Córdoba, el flamenco callado
Hace unos años estuve colaborando en la revista Acordes de Flamenco con el desarrollo narrativo de varias secciones. Una de ellas respondía al nombre de Rutas Flamencas. Durante los meses que duró mi relación recorrí, con ayuda del reportero gráfico Nono Guirado, los rincones de Granada, Jerez, Almería, Jaén, Cádiz o Córdoba. De esta última ciudad, aparecida en el número cuatro (2006) de dicha publicación, reproduzco los preliminares y la ruta en cuestión, saltándome todo el meollo intermedio, para no alargarme en demasía:
Córdoba es una ciudad de ojos grandes, como lo son las mujeres que de su tierra inmortalizara Julio Romero de Torres en sus lienzos, pero de boca pequeña. Es discreta y huidiza, con tintes de universalidad pero mirando siempre para adentro. Córdoba es una madre para sus hijos, buena anfitriona para sus huéspedes, pero esquiva con los desconocidos. Córdoba es prudente y no da un paso sin haber asegurado el anterior.
También en el flamenco se manifiesta de esta guisa y el viajero aficionado debe buscar, profundizar en un mapa no escrito, para encontrar la huella del quejío y del pellizco. Con todo y con eso estamos en una ciudad o, más bien, en una provincia privilegiada, creadora de cantes autóctonos, como los fandangos de Lucena o la soleá y las alegrías de Córdoba; cuna de grandes cantaores: José Moreno “Onofre”, Cayetano Muriel “el Niño de Cabra”, Antonio Fernández “Fosforito” o Juan Moreno Maya “El Pele”; impulsora de festivales de prestigio; donde una serena y sabia afición se reconoce en cada esquina.
En Córdoba se respira el flamenco sin necesidad de atenderlo, sin sentir la guitarra o los tacones, sin escuchar su queja. Sus calles y su río, sus barrios y sus monumentos y sus tabernas, nos hablan de pasión; su gente se mueve a compás, posee un sentimiento milenario que, a diferencia de otras ciudades, nunca se olvida. Lo nuevo no borra lo anterior sino que lo acumula, lo imbrica como partícipe de un todo. Así, la ciudad de Córdoba es romana, visigoda y árabe, judía y castellana, gitana y flamenca. Sólo basta dejarse llevar como las aguas lentas, acompasadas, pero constantes del Guadalquivir.
Su visita es obligada. Alrededor de la Mezquita, que también es Catedral, encontramos multitud de hostales y pensiones a precios más que asequibles. Aprovechando la unión, el derribo de tabiques de casas contiguas del casco antiguo, se crean verdaderos dédalos, propios del rey Minos, que impregnan nuestro viaje de belleza y misterio.
En esta ciudad califal todo es admirable, todo merece la pena ser visto, estudiado, fotografiado, desde el templo ya aludido, hasta los dieciséis arcos del puente romano, desde el barrio blanco de la Judería hasta el Alcázar de los Reyes Cristianos y sus torres, desde la biblioteca cinegética del Palacio de Viana hasta el sensual Museo de Julio Romero de Torres… y, cómo no, su arraigado flamenco.
Precisamente, el Ayuntamiento de la ciudad ha declarado 2006 como el “Año flamenco en Córdoba”, en conmemoración del cincuentenario del Concurso Nacional de Arte Flamenco, con una amplia y extensa programación que, desde el mes de enero, se ha ido concretando en múltiples actividades, entre las que sobresalen los homenajes y las galas; los congresos y las jornadas de estudio; las conferencias y las mesas redondas; los ciclos de cine; las exposiciones; las publicaciones; y los espectáculos permanentes de cante, baile y guitarra en el Gran Teatro de Córdoba, en el Alcázar de los Reyes Cristianos y en diferentes tabernas y plazas al aire libre. Queriendo con esto, según Rosa Aguilar Rivero, alcaldesa de la ciudad, demostrar que Córdoba "es capital del Encuentro y la Tolerancia, es Ciudad Flamenca, tanto que hasta el pulso de sus horas suenan con falsetas en la Plaza de las Tendillas. Ciudad de Raza y razas, de mezcla y raíz".
Nuestra ruta
Con todo lo dicho, y trazando un atractivo recorrido a pie (pues en Córdoba aún no es necesario coger el coche), quedamos citados con José Antonio Castellano “El Séneca”, gran solearero, con añeja raigambre cordobesa, y con el bailaor Fran Espinosa para identificar una posible noche flamenca. Citados en el Rincón del Cante para una primera toma de contacto, tomamos un vino y un pincho de tortilla. En Córdoba se toma la tortilla de patatas más hermosa de toda la Península. Desde allí, cruzando por el Cristo de los Faroles, rodeados de instantáneas taurinas, cae un segundo vino en bar de las Beatillas, que acoge en su primer piso la Peña Flamenca Fosforito. En ella disfrutamos brevemente de la actuación y bajamos al Mesón La Bulería, aprovechando unos pases “con derecho a una copa” facilitados por los responsables del local. Desde allí, con un doloroso soniquete de charanga y pandereta, bajamos por la Calleja de las Flores hasta el Campo Madre de Dios, donde se asienta la Peña Flamenca de Córdoba, con sus mesas y viandas comunales.
Con el buen sabor de boca que nos deja el recital, su presidente y los aficionados de esta Peña, nos acercamos a la vera del río y, precisamente, por el Paseo de la Ribera hacia el oeste, nuestros pasos, y los borborigmos de nuestro desmayo, nos encaminan al restaurante Bodegas Campos, situado en la Axerquia, antiguo barrio árabe, donde el servicio y la comida típica andaluza son excelentes. Entre arcos y buenos caldos, degustamos sus especialidades: ajo blanco con espárragos trigueros y langostinos, rabo de toro al amontillado y tarta de membrillo, a un precio no muy popular.
Con el estómago lleno y agradecidos de no tener que coger vehículo alguno, seguimos nuestro camino paralelos al río, pasando del barrio árabe al judío. A la espalda de la Mezquita, decidimos acabar nuestro itinerario en el Tablao Flamenco el Cardenal, en donde aplaudimos el baile de Antonio Alcázar, Premio Nacional de Danza de 1992, completando así una vuelta completa al casco antiguo de una ciudad de ensueño.
* En la foto el maravilloso bailaor Fran Espinosa.
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