Blogia
volandovengo

Poesía/Cuento/Teatro

Cuando estuve contigo

Cuando estuve contigo
te quise aprender de memoria.
Te advertí en cada gesto,
en cada mueca,
en cada una de tus palabras.
Fatigué tu sonrisa y tu mirada.
Catalogué tus luces
y también supe de tus sombras.
Recorrí cada poro de tu piel
como si fuera el plano de mi vida.
Me ancoré en tus rincones,
me sumergí en tus oquedades.
Quise repetir este viaje
como siempre las olas vienen
como siempre las olas van.

Un último adiós

Un último adiós

Tras episodio tan doloroso todo me da igual, cuando, conocido como Joseph Brown, quise llamarme Herr Braun en el ejército alemán donde me alisté cumpliendo una delicada misión como espía británico, lo que se dice un topo, al servicio de su majestad Isabel II, junto a mi compañera Catherine Parquer, alias Frau Pathauer, que, con el tiempo, el 7 de abril de 1940, ingresamos en la Gestapo como el señor y la señora Braun, para caminar al unísono, con una leyenda sin fisuras, que nos llevó hasta engendrar al pequeño Friedrich Braun al año de ascender a oficiales, un niño sonrosado y muy rubio, extremadamente ario, al que bautizaron los altos mandatarios del régimen, y que, desde hacía tres años, llevábamos mandando información fidedigna y, en cierto sentido, vital al Foreing Office, hasta que un chivatazo, nos atrapó en una montaña austriaca, al filo de un acantilado, donde, disfrazada de cabaña vacacional, teníamos una pequeña emisora desde la que, en clave cifrada, enviábamos los detalles más comprometidos de nuestras observaciones, truncadas más pronto que tarde por dicha denuncia, alertando a la SS que no tardó en llegar con gran aparato armamentístico, dispuesta a detenernos, si no llegaban a cosernos con un peine de ametralladora allí mismo, aunque ya nos hubiéramos desecho del material comprometido, quemado los documentos y desmenuzada la radio hasta aparecer sólo como un rimero de tornillos, muelles y bombillas en la tabla ante el amplio ventanal asomado al blanco abismo que suponía nuestra posible única salida, una escapatoria suicida por otra parte, a no ser que usáramos un viejo paracaídas que constaba en nuestro arsenal, aunque con el peso de los dos no podría librarnos de una muerte segura, así que decidí, sin objeción ninguna, que lo usara ella por el bien de nuestro hijo y mi descanso postrero, pues la quería demasiado, y, al abrazarla, con un apasionado beso y lágrimas en los ojos, Catherine saltó, justo cuando los sabuesos del Führer entraban en la estancia y mi dolor fue creciendo porque ahora en la prisión, a punto de ser fusilado, me entero que todo era una farsa, que quien se hacía pasar por mi mujer era una espía doble que fue a aprovecharse al principio de mi mente y después de mi corazón.

A una sirena desconocida

A una sirena desconocida

Hay un premio en vigencia sobre microrrelatos en tarjeta postal, donde se valora la interacción entre el texto y la forma, al que he decidido presentarme con este trabajo.

Al no ser un concurso secreto (es más, existe una especie de votación popular), expongo sin pudor el fruto de mi magín.

Aún  está abierto el plazo para presentarse, ver las obras de los demás concursantes u opinar sobre ellas.

El hijo del alfarero

El hijo del alfarero

Después de seis días de trabajo minucioso creando móviles y algunas otras sutilezas hilvanadas entre sí, a las que su hijo les insuflaba movimiento con la simple ventolera de sus labios silbantes y sus mofletes henchidos, el alfarero contempló su obra pensando que todo era bueno y que el día siguiente lo dedicaría íntegro a descansar.

Mientras se enjuagaba las manos embarradas y las secaba en el mandilón, el niño se entretenía con un pegote de barro dándole forma tal la imagen y semejanza de su padre antes de quedarse completamente dormido en la cantonera amable, adyacente al bondadoso horno de cocción.

El incipiente aprendiz raudo principió a soñar que su figurita conquistaba el fuego y la rueda y la imprenta y que tenía una compañera con la que se multiplicaba sin freno; que conocía el odio y recreaba el amor; que aprendía a sufrir y hacer sufrir; que construía castillos y catedrales y que conquistó el espacio; que se hizo temeroso, temerario y temido; que fue salvaje y civilizado; creó sociedades y otros vínculos y subió a las estrellas; que fue solidario y fomentó desigualdades; que dominó la tierra toda y la sometió hasta dilapidar su esencia.

Y, en esas estaba, cuando sonó de urgencia una sirena cercana o una voz ambulante o un ladrido en la niebla y despertó de repente. Unos momentos antes de aflorar en la ventana para averiguar la resonancia, al tiempo que la vigilia desterraba las telarañas de recién amanecido, y aún, visto lo visto y soñado lo soñado, sopló con toda intención a la marioneta que se alzaba inanimada en el piso.

*El despertar, escultura de Jesús Montoya© (entre 2008 y 2010).

Y los sueños, sueños son…

Y los sueños, sueños son…

Una de las fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño, es que acontecimientos que parecen abarcar meses o años, ocurren en minutos o instantes                        (El Sueño, O.Henry)

La noche del durmiente, aunque no sea bello, está llena de sueños. Una concatenación de imágenes felices o angustiosas, celestes o diabólicas, amenizan la noche pensando sin querer pensar. Entre niebla y fantasía sucede el ensueño profundo, donde el tiempo no existe ni el espacio, ni lo real ni lo fantástico. Unos sueños que se prestan al olvido en cuanto suceden pero su estela tinta el primer despertar que, si no se hace un forzado ejercicio de retención, sus hilvanes desaparecen definitiva e irremediablemente para visitarnos con similar aspecto si acaso durante otra adormecida.

Hay quien es consciente de sus sueños y se esfuerza por conservarlos, analizarlos e interpretar sus designios. Se ha escrito mucho sobre su origen y significado. Pero su mundo paralelo, dimensionado, está generalmente vedado.

El otro día sin embargo, en el umbral de desadormecer, algunos retazos de sueño se me hicieron evidentes. Incluso borgianamente en el mismo sueño tomaba estas notas que ahora escribo.

O sea que, sin pensarlo dos veces, me siento ante el teclado y, librando de telarañas el film de mi mente, confío en registrar lo esencial que peca más de orate que de cordura.

En una clase mixta donde esperábamos al docente, una chica con los labios muy definidos, de granate, casi violeta, era la única que atendía desde el vano de la entrada. El profesor llegó con su cartera en la derecha (puede que tuviera gafas) y besó a esa dama que le sonreía.

En ese instante o al momento (el tiempo no existe, recuerdan) dio a luz a un bebé, a todas vistas prematuro si no fuera porque comenzó a hablar diciendo algo así como:

“Todas las mañanas me alegra decirle a mi madre cuánto la quiero”. En ese momento, en el mismo sueño pensé escribir el episodio por su grandeza, por su imposibilidad. ¿Cómo un niño recién nacido, que no ha vivido ninguna mañana, ningún despertar aparte de su alumbramiento, puede referir el amor de su madre en cada amanecida?

Soñando aún, buscando dónde apuntar mientras intento retener la anécdota, despierto y busco dónde apuntar e intento retener la anécdota.

El poema de la costurera

El poema de la costurera

Cuanto más grande es un imperio, más crecen sus fronteras. Aumentan sus aliados (muchos por conveniencia o amenazas), pero también se multiplican los enemigos que no tuercen el brazo ni agachan la cabeza para morir de pie un día y no vivir el resto arrodillados.

Entre las notas del segundo volumen de Sueño en el Pabellón Rojo, de Cao Xueqin y Gao E (siglo XVII) recojo una anécdota, que recreo para los pacientes lectores de este blog.

Según la Crónica de la Poesía de la dinastía Tang (610-907), las damas del Palacio Imperial enguataban con algodón las ropas para los soldados que defendían la frontera. Uno de los defensores del helado norte, donde la Gran Muralla se salpicaba de calvas rompiendo o incidiendo en la idea borgiana de la infinitud, encontró entre los pliegues de su ropa un poema que decía:

Amigo que combates en el campo de batalla; 
amigo al que penalidades y frío impiden dormir.
Un uniforme guerrero te estoy cosiendo, 
¿quién serás tú, que lo ha de usar?
Muchos hilos utilizo; 
por cariño, con mucho algodón lo enguato.
Ya no es posible en esta vida: 
nos uniremos en la siguiente.

El soldado mostró el poema al mariscal de campo, hombre cejudo y entregado, quien viendo en tal misiva una falta grave en época de guerra, se lo ofreció por medio de un fiel correo al emperador —posiblemente Li Shi Min (599-649)—, quien, exhibiéndolo a su vez ante las damas de palacio, doncellas y servidoras al fin y al cabo, prometió que no castigaría a la autora.

Una dama con espíritu resuelto aunque con gran recelo, con voz temblorosa confesó que el poema era obra suya. El emperador la felicitó por su bravura y sensibilidad y decidió casarla con el soldado a cuyas manos había ido a parar el poema.

Un soldado era un ciudadano libre, con su paga estable y la posibilidad de ascender. Ella abandonó su estatus de criada y se posicionó en la sociedad donde presumiblemente no dejó de componer versos, pero ninguno tan eficaz y trascendente como el que metió entre algodones en la casaca de un soldado.

* El emperador Li Shimin en la imagen.

Una pequeña historia de amor

Una pequeña historia de amor

A veces el amor y el odio van de la mano. Éramos una pareja perfecta. Yo la quería de manera enfermiza. Ella me odiaba con todas sus fuerzas.

Causa y efecto

Soy continente y contenido;
causa y efecto;
polvo, alma y raspadura.
Las flores del almendro;
las nieves que acumulan;
el sol que las derrite.

Atrapado en el laberinto de Rayuela

Atrapado en el laberinto de Rayuela

Llevo años leyendo la novela más conocida del genio argentino Julio Cortázar. El autor propone en Rayuela dos formas de lectura. A saber, se puede abordar convencionalmente, como un libro cualquiera, en orden el correlativo que disponen sus páginas, o de forma discontinua siguiendo una suerte de damero propuesto al comienzo de la obra, donde se van alternando los distintos capítulos de la obra.

Yo, aventurero de principios, me incliné por la segunda opción. De modo que, desde el sector 73, con que comienza la trama, pasa al corte 1, y después al 2, para saltar nuevamente al 116 y así sucesivamente hasta acabar en una especie de espiral, quizá malintencionada, donde del capítulo 131, nos manda al 58, y de éste otra vez al 131, con la lógica misma vuelta en periódico puro que lo hace interminable.

Las secciones son cortas o meridianamente alargadas. Siempre densas y experimentales, lingüísticamente hablando.

No sé cuándo, hará meses que me extravié en su contenido, como la bella dama Egeira, soñada por Perucho, perdida entre las páginas de un códice medieval mientras bordaba en un bastidor de marfil. Señalé una página en un descanso. Intermedié un punto de lectura entre dos hojas, izquierda y derecha, par impar, donde, en ambos lados, daban comienzo sendos capítulos. El episodio de la izquierda comenzaba y concluía en tal página; el título diestro, a saber dónde terminaba.

Al retomar Rayuela, un error, un despiste o la influencia de hados invisibles, inclinaron mi decisión a proseguir la lectura en la parte equivocada y continuar la guía de Cortázar.

Al rato de ir leyendo, reconocí algún pasaje. Dando por seguro que el mundo onírico de esta guisa cojeaba y que los tintes surrealistas que tachonan la obra vuelven como las olas en la orilla, continué saltando a la pata coja y venda en los ojos.

Cuando una frase se me hizo tan nítida y evidente que era imposible su doblez, quise rebobinar el hilo de Ariadna hasta el origen de la confusión que, al no hallarlo fácilmente, los palos de ciego se sucedían a mansalva. De forma que una sección me lleva a otra. Esta la conozco, la otra no. Vuelvo y retomo al azar otro numerito y salto al siguiente. Me voy de nuevo al principio y de nuevo caigo en la duplicidad, en el dilema o en el camino que se bifurca, emparentando así a dos paisanos, coetáneos, contemporáneos.

La palabra fin no existe. Rayuela es una obra sempiterna y yo seguiré perdido en su laberinto.

Alegraos por mí

Alegraos por mí:
he perdido mi gran amor;
ya no tengo cadenas.

* A la manera de Aretino.

Una de fantasmas

Una de fantasmas

Sandra Martínez de la Torre, la de zapaterías Martínez, dijo que iba a subir al desván a buscar un cordel para anudar este fardo.

—¿Un fardo de qué?

—No sé. Un paquete. Algunos productos de la granja que le mandaría a su novio.

—¿No me digas que tiene novio?

—Pues sí, de antiguo. Andresito, Andrés, el de la taberna, que se ha ido de guardiacivil a Bilbao.

—Pobrecito.

—No se crea. Cobra un plus por servir en el norte.

—Incluso así.

 

Sandra era una chica espigada, que todas las faldas le venían cortas. Tuvo problemas con don Anselmo Avellaneda, que venía de Extremadura, y quería que a las mujeres no enseñasen las rodillas en la parroquia. Ahora para la boda…

—¿Es que se casa?

—Con Andresito. ¿No te digo? Ya tienen fecha y todo. Será para san Juan.

—La noche más corta.

—Andresito siempre fue precoz.

—Hasta en eso.

 

Yo le dije que la acompañaba. No sólo para verle las piernas, populares aún, antes de que se apareara definitivo, sino porque la noche anterior habíamos intercambiado algunas noticias de miedo, no vaya a ser que se tropezara en lo oscuro con algún aparecido.

—Buena estrategia.

—No sé si es buena, pero así me evadía un rato de la cocina.

—Ya. El fastidio de los cacharros y de la comida.

—No; más bien para dejar solos a Luis, que ponía inyecciones, y a Luisa, que en lo íntimo empiezan a hablarse.

—¡Dios los cría…!

 

Los padres de Luis tienen una carnicería con fama en productos manufacturados, donde amasan las hamburguesas con tres tipos de carne. Ella entró a cubrir una baja por embarazo. La chica de antes, la que sufría de reuma, estuvo mucho intentándolo y por fin… Luisa, de tanto visitar al practicante, terminó el practicante visitándola a ella.

—Lo que suele pasar.

—Pues eso.

 

Luis se fijó en Luisa nada más verla. Luisa, me consta, tardó algún tiempo más en fijarse en Luis. El caso es que se entienden y entre hamburguesa y hamburguesa…

—¡Un perrito!

—Pero qué bestia es usted.

—Usted perdone, me lo ha dado hecho.

—Bueno, continúo.

 

La noche anterior, la de las brujas, los novios habían discutido. Y hoy eran todo caras mohínas e indirectas de esas que pican.

—Las conozco. Pero hacen más daño al que las lanza que al que las recibe.

—¡Cómo lo sabe!

 

Había que dejarlos solos que se sincerasen y lo que fuere fuera siendo. Así que subí detrás de las piernas de Sandra y de camino buscaría yo también algo.

—¿Algo como qué?

—Qué se yo. Un trapo, un libro, alguna antigüedad…

—Sí, algo indefinido.

—Eso le digo.

 

Ella encontró la cuerda rápidamente y dijo de bajar enseguida. Le dije que esperase, que yo también quería coger algo y que así le dábamos tiempo a los luises a que hicieran las paces. Quise hacerla cómplice.

—Es lo mejor en estos casos.

—Así lo pensé.

 

En el fondo encontré algo que podía serme de utilidad o servir para distraerme durante algún tiempo. Interesante de cualquier forma. Un atadijo de vetustas postales se esquinaba al lado de la gran luna enmarcada. Fui a agacharme para asirlas y en el espejo vi reflejada la imagen de un ser grotesco que me sonreía.

—¿Un fantasma?

—Eso pienso. Pero no me interrumpa más que no acabamos.

—Usted perdone.

 

Era grandote y medio calvo. La chaqueta de cuadros, abrochada nada más que de una botonadura, le quedaba estrechísima y los pantalones, de un amarillo pálido, dejaban ver sus calcetines verdosos alzados como con agujetas y sus zapatones de payaso. Di un salto y corrí hacia Sandra Martínez que me esperaba en la boca de la escalera arrollando su cordón ya desanudado.

—Qué susto, oye.

—Ni que lo digas.

 

Yo, el valiente, que no creía en apariciones ni en cuestiones extracorporales, de pronto veo a un clon que se ríe reflejado en una lámina. Al otro lado nada.

—Espeluznante.

—Calla, que sigo.

 

Y, cuando me vuelvo con el corazón encogido para alcanzar a la bella y el calvero de luz que me volviera el aliento, en vez de Sandra veo al caricato del azogue con flores ajadas en la mano en vez de la cuerda recogida.

—¿Y qué hiciste?

—Me quedé helado.

—Normal.

 

Miré otra vez atrás y después otra vez a Sandra, que esta vez sí era la Sandra Martínez de la Torre que todos conocemos, que me preguntó que qué me pasaba, aunque yo no podía articular palabra. Después me quiso dar la mano para bajar al menos el primer tramo de peldaños, hasta el descansillo, y se la rechacé con las ganas que tenía yo de un contacto físico con la casadera desde que llegamos a la granja.

—¿Y su novio?

—Está muy lejos. Además, aún no están casados.

—Hasta san Juan.

—Hasta san Juan.

Corriendo por el puente a mi presencia

Corriendo por el puente a mi presencia
bajo el sol de la tarde y tu sonrisa
te veo en el pretil de la inocencia,
tu pelo alborotado con la brisa.

Destaca sobre todo tu figura,
la esbeltez, la elegancia, tu sonrisa,
preguntando en mi afán si no es locura
lo que por ti siento; no tengo prisa.

Adelanto a llegar hasta la altura
de tu cuerpo ceñido cual violeta,
mi pecado de amor no tiene cura

ni la quiero y me alegra la saeta
que Cupido clavara en mi espesura
haciéndome volar como cometa.

El frío en Granada

El frío en Granada

Desde las bondadosas tierras de Badajoz, el poeta Ben Sara, originario de la ciudad portuguesa de Santarén, perteneciente a la taifa aftasí, arribó un día de febrero a la ciudad de Granada.

Tal día era soleado y, a orillas del Dauro, sentado en una peña lisa, no se estaba mal contemplando la impresionante alcazaba que se elevaba orgullosa en su frente. Sobraba incluso el fez sobre su corona.

Era un remanso de paz dable de ser cantado con los inspirados yambos que el ambiente le dictara. Así, el joven portugués, empalmó péndola y extendió papiro presto a dejarse impregnar por los cantos cambiantes de un río, que hasta hacía poco arrastrara oro, por los gorriones que libaban en sus aguas y por los pececitos acarminados y argentinos que los abundosos gatos de la ribera no tardarían en atrapar.

Pero cuando llegó la anochecida y la chilaba de merino no le cubría lo suficiente para combatir el frío crecido de la Sierra Nevada, Ben Sara trocó sus bucólicos versos en otros en los que pedía que se permitiera el consumo de vino en esta ciudad para entrar en calor; y terminó el poema con un deseo: Si mi Señor me arroja al infierno, en un día como hoy, me parecerá delicioso.

Corría el año 516 de la Hégira, 1123 del calendario gregoriano, en la ciudad de la Alhambra.

Cuento también presentado, sin pena ni gloria (quizá más de lo primero si acaso), al Primer Concurso de Microrrelatos de la enoteca Di Vino, sobre el vino y Granada (abril de 2013).

La duda

Permitidme que dude.
Nada existe si no más se evidencia.
El futuro es otra falacia.
El camino aparece al caminar.
Estoy tan solo.
El mundo me es también extraño. 
Sus gentes son figuras,
marionetas de escaparate.
Ocupo mi lugar
entre el hueco de una sonrisa,
cuando me acogen unos brazos,
cuando comparto un beso.
Ahora poco creo.
Sigo buscando, y busco, y busco, y busco...

La soledad

La soledad

José Expósito despierta de su cogorza habitual y continúa bebiendo para aligerar la resaca. Después del ataque de filoxera en 1890, el cortijo del Portuguillo, el de la cuba de las mil arrobas, en la Alpujarra granadina, había quedado desierto. Tan sólo él y su soledad habitaban lo que en su tiempo fue una algarabía de actividad sin conocer apenas el freno. La noche es desapacible. El mosto sin embargo engaña la inestabilidad y las tinieblas. Del relámpago al trueno apenas pasan unos segundos, lo que indica que la tormenta está encima. Un ruido en el exterior hace levantarse al bodeguero. Nada grave. Posiblemente se había soltado la puerta de la empalizada. Habría que volver ajustarla no fuera a ser que se escapara la acémila o entraran cimarrones. José coge un farol y, dando trompicones, se aventura en la noche lluviosa. La oscuridad y la capelina para evitar el aguacero desvían su camino. Cerca de la barranquera pierde el pie y se precipita sobre una gran losa que estalla el fanal y abre su cabeza. Cuando vuelve en sí, más sereno que nunca, con labios de sangre en la nuca, el silencio parece inmenso, casi tan grande como su soledad. Se incorpora lentamente, camina con pies de barro hasta la sala de las mil arrobas y, sobre una viga, advierte su propio cuerpo sin vida balanceándose. Hay soledades que sereno no pueden soportarse.

Cuento ganador del Primer Concurso de Microrrelatos de la enoteca Di Vino, sobre el vino y Granada (abril de 2013).

Ulah (finales de 235.002 a.C.)

Ulah (finales de 235.002 a.C.)

Cayó la noche tal como puede precipitarse el atardecer del invierno en cualquier ciudad conocida, con la diferencia de que aquí no existían farolas ni tubos de neón que engañasen las tinieblas.

El viento, sin obstáculo apenas, esteparia y libremente recorría el crepúsculo y arrastraba la breve llovizna que caía persistente.

De esta manera sucedía cuando el mundo aún estaba deformado. ¿O se desfiguró después de aquello?

El barro alcanzaba las vencidas ramas de los gruesos árboles, que se cernían lúgubres, alimentando los misterios.

Desvirgando la oscuridad callada, empero, se imponía un punto de luz en la entrada de una cueva, allá entre las rocas. Era la hoguera que calentaba las pesadas y amarillentas manos de las dos hembras de Ulah.

Él terminaría de pulir una punta de flecha con una lasca de sílex para la caza del día siguiente. Seguramente, velando a su vez el sueño de sus robustos congéneres.

Cada vez le costaba menos encender el hogar, el fuego sagrado, casi tanto como la fertilidad de la tierra, de los animales y de las mujeres, que mantienen la especie.

Aprenderían la técnica del pedernal posiblemente por un grupo de nómadas cazadores (quizá con menos pelo), que emigraran tras algún rebaño al más próspero sur.

Los demás cogerían leña, antes de entornar los párpados y dejarse morir un poco por ese día. Los carachata revueltos en su osera, como nido de culebras, entrelazaban feroces sus ronquidos. Sus olores, tácitamente, mantenían la unidad.

La caverna de la roca era sin duda pequeña para tanto homínido, pero revueltos se protegen del crudo temporal que acompañaba esas noches interglaciares.

Ulah se estremece. El hombre sin frente pronto huele a sexo. Se incorpora trabajosamente sin dejar de olfatear el reclamo de su compañera. La más joven, viéndolo avanzar, adopta una postura perruna y sacude el bajo vientre. El macho, sin preámbulos, la cubre (si no es fecunda la arrojará de su lado). Sin palabras, copulan en el lodo, mientras la más vieja, ajena, arranca con uñas curvas y alguna raedera los restos de carne adheridos a un pellejo de venado.

El sol, la luna, marca la jornada.

Al día siguiente se levantará Ulah, que se ha retirado cuando fueron a sustituirlo en la guardia junto al fuego, e irá de caza con el resto de la pequeña horda humana. Quizá les lleve todo el día. Puede que no traigan nada y, con suerte, sólo coman los huevos de algún saurio, raíces y bayas.

Por lo general, cuando el albur les sonríe, dan muerte a las crías perdidas de una manada o al animal viejo o inválido que quedó rezagado o abandonado por su grupo al comprenderlo un estorbo a la hora de cazar o de huir de sus perseguidores. Aunque normalmente acuden a las riberas del río, que se ha encargado, como cómplice callado, de atrapar animales sedientos en el barro de sus flancos.

Si sonríe el albur, como digo, y el animal es grande, su carne puede durar varias lunas, empleándolas más relajadamente en pulir bifaces, hacer punzones y confeccionar vestidos.

Ulah es cazador y es presa a la vez. Uno de los días de su corta existencia será devorado (¿se encomendará a algo?).

Las mujeres también secundaran en la caza de esa mañana y cogerán plantas, gramí­neas y frutas que combinan en su dieta.

Ulah es feo, peludo y chaparro. Tiene las piernas cortas y parece más viejo de lo que es. Ulah sabe que es de noche, pero nunca sabrá que donde encendió su hoguera hoy se alza una fábrica de persianas en Düsserdorf, creo.

* Cuento fechado en junio de 1990.

Soleares

Para un encuentro que tuvo lugar en el Palacio de la Quinta Alegre de Granada entre flamencos y poetas con motivo del FEX (Festival Extensión de Música y Danza), el 27 de junio de 2012, con Josele de la Rosa a la guitarra, cantó Alicia Morales estas letrillas por soleares que le escribí:

Cien caminos llevo andaos
para encontrarme contigo
y ahora que te encontrao
ya no quieres ser mi amigo.

Te digo mi tormento:
siempre estoy riendo,
lloro sólo por dentro.

Parece que estoy llorando
cuando te vas de mi vera,
tan sólo de vez en cuando
no lloro como quisiera.

Para las cuentas que me echas
contigo me encuentro sola;
no sé que quieres de mí
si muero por tu persona.

Ha hecho la Encarna
una cazuela
con doce gambas.

Devaneos en otoño

El miércoles envejecí;
lo noté en mi ánimo.
Un amasijo negro de sudores, 
se enrosca en la caja de cambios.
Soy uno de esos 
que mira cuando pasas.
Soy el que muere día a día 
colgado en tu abanico.
El tranvía ha pasado 
sin si quiera mirar atrás.
Un señor lleva 
tu corazón doblado 
junto a la billetera.
El trabajo se sufre
por los trabajadores.
También su ausencia.
El mundo no es redondo por capricho.
Calígula era un dios;
yo no lo niego.
El miércoles envejecí. 
Yo era ella. Y yo era Dios.
No quiero adelantar suspiros.
Derribaré aquellos albatros 
que andan descontrolados 
en los surcos de mi almohada; 
augures negros del silencio
chirriante, en las fronteras del espejo.

* Reviso este poema, que puede tener veinticinco años.

Necesito que pasen miles de años

Necesito que pasen miles de años,
que nuestros nombres sean sólo espuma,
quisiera, amor, borrarte de mi mente.
Mi tiempo ha terminado por entero.
Soy polvo antes que nada, muerto en vida;
soy dolor y me apiado de mí mismo.
Mi condena, sufrir por lo que sufro,
llorar por lo que lloro, sentir este
desconsuelo febril que me posee.
Busco no despertar esta mañana,
quisiera no sentir, como una ameba,
o sin pasión, transido de budismo.
Admito el desamor, incluso el odio,
pero no comprendo la indiferencia.

Lo sé, me está vetado ser feliz.

Inevitablemente paso y pasa
el verano, el otoño y el invierno,
cuando mueren de pena las cigarras.

Llovido del cielo

Llovido del cielo

El queso del pobre no se descorteza, se raspa                                                                                                     (Seguir de pobres, Ignacio Aldecoa).

Faltaba aún bastante para que llegara la primavera y, aunque podía calentar el sol del mediodía en esa ciudad sureña, hacia los extremos del día el frío imponía su hierro. Sin todavía haber bebido nada de alcohol, fuera el que fuera, ni haber quemado petardo alguno, Lucas se desprendió del sobretodo, descubriendo su delgadez, más acentuada por su altura, y se remangó por encima de los codos, sabiendo de antemano que las mangas, por su holgura, retornarían pronto a las muñecas. Con gesto despectivo arrojó la pelliza aborregada al suelo en el mismo lugar donde se encontraba y dejó escapar una exclamación de hartura, más salida del alma que de los labios, denunciando un calor subjetivo, incomprensible a aquellas horas mañaneras.

Ya, sin abrigo y con las mangas resbalosas, cruzó la avenida junto con su acompañante. Cualquiera hubiera pensado que su representación fue un acto de bravuconería, dedicado a impresionar al joven neófito que remedaba sus pasos, pero para sí no era más que un impulso momentáneo, una necesidad visceral sin importancia, un tácito sentimiento bohemio: nada tengo, nada quiero. A Lucas, como buen hijo de la calle, nunca le preocupó tener. Nada poseía; tampoco él pertenecía a nadie ni estaba supeditado a nada. Cuanto menos poseía, menos se arriesgaba a perder. Era libre. Se sentía libre.

En el mismo instante que los protagonistas de este pequeño suceso doblaron la esquina entre aspavientos y quejas postreras, el ajado pedigüeño de la esquina, desinflado por pura hambre, se levantó sin prisas, con la colilla del cigarro apagada en la comisura, miró a ambos lados con ojos entornados y parsimonioso caminó hacia el abrigo forrado de vellón, se lo puso y volvió a la esquina abandonada, extendió la mano por instinto y sonrió satisfecho de su regalo divino.

* De En un pozo chico.