Llegaba un examen, una aventura en el campo, una noche displicente o cualquier otra prueba, y sólo me planteaba desprenderme del ladrillito, meterlo en el bolsillo o dejarlo directamente en casa para llamar a la ventura.

Y es posible que sea eso. Las efigies, las estampas, las medallas, las patas de conejo… tienen el valor que nosotros le concedemos. Nuestro talante cambia cuando abrazamos determinada piedra o colgamos en nuestro pecho tal escapulario. Es nuestra actitud la que influye en el destino y no el amuleto. No es la herradura la que atrae la suerte, sino nuestra creencia en ese talismán.

En un cuento inacabado de hace tiempo, describía a una señora que, lo primero al levantarse, antes del café si quiera, era consultar su horóscopo para ver cómo debía comportarse el resto de la jornada.

Ayer, a este respecto, leí en Sartoris, una de las primeras novelas de William Faulkner (que murió en el mismo año de mi nacimiento), que una de sus protagonistas (Miss Jenny) “era una verdadera optimista, es decir, una persona que espera siempre lo peor y por lo tanto recibe una agradable sorpresa al comprobar que ha pasado otro día sin que se produzca la catástrofe”.

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