Hormigas
Un par de libros de supervivencia que manejaba en una juventud de explorador solitario y viajero serrano, con más senderos a mis espaldas de los que recuerdo, coincidían en una curiosidad culinaria. Esto es, que las hormigas son un buen sustituto de la sal.
Nunca llegué a probarlo a conciencia, sencillamente porque no me apetecía sazonar la ensalada con bichitos o salar el huevo con algo que enturbiara sus colores papales.
Reconozco, sin embargo, que en la vida de fortuna de cientos de aventuras y acampadas, comiendo a veces con mucha suerte: con frío, sin luz, a ras del suelo... habré compartido mesa (es un decir) con hormigas, mosquitos y otros bichos. Quiero decir que los habré ingerido sin más.
Contaban que los legionarios comían lagartijas y crudas (se podían comer el rabo y como les sale de nuevo, tener comida para una buena temporada) (que no es rabo de toro, pero ante una necesidad...)
No he comido hormigas porque no tengo por qué comer hormigas. Además, me dan cierta pena. Las hormigas tan afanosas, tan ordenadas, siempre en caravana (pero sin atascos), tan cabezonas, tan fuertes y disciplinadas. Pobre hormigas si en vez de sustituir a la sal sustituyeran a la pimienta (que el color es más apropiado) o al azafrán (con lo caro que está) o al tabaco negro, o rubio (también hay hormigas rojas).
Ahora en mi casa hay hormigas. Qué digo hormigas, son hormiguitas de tan pequeñas, negritas, casi transparentes, que, en el suelo del baño, que es amarillo, se ven perfectamente.
Mi mujer se pone de los nervios, que si una plaga, que todos los años por esta fecha, que hay que eliminarlas, que mira por donde van, que mira donde se han subido... Y a mí me da cierta pena su inocencia, su vulnerabilidad, su inocuidad.
No sé si juntarlas y conducirlas como en Hamelín con azúcar a lugares menos alarmantes, llámense la calle, el patio, la casa de un vecino más tolerante, o meterlas en un salero para momentos de escasez.
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