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Poesía/Cuento/Teatro

Un oscuro presentimiento

Un oscuro presentimiento

En el momento de llegar, los pájaros grises y amarillos sobre los hilos callaron su algarabía. Al unísono, la lentitud general se iba imponiendo. Las gentes gesticulaban más despacio. Parecía que los coches y las motos habían reducido drásticamente su velocidad a las treinta y tres revoluciones de los tocadiscos de antes.

Nunca quise creer en el más allá, en los poderes paranormales o en las visiones de futuro. Pero mi vida traspasaba un momento incierto, innecesario por otra parte de ser contado.

Guillermo me habló de un tarotista de cierta fama y gran acierto (o viceversa). Comulgaba a pies juntillas con cada una de sus palabras desde que adivinó la dolencia y la cura de una hermana suya que se mantenía soltera a pesar de su agraciada sonrisa.

Encima del dintel de la casa a la que acudimos gravitaba el número trece; un gato negro escapaba lentamente de un peligro invisible ante nuestros ojos. ¡Mal empezamos! No obstante la puerta se abrió sin necesidad de haberla golpeado. Parecía que estuviera esperándonos.

El adivino nos saludó. Miró al fondo de mis ojos viendo algo que le hizo apartar la vista de repente. Mi alarma iba creciendo.

Nos sentamos y respondí algunas preguntas genéricas sobre mi vida, mis actividades, mi círculo de amigos…, mientras él iba mezclando una colorida baraja de grandes proporciones, ajada por el uso.

Me hizo cortar con la mano izquierda antes de dibujar una especie de estrella con los naipes boca arriba sobre el tablero.

Guillermo, emocionado, me daba pequeños empellones para que no perdiera detalle. Yo observaba con curiosidad todos los movimientos del mago y el preciosismo que las cartas reproducían en sus dibujos sin necesidad que mi amigo me aguijara.

La supuesta estrella se iba completando lentamente bajo el foco de luz que nítida nos envolvía. La claridad llamaba mi atención, pues creía habitualmente esos lugares bañados en la penumbra y el misterio.

Con el dibujo en la mesa, el augur me hizo sacar una carta del montoncito que le quedaba entre las manos para soltarlo en su centro. La mala fortuna y mi suerte adversa, que quizá sean lo mismo, hicieron que en el tarot figurara un esqueleto con una guadaña que desde una lápida me sonreía.

El vidente miró compungido, me cogió las manos y, con voz lastimera, dijo:

—Veo una muerte cercana; una muerte próxima.

Miré a mi amigo con cara de qué broma es esta. Guillermo casi se cae de la silla. Levantándose preguntó atropelladamente:

—¿Quién es? ¿Cuándo? ¿Se trata de…? —preguntó abrazándome.

—No, no es usted, descuide —me tranquilizó el brujo—. Pero siento que alguien muy cercano morirá. Tenía que decírselo. De aquí a diez días —añadió gratuitamente.

Nos fuimos compungidos, condenando la maldita sabiduría que nos hacía conjeturar. Maldiciendo el momento en que decidimos visitar a un hechicero.

Durante varios días, repasamos la lista de toda la familia, de los amigos cercanos, de los vecinos más allegados. Podía ser cualquiera.

A la semana justa nos enteramos que el adivino había muerto.

La trascendencia del haiku

La trascendencia del haiku

Una de las características del haiku es su intrascendencia. El haiku es una estrella fugaz, el paso de una mariposa, una campana lejana. El haiku es objetivo, es una imagen, una instantánea, ausente de pasión. No pretende ir más allá de lo que dictan las palabras que le pertenecen. Carece de pensamiento abstracto.

Ahora bien, puesto que convenimos que el haiku está concatenado directamente con el budismo zen y con sus enseñanzas, con la mente del poeta y con su necesidad de contar agradando, no hay más remedio que hallar un punto de relevancia en el poema.

La poesía oriental no es tan evidente para nosotros. Es simbólica, aunque no por ello vamos a restarle profundidad. El simple hecho de concentrar un chispazo visual en diecisiete sílabas; el simple hecho de tratar la naturaleza en un plano intenso nos lo demuestra. Para Blyth, estudioso de la poesía japonesa en el Reino Unido, cuando se toma una cosa todas las cosas se toman con ella. “Una flor es la primavera; una flor que cae contiene la totalidad del otoño…”.

Así, esta característica de profunda trascendencia, la podemos encontrar en versos clásicos de los primeros haikuístas, en traducción de Antonio Cabezas:

Que ya es verano 
no le digas, tormenta, 
a los cerezos.

(Sogi, 1420-1502)

Aunque haga frío 
no te arrimes al fuego.
Buda de nieve.

(Sokan, 1465-1553)

No tiene nada 
mi choza en primavera.
Lo tiene todo.

(Sodo, 1641-1716)

El occidental, en cambio, necesita dotar el haiku, como toda la poesía de nuestra latitud, de un carácter trascendente y filosófico, de un guiño o un doble sentido, proponiendo más de lo que se dice, diciendo más de lo que se propone, entroncado sutil o manifiestamente con la filosofía, ideología o sentimientos del poeta:

Los que caminan
sobre ríos de vino
a veces flotan

(Rincón de haikús, Mario Benedetti)

Dos tazas vacías
en la mesa de fondo
guardarán el secreto.

(Nicole Lafourcade)

Patera y balsa.
De Marruecos a Cuba,
la vela es parca.

(Villarino de los Aires, 1944, José-Miguel Ullán)

Siguiendo estas tradiciones, me atrevo a insertar:

Indiferente;
se desprenden las hojas
sin hacer ruido.

* Benedetti en la foto.

Si te vistes de blanco y de rocío

Si te vistes de blanco y de rocío
en el amanecer de nuestro tiempo
y provocas en mi alma sentimiento
de ilusión por haberte conocido;

si te dejas llevar en mi anarquía,
ordenado desorden que me embarga,
asociaré tu cuerpo a mi desgracia
que antes de ti constituyó mi vida.

Entretanto no me planteo nada,
porque el amor es ciego y la justicia
escasa. Tanto afán que me adelgaza;

loco, muy loco, estoy por tu caricia
ya olvidado e inútil me desplaza
castigado de amor y de presbicia.

Yahvé

yahvé puso el disco de prohibido al manzano tal vez

fuera el único frutal de esta especie y posiblemente

tuviera sólo esa manzana el fruto es más tentador por

estar vedado ese edén no era tal paraíso dios y la

serpiente montaron la escena yahvé fue el sádico ella

quiso un imposible a él le faltaba una costilla por la

tierra pasaba un río y al torrente le faltaba un poco de

barro y el amo perdió un soplido fue la negación de

la negación eva antojada de caín cansada de yerbas y

raíces amó la manzana pero estaba muy alta satanás

quiso aparecer en el mundo y nació caín con su estigma

la señal de la minoría la huella del superhombre símbolo

del poder del señor de las tinieblas el primogénito venció

a abel sufrió al hacerlo pero su ejecución era imprescindible

era parte del juego no tenía opción era su sino estaría

profetizado con su estigma que era el de eva belcebú y dios

y sería el de calígula y judas y amén pudo ser un juego

donde el que gana pierde y el que pierde arrostra su suerte

y alguien lo escribió sobre las gradas del templo ella

inmaculada pisará la cabeza de la sierpe pero el ángel

caído siempre está cayendo y el poderoso sigue condenando

árboles y sombras el cieno y el barro auparán otra costilla

sedienta de un nuevo estigma y el juego se repite

baja a la tierra la segunda persona engendrada y no creada

hija del padre que pasó cuarenta días desérticos y sus

gélidas noches y empuñó un látigo levantó a lázaro de los

brazos de su amada y no yació con la magdalena

murió por costillas y por limo soplos y estigmas prosiguió

su lúdico devenir por la calzada de emahú la semana

siguiente fue peregrino y salvó a sus amigos judas no quiso

entregarlo pero así dictaba el juego luego ahorco a su

estampa no lo fotografiaron y tomás que era joven

no se lo creía tocó el pecho de su hermano y se llenó

de llaga y el séptimo día descansó partió pan que era él

sirvió vino que fue su sangre y lo dio a los demás

yahvé vio que todo lo que había hecho era bueno

* Quizá tuviera 20 años cuando escribí este poema libre donde los haya (a Enrique Molina le gustaba).

Bámbola

Bámbola

Me lo contó como algo trascendental mientras paseábamos. Del cuerpo habíamos pasado a la razón y, después de manifestar su futilidad, habíamos aterrizado en el alma. En un bar de carretera, acudió al aseo para enjuagar unas uvas que había comprado por el camino y en ese momento le apetecían los granos tintos en vez de tomar cualquier otro aperitivo. Sus amigos se quedaron en la barra apurando sus consumiciones. Frente al lavabo, cuando el espejo reflejaba inconscientemente su imagen y el agua corría libremente entre las frutillas granate, le pareció percibir algo, quizá un reflejo, puede que su propia imagen. Estaba cansada y volvería a dormirse en el coche cuando emprendieran el camino. En el mismo instante de cerrar la puerta con el pie, a dos centímetros de su cara, encontró otro rostro, exuberante, de dientes dorados y exceso de maquillaje, que, saliendo del aseo de señoras, a la derecha, según reflejaba el azogue, con una voz gruesa le dijo: “Cómo estás, preciosa”. Ella, emocionada por la situación, deseosa de no se sabe qué y con algo de miedo, se vio a sí misma en la sombra de esa prostituta drogada buscando sexo a granel. “Cómo te llamas”, continuó la aparición. Ella, casi intimidada, le dijo su nombre, preguntando a su vez el nombre de su asaltante que dijo llamarse Bámbola, como el título de una película. Era grande y elegante. Se tambaleaba rosa y carmín. Las manos se le iban de las piernas a los pechos. La chica de las uvas, con un miedo inexplicable, para ocultar su nerviosismo, elevó el racimo entre las dos y le ofreció unos granos mientras ella se comía otros para rellenar esa inestabilidad. La buscona le dio las gracias y, arrancando tres uvas, propuso darle un beso. Un no titubeante culminó el encuentro. La joven, que ya había advertido que era un travestido, salió del baño con ideas encontradas, advirtiendo que algo suyo, presente o porvenir, quedaba en aquel lavabo.

El principio de contraste en el haiku

El principio de contraste en el haiku

Ya he hablado de sutiles elementos en la conformación del haiku que muchos practican por la belleza imaginativa que destilan.

Para ilustrar este contraste, quizá antagónico al principio de comparación interna que ya vimos, he seleccionado un poema de Bashoo, traducido por Rodríguez-Izquierdo: El cuervo, tan horrible / de ordinario, ¡también / sobre la nieve, esta mañana!

Aparte de la intensidad que hallamos al imaginar un punto negro sobre el inmenso blanco, aquí encontramos otra nota del haiku, o sea, la búsqueda en determinados momentos del llamado feísmo. Elementos poco poéticos pueden cobrar un valor de hermosura, como en este caso el cuervo. Pero también se le ha cantado al sapo, al estiércol o a la asonada de nariz.

Francisco Monterde, presidente de la Academia Mexicana de Letras, en un viaje a Japón, escribió un haiku (publicado en 1962) rescatando la misma imagen del maestro y, por ende, este contraste: ¡Qué nota blanca! / En la verde llanura / plumón de garza.

Quiero hacer notar aquí el empeño rítmico y rimado de los haikuístas tanto en lengua española, como francesa e inglesa, mientras el poemita japonés raramente concede atención a esos extremos.

También, podíamos encontrar cierta analogía entre los dos poemas citados y este del poeta español, de la Generación del 27, José Juan Domenchina: Pájaro muerto: / ¡Qué agonía de plumas / en el silencio!

Aquí, sin embargo, el contraste del haiku es menos material, más intuitivo y alegórico.

Hace tiempo, con estos mismos cánones, elaboré mi haiku de contraste (también rimado, raro en mí, siguiendo la tradición occidental):

Grises de invierno,

donde estalla violeta

algún almendro.

Más sobre el haiku

Más sobre el haiku

Otro apartado me gustaría poner en evidencia sobre el haiku, que tiene que ver con su estructura y su contenido filosófico, incluso sobre su sentimiento religioso, según Bashoo (primer gran maestro del haiku).

Me refiero al principio de comparación interna. Existe un paralelismo entre los dos primeros versos y el tercero o entre el primero y los dos últimos que le aporta al haiku un doble significado.

Reproduzco unos versos de Buson encontrados casi al azar: La corta noche; / sobre la peluda oruga, / gotas de rocío.

El poeta hace un paralelismo entre el breve rocío que se forma entre los pelos de la oruga y la efímera noche de verano; su paso irremediable.

Nuevamente recojo el haiku de Bashoo que puse en la entrada anterior, que me dará pie para hablar de otra de las teorías intrínsecas: Un viejo estanque; / al zambullirse una rana, / ruido de agua.

Octavio Paz expone que en el haiku existe un planteamiento de tesis-antítesis-síntesis materializado formalmente en sus tres versos. Así, uno de sus enunciados expresará el silencio, la pasividad, la neutralidad, la ausencia; otro, al contrario, será vida y alarma, grito y estridencia; para desembocar en un tercero cuyo resultado es la incidencia de los dos anteriores, uno sobre otro, su efecto.

De esta manera, volviendo al dictado de Bashoo, diremos que el estanque es el elemento pacientre y el salto de la rana es la parte dinámica. El resultado del segundo verso sobre el primero desemboca en el tercero, o sea, en las ondas que ha producido en el agua serena.

Humildemente, apunto a continuación un haiku de mi cosecha donde se puede ver claramente esta fórmula:

Blancas ardillas

hacen del tronco herido

su madriguera.

* Ilustración: retrato de Matsuo Bashoo.

Los caminos del haiku

Los caminos del haiku

Llevo cultivando el haiku —mis íntimos lo pueden constatar— desde hace posiblemente más de treinta años, cuando quizá no estaba aún tan de moda, conociendo la imposibilidad de causar un tigre, como diría Borges. Me llegó de la mano de Octavio Paz y su pequeño ensayo Tres momentos de la literatura japonesa, inserto en Las peras del olmo. Allá en México ya tenían tradición, con Juan Tablada y Efrén Rebolledo, de componer haiku, llegado indirectamente de tradiciones francesas e inglesas en las primeras décadas del siglo pasado.

Es difícil traducir poesía de otra lengua, pero, cuando la grafía se muestra distinta, se multiplica ese esfuerzo. Ya lo decía Virginia Wolf en el prologo de su traducción de la Odisea: “Es inútil leer el griego en traducciones; el traductor apenas puede ofrecernos una vaga equivalencia”.

El rizo se riza cuando el idioma se escribe con ideogramas, como es el caso del japonés que nos ocupa, conformando al poema en una suerte de expresión plástica. Así, el haiku es pura imagen. No sólo por la impresión del chispazo lírico que muestra su contenido o la elección de las palabras, sino también por la belleza formal de su construcción material que entronca con el caligrama. (Es compatible, más de lo que podemos pensar, que el haiku acompañe a una aguada o algunos toques de acuarela, llamados haiga, o viceversa).

El haiku es un poemita breve de origen japonés que, como he dicho, está muy relacionado con la idea zen de la iluminación o satori. Según Fernando Rodríguez-Izquierdo, en El haiku japonés, es una “miniatura literaria”.

Su contenido puede ser muy variado, pero tiene unos rasgos fijos que, si no se respetan, evidentemente estaríamos creando otro producto. Sin embargo, a lo largo del tiempo, todas estas normas han sido transgredidas de alguna u otra manera por los grandes haikuístas del país del Sol Naciente, sobre todo a principios del siglo XX con la revolución de los ísmos en Europa y su repercusión en Oriente. Hoy día también la manga es ancha y a veces no se respeta ni la medida identitaria.

De este modo diré que las características del haiku pueden ser volubles si el espíritu es auténtico. Tanto los grandes poetas japoneses (Bashoo, Issa, Buson, Shiki) como los occidentales (Jules Renard, Ezra Pound, Tablada o Machado) que han practicado esta versificación se han saltado las reglas en algún momento.

Las dos características principales del haiku son: en primer lugar, su aspecto formal que consta de 17 sílabas dispuestas en tres versos de 5, 7 y 5; y segundo, su contenido, que debe dar una idea de estación (kigo) en alguno de sus versos. Son cinco momentos a tener en cuenta: primavera, verano, otoño, invierno y año nuevo, aunque no siempre son necesarias estas palabras en concreto. Por ejemplo la libélula simboliza el verano y las flores del cerezo la primavera (hay verdaderos diccionarios de kigo en Japón); no hace caso de la rima ni del ritmo; no tiene título; tampoco debe tener más de dos focos de atención.

Aparte de estos dos puntos esenciales suelen tenerse en cuenta otros aspectos: el haiku está emparentado con la naturaleza y la observación; es objetivo e intrascendente, ausente de pasión, carece de pensamiento abstracto; en general emplea sustantivos, ni adverbios ni adjetivos ni verbos que no sean infinitivos o gerundios; tampoco utiliza signos de puntuación (aunque sí algunas palabras de cesura, kireji, que incide en la intención y los estados de ánimo del poeta).

Llevo cultivando el haiku desde hace posiblemente más de treinta años, aunque no tengo mucho más de un centenar de poemitas que participen de sus esquemas (este blog está salpicado de ellos); y confieso que, como haikuista iniciado, quebranto de vez en vez algunas de sus normas, aunque no su intención. 

* Haiku clásico del maestro Bashoo, que viene a sonar: "Furuike ya / kawazu tobikomu / mizu no oto", que se traduce, según Rodríguez- Izquierdo: "Un viejo estanque; / al zambullirse una rana, / ruido de agua".

El hombre más viejo

El hombre más viejo

En la primera parte (Los hombres) de En un pozo chico, aparece un cuento brevísimo que sólo apunta la cortedad de la vida.

―El hombre más viejo, más viejo de la tierra, tan sólo llegó hasta los ciento veintidós años. Se apagó definitivamente en la canícula de un verano de vil sequía. Se llegó a agostar con los primeros calores, hasta secarse del todo antes que asomaran las primeras lluvias ―le contaba la joven tortuga a su hermana pequeña en su trescientos quince cumpleaños.

* Cuento 25 de En un pozo chico. Para descargárselo en TransBooks (iTunes o Amazon).

14 de febrero

14 de febrero

También tuve tiempo en la compilación de cuentos de En un pozo chico de dedicarle un texto a este día malhadado:

El viejo Walt llamó con tiempo al restaurante para encontrar mesa. Menos mal, porque ya estaba casi todo reservado para la noche de ese día tan señalado y, aún más, después de una oferta tan suculenta del establecimiento. A saber, un menú de lujo, con “vino a elegir y/o una botellita de champagne, un regalo sorpresa, música en vivo y baile final”, a un precio más que razonable. Con el aliciente de que la pareja acompañante pagaba nada más que el cincuenta por ciento.

No se podía resistir. Era una oferta suculenta. Cómo dejarla pasar en este día de san Valentín.

Los enamorados más despiertos llamaron en cuanto se comenzó a difundir la noticia en la radio y en la prensa locales. A los dos días de la oferta, en el restaurante se colgó el cartel de completo, no hay plazas, el año que viene tendrán una nueva oportunidad, póngase las pilas, váyanse a otro sitio.

Llegado el día, Walt no se demoró en el trabajo ni se entretuvo en la taberna de la esquina, como siempre. Con los compañeros se invitó al mediodía, para, después no entretenerse si alguien sugería una frecuencia líquida.

Tampoco ese día fue al gimnasio, al que acudía martes y jueves para mantenerse en forma, para quitarse el estrés de toda la semana, para ampliar su círculo de amistades.

Al llegar a casa, se dio una ducha bien larga, recibiendo el agua caliente sobre la cabeza, en reposo. Era un placer. Se perfumó la gran barba, que ya caneaba, y se la llenó de margaritas. De esas margaritas blancas, muy pequeñitas. La ocasión lo merecía.

Se lavó los dientes y se vistió con traje nuevo, aunque informal, crudo, con el ojal preparado para engarzar una flor, no sé, un ramito de pensamientos.

Se roció moderadamente con agua fresca de Adolfo Domínguez (o alguna parecida) y se peinó a su manera, como que parecía que no. O sea, quedó perfectamente despeinado, como acostumbraba, impelido por su pelo rebelde. Hizo un guiño al espejo y salió de casa con la sonrisa puesta. Bajo su sombrero, sus ojos claros también sonreían.

Andaba despacio. Tenía tiempo. Llegó al restaurante con veinte minutos de antelación.

Buenas tardes, se presentó, una mesa reservada a mi nombre, a las nueve treinta. Era el principio de su noche gloriosa.

Sí, ahora mismo, contestó el mesero a quien le quedaba pequeño el traje negro y grande la corbata. Lo guió a un rinconcito no muy privilegiado, pero con cierto sabor íntimo y se ausentó mientras el comensal se acomodaba y cogía la carta.

Volvió.

Voy sirviendo los entrantes o esperamos a la señora, preguntó mecánicamente el camarero.

Empiece a servir, decidió Walt, no  espero a nadie.

¿No espera a nadie?

Ya me ha oído.

¡Pero ha cogido una de nuestras ofertas para enamorados!

Sí, ¿algún problema?

Ninguno, señor Whitman*.

* Estoy enamorado de mí, hay tantas cosas en mí que son tan deliciosas (poema 24 de Hojas de Hierba de Walt Whitman).

Último haiku

No lo concibo,

me ha hecho desgraciado

quien feliz me hizo.

Lo que nos preocupa

Lo que nos preocupa

Otro cuento brevísimo de la segunda parte de En un pozo chico es también un tanto surrealista. Su comicidad entronca otra vez con la idea de la muerte y su ausencia de yerro.

No nos preocupa que el abuelo Francisco, con el tiempo, haya decidido salir todas las tardes en contra de sus hábitos. No nos preocupa que se tome una copa de aguardiente en un café del centro mientras compone poemas como un adolescente. No nos preocupa que una vez por semana, el día del espectador, se asome a la pantalla de un cine tras guardar una cola indecorosa. Lo que nos preocupa es que el abuelo Francisco es abstemio y lleva dos años enterrado.

Se puede descargar el libro a través de la página de TransBooks.

Un banco en el paseo

Un banco en el paseo

me recuerda mi suerte:

en verano se encuentra

bajo un completo sol;

en invierno recibe 

la sombra que proyectan

unas viejas coníferas.

Una sonrisa en el infierno

Una sonrisa en el infierno

Uno de los cuentos de la segunda parte de En un pozo chico es este microrrelato, al que le tengo un cariño especial por su sencillez trama y por el absurdo final que redunda en la insatisfacción y el conformismo a que nos tiene acostumbrado el mundo.

Condenado a muerte. Emplazado a formular su último deseo. Sin titubear, como aprendido de antemano y ensayado hasta la saciedad ante el espejo ajado de su celda en el corredor de la muerte, pronunció un contundente solomillo de ternera a la pimienta poco hecho con guarnición de patatas y, añadió a continuación, cual partícula indivisible, y lavarme los dientes a su término.

El juez que lo interrogaba, más legalista que su nombre, denunció ante el ajusticiado que su petición no correspondía con un solo anhelo, que, seguramente apremiado por la golosina de la gracia postrera, se había recreado en la súplica del doble antojo de una sustanciosa comida y el posterior cepillado de la boca.

Al cabo de unos minutos, el reo recibió la inyección letal con el estómago vacío, pero con los dientes limpios.

Un par de fandangos

El fandango es una verdad que arroja el cantaor ante el que escucha.


No se va de la memoria,

que por momentos yo me hundo,

lo penoso de esta historia:

que el infierno es más profundo

cuando he vivido en la gloria.

 

Tengo que cambiar de rumbo,

parece una tontería:

ahora yo te confundo,

pero antes tú me querías;

me está maltratando el mundo.

Galatea y Pigmalión

Galatea y Pigmalión

En un pozo chico comienza con una cita de Savater que dice: “Demasiado cuento para que me salgan las cuentas”.

Está dividido en dos partes casi arbitrarias: “Los hombres” y “El pozo”. Dos segmentos convencionales, que participan el uno del otro; si bien “Los hombres” tienen, lo que podíamos llamar, un nombre propio; “El pozo” por su parte reúne cuentos algo más existencialistas y sin protagonismo definido.

El porqué del título es una buena pregunta. Surgió del zorongo gitano recogido por García Lorca, que define la luna como un pozo chico.

Quise introducirme en esa sima tan familiar como distante, ofreciendo cuentos de muy corta extensión pero con vocación de profundidad y pensamiento.

Sigo exponiendo en este blog, quizá repetidos, alguno de sus textos, como esta revisión tan soñada como tangible del mito de Galatea y Pigmalión:

Pigmalión jugaba al fútbol en un modesto equipo de provincias. Galatea acudía al estadio para verlo entrenar. No adivinaba hasta qué punto estaba enamorada. En realidad no sabía a ciencia cierta qué era el amor. ¿Un continuo goteo que va llenando una vasija interminable? Pero ella no conocía estos versos ni cualquier otra aproximación a la teoría del sentimiento. Cuando más le gustaba era después del entrenamiento, cuando se aproximaba a ella, se despojaba de la camiseta y, con el torso bañado en plata, la besaba suave. Pidió al cielo que ese momento fuera eterno. Rogó a la diosa que congelara el instante sublime de aquel beso. Ahora Pigmalión es una bella figura de mármol blanco que se asoma a la alberca del jardín donde Galatea eterna sueña el amor.

No desprecies a la culebra por no tener piernas

No desprecies a la culebra por no tener piernas

En un pozo chico es una compilación de cincuenta y cinco cuentos breves en apenas ciento cincuenta páginas. Algunos de ellos son muy antiguos, de hace más de veinte años, hechos y rehechos hasta el momento, pero la mayoría son contemporáneos.

Los que ocupan menos espacio, y no todos, los iré publicando en está página a modo de escaparate. Puede que suenen algunos textos, y es que ya, un día u otro, los he ido presentando en volandovengo.

No obstante, no está de mal recordarlos. No obstante, con espíritu heraclitiano, resurjan como novedosos.

Quién lo ha visto y quién lo ve. Era, como si dijéramos, el tonto del barrio. Un día llegó con la mandíbula abierta y la lengua gorda que se derramaba fuera de la boca, ofreciéndonos monedas y comiéndose los papeles de los anuncios publicitarios arrancados de paredes leprosas. Era grandote y grueso, torpe y sin entendederas. Bien lo echábamos de nuestro lado, bien lo llamábamos para reírnos al punto de sus desvaríos. Si no llevaba la baba colgando, se le caían los mocos, que mal limpiaba con el mismo pañuelo sucio con que se enjugaba la boca. Lo mandábamos a comprar tabaco, a tocar el culo de las niñas u otro sinfín de pruebas a superar para entrar en un supuesto club al que nunca tendría acceso. Detrás de las cristaleras de su portal, se asomaba sobándose los genitales al paso de alguna chica. La Rosa, fresca y hermosa, se preguntaba por qué el pene más grande pertenecía siempre a necios y tarados. Divulgó, como si fuese una broma, que era su novio y, de esta manera, se lo llevó a la cama. A lo primero reconoció que era tonto sin remedio, que no se quitaba la gorra ni para follar; pero después no pudo pasar de unos encantos tan inocentes como descomunales. Llegó el día que su fama corrió y lo tuvieron por montura todas las mozas del barrio y las de los alrededores, ennoviadas o no. Un buen día, los chicos casaderos del lugar le dieron una paliza que casi lo revientan de celos y pura envidia. A raíz de esto, sus padres se lo llevaron lejos. Bastante tiempo después regresó convertido en un notario de prestigio, con el coche más lujoso que hubiéramos visto y una elegante morena por mujer. Cuentan que fue idiota por un golpe de pequeño o por un letargo voluntario al contemplar la violación de su madre. Un desajuste en el cerebro que se reajustó, probablemente, después de la magna paliza de sus cornudos vecinos.

De nuevo

De nuevo

A los seis meses justos de haber cerrado "definitivamente" este blog y después de muchas peticiones y ruegos de los usuarios para que se volviera a abrir (sin dar mi brazo a torcer), los últimos acontecimientos me impulsan a su reapertura, en un principio tan sólo para dar a conocer un libro de cuentos que he publicado recientemente en modo digital (En un pozo chico), en la editorial TransBooks; pero, ya puesto, no cabe duda que se me desprenderán otros artículos, más si esta página tiene su sentido en torno al flamenco.

En principio, como he dicho, aquí está el link de este librito de cuentos, que le debe bastante al blog volandovengo y a sus lectores, donde se puede descargar para tabletas y esas nuevas maneras de acercarse a la literatura, bajo las plataformas iTunes y Amazon: http://transversales.es/transversal/TransBooks/TransBooks/Publicaciones/Entradas/2012/12/26_En_un_pozo_chico.html

Y, aunque un resumen del prologo de Alfonso Salazar, presenta este enlace, no está de más que vuelva a reproducirlo:

«En los cuentos de “En un pozo chico” sobrevuela el sinsentido de la vida, la mueca ridícula del suicidio frustrado, la fina tela de araña que es la vida, donde el mínimo aleteo de la mariposa ocasiona la debacle de la muerte. Y los engaños amorosos, la fracasada vida de la apariencia, el giro inesperado, el error que traído por la casualidad deviene en el fin de las cosas dispuestas. Sin embargo, esta descripción cirujana de la condición humana, desenfocada a veces por el convencimiento de los personajes, no hace sangre donde comienza la ruina: tras la muerte queda una sonrisa, y ésta triunfa en la narración de la dureza, de la podredumbre, del fatal destino. 

»Entre apariciones de muertos y personajes que ya estaban muertos en vida, Jorge desbroza la muerte como último acto de la vida, y como necesario sentido explicativo de todo lo anterior. El fin justifica el pasado. Pero no lo hace con crudezas innecesarias, no existe la vocación de una pluma herida, una escritura que supure la tristeza y desengaño del propio escritor a modo de terapia casi gratuita. Las narraciones de Jorge juegan a la sorpresa, a la sorpresa misma de la vida, con una cadencia que contiene la ironía, el chiste exquisito -ni corto ni largo-, que busca distanciamientos y sobre todo, la complicidad: esa sonrisa necesaria para sobrellevar a veces los días y las noches en compañía de la voz del autor, en el íntimo acto de la lectura, que es donde Jorge se coloca a la hora de escribir.»

Post scriptum.- Lamento la ausencia, pero debía reencontrarme a mí mismo o perderme del todo antes de continuar mis andanzas. Sé que he perdido muchos lectores y que me costará recuperarlos, pero nunca he buscado la gloria ni deseo hacer crecer ningún tipo de estadística ("a la minoría siempre", ¿recuerdan?).

Una letrilla por soleares

No soy débil ni soy fuerte,

te lo tengo que decir,

tan sólo es la mala suerte

que se apodera de mí.

La señora de Ibáñez

La señora de Ibáñez

La señora de Ibáñez esperaba a que su marido, el señor Ibáñez, se fuera a trabajar para, ella, sacarse un sobresueldo ejerciendo de cantonera en una calle próxima a su casa, pues el señor Ibáñez tenía un empleo fijo en el que echaba las horas que echaba, o sea, el señor Ibáñez era conductor en las líneas de autobuses urbanos que, a pesar de no tener un recorrido muy tedioso, que se limitaba a transitar por las calles céntricas de la ciudad y no por los barrios conflictivos, como alguno de sus compañeros, estaba asaz fatigado de coche, de ciudad y de gente, pues bien mirado ser conductor de autobús urbano es un trabajo cansino y, aunque le gustara el volante, eso en realidad no era conducir, cada quinientos metros o así había una parada, gente arriba, gente abajo, preguntas, protestas, incomprensiones… un martirio, por eso, antes de incorporarse al trabajo, visitaba alguna de las pajilleras que se apostaban al otro lado de la ciudad, donde la empresa tenía los hangares que resguardaban la flota de autobuses y religiosamente todas las mañanas aliviaba su libido acumulada en la entrepierna durante una noche abnegada, a resultas que con su mujer, la señora de Ibáñez, hacía tiempo que no practicaba el amor como al principio, porque al principio sí, varias veces al día incluso, cuando el tiempo lo permitía, se entiende, pero al cabo de unos años, que el señor Ibáñez no sabría precisar, se acabaron las relaciones maritales y aún todo contacto físico, pues por más de tres años estuvieron intentando los señores de Ibáñez tener descendencia, pero nunca les favoreció la fortuna, pues a la mala suerte y no a otras causas achacaban su esterilidad compartida, hasta que un buen día se dieron por vencidos, tiraron la toalla como quien dice, y no sólo no yacían para procrear sino que no entremezclaban sus cuerpos ni para aliviarse un poquito, como si se tuvieran un ancestral rencor solapado, que suponía la única tirantez, porque por lo demás se llevaban bien, era, lo que se puede decir, un matrimonio bien avenido, menos en el sexo, como estamos comentando, lo que erosionaba el comportamiento de ambos conyugues, ella, como ya se ha dicho, hacía la calle cerca de su casa, para incluso atraer a los clientes a su mismo tálamo, él, como también sabemos, buscaba la compañía y el calor puntual de las putas urbanas, pero ninguno de los dos conocía esta secreta actividad del compañero, puesto que la señora de Ibáñez lo creía subido al autobús en una jornada aburrida e interminable, dando vueltas y más vueltas por la ciudad, recogiendo y entregando a gente anónima en sus respectivas paradas y aguantando, según él le dijo, a usuarios caprichosos o amargados, con ganas de complicarle la vida a los demás, mientras él la pensaba en su hogar, como buen ama de casa, realizando sus labores propias o viendo algún serial televisivo o saliendo a desayunar con sus amigas, y las compras que hacía y los caprichos que se daba los achacaba a lo buena administradora que era, a su ahorro de hormiguita y a su manera de estirar el dinero viendo la oferta allá donde saltara y aprovechando la ganga como si la hubieran propuesto para ella, creando así entre los dos de la ignorancia un grado extremo de la felicidad, hasta que un día que se hizo tarde por trasnochar la noche anterior, por ejemplo, o porque el despertador no sonó a su hora, vete tú a saber, aunque no tiene importancia ninguna en esta historia, el señor Ibáñez decidió visitar a las rameras próximas a su casa para llegar al trabajo con la tarea hecha, de modo que se despidió de su mujer y despacio fue recorriendo la avenida como un sabueso, mientras la señora de Ibáñez, a la que también se le hizo tarde para ocupar su puesto, se vistió rápidamente como solía, o se desvistió lo habitual, para correr por un atajo en busca del primer cliente que cubriera un supuesto cupo diario que se habría fijado, aunque llegara más acalorada que de costumbre o un poco más alterada, que no era su costumbre, y pararse en la esquina para insinuarse al paseante que precisamente venía buscándola a ella o a otra parecida haciéndose como la encontradiza pero que en realidad ella era la buscona, aunque esperara más o menos rato al final llegaría, y llegó, pero quien llegó fue el señor Ibáñez que se sorprendió de verla en ese lugar y en ese estado, al igual que ella, la señora de Ibáñez, se asombró de verlo a él en ese lugar y en ese estado y cómo los dos andaban buscando con un hambre inusual que ninguno supo disimular, ella componiéndose se mordió el labio, como cuando estaba nerviosa, hablando de rebajas y él, mirando al suelo como avergonzado, que lo habían llamado para que se incorporara al trabajo una hora más tarde, sabiendo los dos que estaban mintiéndose y que su oficio y rutina eran los que sospechaban y se dejaba ver a primera vista que, entre tartamudeos e incomodidades, se propusieron tomar un café, pero, pensándolo mejor, fueron a casa para hacer lo que hubieran hecho si no se hubiesen encontrado, con un resultado más que satisfactorio y con deseos de continuidad, hasta que ya se puede decir que la relación de los señores de Ibáñez es perfecta, sobre todo en lo referente al sexo.