Poetas versus narradores
El 10 de mayo de este año jugué conscientemente el segundo partido de fútbol de mi vida. Quiero decir que, desde que dejé los estudios primarios, no he tocado un balón ni por suerte. De hecho, le tengo cierta aversión a ese deporte alienante y a todo lo que le rodea. También confieso sobremanera mis limitaciones para el juego.
Se presenta éste como un divertimento donde jugamos poetas contra narradores. Gente de letras que, se supone, estamos alejados del sudor de la camiseta. Digo ‘se supone’ porque la mayoría, si no todos, son futboleros, consumen fútbol televisado o escrito o lo han practicado de forma más o menos habitual (lo que me orilla casi definitivamente).
Mi actuación, como no podía ser de otra manera, fue desastrosa, aunque, a la larga, cargada de comicidad y compromiso. En su conjunto, contemplé con más tristeza que temor, que fácilmente puede ser un paralelismo de mi vida toda, un arrostramiento claro en mi valle de lágrimas.
Sin orden determinado expondré las características principales que observo y padezco.
En principio, la apariencia puede dar el pego —quizá demasiado delgado pero puede que en forma—, aunque en general ni profeso ni convenzo. La equipación no estaba mal, pero el pantalón era prestado (el año anterior jugué con un bañador liso) y las zapatillas, del todo inapropiadas, son las habituales de cordones que tengo para salir a la calle; entré y salí con ellas.
Confieso, por otro lado —o principalmente— un desconocimiento completo de las reglas del juego, así como de las estrategias y otras cuestiones futbolísticas. Me siento inseguro y lo digo. Hasta el árbitro se ve obligado a darme alguna recomendación o consejo.
No suelo tocar la pelota. Al principio puedo dar confianza, me toman en cuenta y hasta me combinan el balón, pero después, contemplando mis limitaciones, no me lo pasa nadie. Si por casualidad lo toco, no sé lo que hacer, lo pierdo en seguida. Veo pasar el balón por mi lado o entre las piernas como algo ajeno. Cuando viene con fuerza me aparto. Pierdo todas las oportunidades.
Desde que empieza el partido ya tengo ganas de que se acabe. Me muevo poco, me canso mucho y normalmente me hago daño de alguna forma (aún se resiente un talón).
Pienso que soy perjudicial para el equipo al que pertenezco y, para los otros, una ventaja. Los contrarios saben que soy inofensivo, por muy bien colocado que esté, como una piedra en mitad del campo que a veces, sólo a veces, estorba, pero se le puede esquivar fácilmente.
Durante el partido hago pasar un buen rato a los espectadores, lo que es de agradecer, y enervo a mis compañeros, lo que es de sancionar. Sin embargo, para la ducha y la cerveza de después, doy la talla sin discusión.
* ¡Ahí está el tío!
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