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Septimio de Ilíberis

Septimio de Ilíberis

En este mes saldrá publicada mi novela ’Septimio de Ilíberis’. Dejo, como anticipo, el primer capitulillo y un enlace donde lo van leyendo, para facilitar las cosas:

Con una mano sujetándose el vientre ya cumplido, y con la otra arrezagándose las ropas en las aguas canoras del río Síngili, algunos metros más abajo de donde las mujeres de los alrededores peonaban hasta el atardecer en los lavaderos de oro, se acercó con cuidado para no resbalar en las hermanadas rocas que sujetaban entre junqueras y grandes cantos rodados los ardides fluviales, para ver cómo había ido la captura de la jornada. Una paleta de madera bien dispuesta entre los dientes le serviría, en caso de necesidad, para rematar al escamoso que emprendiera la fuga.

En momentos como esos, anhelaba las virtudes del pulpo flexible con sus ocho tentáculos adiposos que facilitaran su tarea, y de paso, por qué no, sus tres corazones para repartir un querer que con los años había aprendido a dosificar y distribuir de la forma menos dolorosa posible. A una mujer se le acorta la vida conforme le crece el corazón.

Hacía rato que la anochecida había difuminado los últimos rayos de un sol que en esta época se rezagaba para abandonar la esfera celeste. Mientras la cristalina y gélida corriente, venida de cumbres de nieves perpetuas, le mordisqueaba los dedos de los pies y las bajeras de sus muslos, pudo comprobar que en la nasa tan sólo se debatía una lamprea que la miraba atenta con sus nueve ojos, como avisándola de que un pez corpulento se hallaba más al fondo. No quiso arriesgarse. Un siluro, con su boca grande, poblada de varias carreras de dientes, era capaz de embestir y trastornar a un caballo que pasara en descuido a su lado.

Volteó entonces la trampa de mimbres entrelazados y desanudó su fondo dejando escapar a los dos ocupantes y a una pequeña carpa inadvertida que se esquinaba tras el bicho. La crudeza de su hígado, de haber atrapado al fisóstomo, hubiera supuesto un beneficio añadido a sus últimos momentos de gestación.

En general era buena paridora. Los dos hoyuelos bajo su espalda así lo confirmaban. Llegó a tener y criar catorce hijos, sin ayuda de lechuza cocida que le colmara los senos, aunque en sus comienzos, cuando la vida demanda experiencia, perdió las dos primeras criaturas, hembras a la sazón. El fruto no era vano, sin embargo. Los retoños nacieron enteros y con ansias, sin problema alguno, pero se fueron secando durante las primeras horas de vida, hasta que, antes de traspasar el umbral del séptimo día, se agostaron definitivamente y volvieron a la tierra, para nuevamente ser tierra al pie de las moreras.

Su llanto fue ahogado y cauto, había que seguir adelante. Era delgada y huesuda, joven y valiente, emprendedora e inconformista. Con el tiempo, como comprobó de inmediato, germinarían nuevas semillas en su vientre. No basta dejarlo en manos de la naturaleza, concluyó la partera.

En ese tiempo hacía uso de las manos y la sabiduría de la vieja Edelvira, maestra en plantas, raíces y brebajes, reedificadora de doncellas y encubridora de canas. Desde el quinto embarazo, sin embargo, ladeó cualquier tipo de ayuda, no tuvo necesidad de comadrona.

El fruto en sus entrañas maduraba sin contratiempos y sin apenas dolor se desprendía, resbaloso como los huevos del lagarto, enemigo de las avispas.

Su empeño era mayor, en cambio. La juventud, la templanza y la experiencia, que jugaban a su favor, se debían enriquecer con el pescado crudo, recién capturado, y anudando a su cuello con cuerda tripera, como amuleto para mejor parir, la piedra llamada aguileña, de un color greda turbio, traída de los riscos, donde las más veloces de las aves la tomaban para combatir hechizos y brujerías. Esta piedra, vomitada por las imperiales de Júpiter, pasaría posteriormente a la cuna del bebé para evitar aojadas.

Un vaso de leche de burra todas las mañanas, cuando podía permitírselo, completaba su dieta. Dos únicas orejudas había en el establo, que servían para acarrear en sus serones los racimos de las vides al lagar, para desbrozar los campos o para el genérico transporte, uncidas a la lanza de un viejo carromato de enormes ruedas, engrasadas de vez en vez con dos libras de tocino rancio, para evitar el rechinado, que no el zarandeo.

Una de las bestias se mostraba huera y no permitía alimentar su vientre de algo que no fuera forraje, heno o cebada, y las algarrobas que sobraban en la escueta mesa. La otra paría cada dos años, fecundada por el Bóreas, de cabellera intonsa, sin necesidad de jumento ni macho alguno. Volvía grupas a septentrión y se dejaba empopar. No como las cabras, inventos de Prometeo, inseminadas por el tibio viento del sur, al que llaman Austro, y que paren a los cinco meses. De manera que, bianualmente, la agraciada daba leche, casi un litro y medio diario para compartir con su pollino, que mamaba hasta los seis meses o simplemente era destetado y en paz.

Tras la esforzada tarea de infausta pesca, las enaguas sin remedio quedaron empapadas mientras se orillaba con los trastos. Sentada en un guijarro de plana pizarra sintió las primeras punzadas. Los avisos a manera de contracciones, apremiados por el esfuerzo, se sucedían. Más el instinto que los pies la llevó a la parte adyacente de la covacha de piedra labrada y madera curtida donde habitaba hacinada toda la familia, en la confluencia de los dos ríos saltarines, profusos en mineral.

No alcanzó lecho ni manta. Encomendándose a Juno Lucina, protectora de los alumbramientos, se acuclilló junto al corral de las gallinas para apretar entre aguas y sangres, apoyada en la higuera cuajada. Las aves se le acercaban confundiendo ignorantes la hora de comer. Al no recibir grano, empero, regresaban a su cloqueo de indiferencia en la sombra, encaramadas en barandales ciegos.

Con los ahogados jadeos, que escapaban entre masticaciones de hierba de San Juan para aminorar los dolores, crecida junto la albahaca y la hierbabuena, vio pasar ante ella un pollo sin cabeza corriendo como orate desde la cocina, donde alguna de las hijas mayores lo sacrificaba para el guiso nocturno. La cabeza, sobre las tablas del hogar, parpadeaba su independencia, mientras el cuerpo aleteó todavía durante algunos días, lo que cualquier augur hubiera visto como una premonición. Así confirmó Edelvira mirando a lo eterno.

Al igual que la tortuga decapitada que pestañea, llegando incluso a morder, tanto pollo como cabeza quedaron en paz hasta que expiraron, casi al unísono, al cabo de tres días y tres noches de aleteo y piar dislocados.

Después fueron ofrecidos a la diosa Ceres, querida de Baco. Hubiera sido un desatino sacrificarlos antes de tiempo o comerlos sin miramiento. Los prodigios deben seguir su curso.

Tras cortar el cordón y limpiar cuidadosamente al nacido con sus mismas ropas, todavía mojadas, para asegurarle una cabeza sana, se abrió el corpiño y se lo llevó al pecho casi instintivamente, naneando una melodía improvisa cargada de vocales. Nació varón porque, según Anaxágoras de Clazomene, el flujo seminal corría por el lado derecho en el momento de concebir. Al rato volvió al hogar, secándose el sudor con el antebrazo, enjuagando sus manos en una tinaja. Arropó al hijo en un cuévano musitándole palabras dulces y se puso a secundar para la cena, mientras aguardaba a los hombres que faenaban al cuidado de las ordenadas viñas y los surcos paralelos de tierra oscura. Dentro de unos días comenzaría la siega en los campos de la vega.

* Audiolibro (donde leen este primer capítulo).

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