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El finito infinito o viceversa

El finito infinito o viceversa

Imaginemos un cuaderno en el que hemos anotado en su primera página la palabra ‘infinito’ e incluso en su portada esas mismas letras. Tendríamos un cuaderno infinito. Pero, ¿y si pasamos las hojas? El papel está en blanco, a no ser que rellenemos todos los espacios con ‘infinito’. Así, puede que esa libreta fuera infinita hasta que se acabara. Ergo tendría fin. Podíamos entonces numerar sus páginas. En la primera, nada vez abrir el cuaderno, pondríamos el número uno (1). En la siguiente, detrás de esta primera, que quedaría a la izquierda, apuntaríamos un dos (2). Su paralela, a la derecha, la tildaríamos con el tres (3). Y en su reverso pondríamos el cuatro (4) o unos discretos puntos suspensivos (…), para, en la última página, colocar debajo, en pequeñito, como en el resto del cuaderno, el número ‘ene’ (n), un número indeterminado, que nos da nuevamente la idea de infinitud.

El mundo, es más, el universo termina donde acaba nuestra capacidad para imaginar su extensión. El infinito, la eternidad, se encuentran en nuestra mente. Cuando morimos, se ha acabado la vida, pero la vida sigue.

Escribí un poema un día (mediocre, como suelen ser mis poemas) de un soldado en plena campaña, sufriendo penalidades y cometiendo atrocidades, rogando para que acabará pronto la contienda. De pronto, una ráfaga le abre el pecho y le siega la vida. En ese momento, para él, la guerra ha terminado.

Borges, siguiendo una idea de Aristóteles o de Plínio o no sé exactamente, decía que los animales son inmortales puesto que no tienen noción de la muerte.

Igualmente, cuándo somos niños, adolescentes, jóvenes, somos temerarios pues creemos en una relativa eternidad. Vemos el fin tan lejano que podemos jugar en la cuerda floja, en el filo de la navaja. Es la ruleta rusa que, a medida que crecemos, aloja más balas en su cargador.

La eternidad es relativa. Nicolás de Cusa decía que toda recta era el arco de un círculo infinito. El mundo comienza cuando venimos a él. Hay quien piensa que no hay pasado, que no existe tampoco el futuro. Simplemente el hoy es real, lo que estamos viviendo que, cada segundo que pasa, deja de existir. Zenón de Elea afirmaba que el espacio y el tiempo eran técnicamente imposibles, y lo demostraba con la paradoja de Aquiles y la tortuga. Pensemos, para que pase media hora tiene que pasar la mitad, o sea, un cuarto, y, para que pase este cuarto, es necesario antes haber vivido la mitad, y antes la mitad de ésta. Así, hasta infinitas mitades, lo cual es imposible.

Somos finitos como Dios. Dios existe desde que creemos en él y muere con nosotros. Aunque ha sido desde siempre, y siempre será. Vive en otras personas. Pero al igual que Borges y que Plínio y que Zenón y todos los que se han ido.

Uno de los deseos de la humanidad ha sido tener vida eterna. La Fuente de la Eterna Juventud mana en diferentes lugares, hasta en el infierno. Comúnmente aceptada es que se encuentra en la Florida, junto al río Macaco, pero nadie ha dado con ella. Seguirá siendo un mito, como la piedra filosofal, como el holandés errante, como las minas del rey Salomón… Pero no perdamos las esperanzas que, en cambio, éstas sí son eternas.

Relativity, M.C. Escher.

Septimio de Ilíberis

Septimio de Ilíberis

En este mes saldrá publicada mi novela ’Septimio de Ilíberis’. Dejo, como anticipo, el primer capitulillo y un enlace donde lo van leyendo, para facilitar las cosas:

Con una mano sujetándose el vientre ya cumplido, y con la otra arrezagándose las ropas en las aguas canoras del río Síngili, algunos metros más abajo de donde las mujeres de los alrededores peonaban hasta el atardecer en los lavaderos de oro, se acercó con cuidado para no resbalar en las hermanadas rocas que sujetaban entre junqueras y grandes cantos rodados los ardides fluviales, para ver cómo había ido la captura de la jornada. Una paleta de madera bien dispuesta entre los dientes le serviría, en caso de necesidad, para rematar al escamoso que emprendiera la fuga.

En momentos como esos, anhelaba las virtudes del pulpo flexible con sus ocho tentáculos adiposos que facilitaran su tarea, y de paso, por qué no, sus tres corazones para repartir un querer que con los años había aprendido a dosificar y distribuir de la forma menos dolorosa posible. A una mujer se le acorta la vida conforme le crece el corazón.

Hacía rato que la anochecida había difuminado los últimos rayos de un sol que en esta época se rezagaba para abandonar la esfera celeste. Mientras la cristalina y gélida corriente, venida de cumbres de nieves perpetuas, le mordisqueaba los dedos de los pies y las bajeras de sus muslos, pudo comprobar que en la nasa tan sólo se debatía una lamprea que la miraba atenta con sus nueve ojos, como avisándola de que un pez corpulento se hallaba más al fondo. No quiso arriesgarse. Un siluro, con su boca grande, poblada de varias carreras de dientes, era capaz de embestir y trastornar a un caballo que pasara en descuido a su lado.

Volteó entonces la trampa de mimbres entrelazados y desanudó su fondo dejando escapar a los dos ocupantes y a una pequeña carpa inadvertida que se esquinaba tras el bicho. La crudeza de su hígado, de haber atrapado al fisóstomo, hubiera supuesto un beneficio añadido a sus últimos momentos de gestación.

En general era buena paridora. Los dos hoyuelos bajo su espalda así lo confirmaban. Llegó a tener y criar catorce hijos, sin ayuda de lechuza cocida que le colmara los senos, aunque en sus comienzos, cuando la vida demanda experiencia, perdió las dos primeras criaturas, hembras a la sazón. El fruto no era vano, sin embargo. Los retoños nacieron enteros y con ansias, sin problema alguno, pero se fueron secando durante las primeras horas de vida, hasta que, antes de traspasar el umbral del séptimo día, se agostaron definitivamente y volvieron a la tierra, para nuevamente ser tierra al pie de las moreras.

Su llanto fue ahogado y cauto, había que seguir adelante. Era delgada y huesuda, joven y valiente, emprendedora e inconformista. Con el tiempo, como comprobó de inmediato, germinarían nuevas semillas en su vientre. No basta dejarlo en manos de la naturaleza, concluyó la partera.

En ese tiempo hacía uso de las manos y la sabiduría de la vieja Edelvira, maestra en plantas, raíces y brebajes, reedificadora de doncellas y encubridora de canas. Desde el quinto embarazo, sin embargo, ladeó cualquier tipo de ayuda, no tuvo necesidad de comadrona.

El fruto en sus entrañas maduraba sin contratiempos y sin apenas dolor se desprendía, resbaloso como los huevos del lagarto, enemigo de las avispas.

Su empeño era mayor, en cambio. La juventud, la templanza y la experiencia, que jugaban a su favor, se debían enriquecer con el pescado crudo, recién capturado, y anudando a su cuello con cuerda tripera, como amuleto para mejor parir, la piedra llamada aguileña, de un color greda turbio, traída de los riscos, donde las más veloces de las aves la tomaban para combatir hechizos y brujerías. Esta piedra, vomitada por las imperiales de Júpiter, pasaría posteriormente a la cuna del bebé para evitar aojadas.

Un vaso de leche de burra todas las mañanas, cuando podía permitírselo, completaba su dieta. Dos únicas orejudas había en el establo, que servían para acarrear en sus serones los racimos de las vides al lagar, para desbrozar los campos o para el genérico transporte, uncidas a la lanza de un viejo carromato de enormes ruedas, engrasadas de vez en vez con dos libras de tocino rancio, para evitar el rechinado, que no el zarandeo.

Una de las bestias se mostraba huera y no permitía alimentar su vientre de algo que no fuera forraje, heno o cebada, y las algarrobas que sobraban en la escueta mesa. La otra paría cada dos años, fecundada por el Bóreas, de cabellera intonsa, sin necesidad de jumento ni macho alguno. Volvía grupas a septentrión y se dejaba empopar. No como las cabras, inventos de Prometeo, inseminadas por el tibio viento del sur, al que llaman Austro, y que paren a los cinco meses. De manera que, bianualmente, la agraciada daba leche, casi un litro y medio diario para compartir con su pollino, que mamaba hasta los seis meses o simplemente era destetado y en paz.

Tras la esforzada tarea de infausta pesca, las enaguas sin remedio quedaron empapadas mientras se orillaba con los trastos. Sentada en un guijarro de plana pizarra sintió las primeras punzadas. Los avisos a manera de contracciones, apremiados por el esfuerzo, se sucedían. Más el instinto que los pies la llevó a la parte adyacente de la covacha de piedra labrada y madera curtida donde habitaba hacinada toda la familia, en la confluencia de los dos ríos saltarines, profusos en mineral.

No alcanzó lecho ni manta. Encomendándose a Juno Lucina, protectora de los alumbramientos, se acuclilló junto al corral de las gallinas para apretar entre aguas y sangres, apoyada en la higuera cuajada. Las aves se le acercaban confundiendo ignorantes la hora de comer. Al no recibir grano, empero, regresaban a su cloqueo de indiferencia en la sombra, encaramadas en barandales ciegos.

Con los ahogados jadeos, que escapaban entre masticaciones de hierba de San Juan para aminorar los dolores, crecida junto la albahaca y la hierbabuena, vio pasar ante ella un pollo sin cabeza corriendo como orate desde la cocina, donde alguna de las hijas mayores lo sacrificaba para el guiso nocturno. La cabeza, sobre las tablas del hogar, parpadeaba su independencia, mientras el cuerpo aleteó todavía durante algunos días, lo que cualquier augur hubiera visto como una premonición. Así confirmó Edelvira mirando a lo eterno.

Al igual que la tortuga decapitada que pestañea, llegando incluso a morder, tanto pollo como cabeza quedaron en paz hasta que expiraron, casi al unísono, al cabo de tres días y tres noches de aleteo y piar dislocados.

Después fueron ofrecidos a la diosa Ceres, querida de Baco. Hubiera sido un desatino sacrificarlos antes de tiempo o comerlos sin miramiento. Los prodigios deben seguir su curso.

Tras cortar el cordón y limpiar cuidadosamente al nacido con sus mismas ropas, todavía mojadas, para asegurarle una cabeza sana, se abrió el corpiño y se lo llevó al pecho casi instintivamente, naneando una melodía improvisa cargada de vocales. Nació varón porque, según Anaxágoras de Clazomene, el flujo seminal corría por el lado derecho en el momento de concebir. Al rato volvió al hogar, secándose el sudor con el antebrazo, enjuagando sus manos en una tinaja. Arropó al hijo en un cuévano musitándole palabras dulces y se puso a secundar para la cena, mientras aguardaba a los hombres que faenaban al cuidado de las ordenadas viñas y los surcos paralelos de tierra oscura. Dentro de unos días comenzaría la siega en los campos de la vega.

* Audiolibro (donde leen este primer capítulo).

El dominio del tiempo

El dominio del tiempo

Llevo dos, tres, días con la idea de un cuento que puede parecer una humorada (de hecho lo es), pero, en el fondo, redunda en uno de los temas que me obsesionan.

Resulta que en unas excavaciones realizadas en algún punto de nuestro solar andaluz por un grupo de experto arqueólogos y su voluntario alumnado de procedencia internacional sobre poco más o menos principios de siglo, pongamos 1910, han hallado en el séptimo estrato de un asentamiento continuo, unos restos determinantes de nuestros remotos y casi míticos antepasados fenicios o tartésicos (esos que escribían sus leyes en forma rimada) o, más lejos aún, las huellas indelebles de un poblado argárico.

Pues bien, después de algunas jornadas de minuciosa introspección con las azadillas y las brochas peinando la zona acotada, entre restos de cerámica, huesos varios y puntas de flecha, uno de los concienzudos profesores de reputada fama, encuentra erosionado, pero en buenas condiciones, un boli Bic de punta fina.

(Alternativa a esta conclusión anacrónica se me ocurre el descubrimiento de un cadáver, de un esqueleto hallado en una breve necrópolis de la época en posición fetal rico en ajuares, tanto a su alrededor como en su propio cuerpo. Así es dable que llevara gargantilla dorada y brazalete bruñido, quizás un anillo en una mano, pero que, al descubrirle el brazo izquierdo, también portara en la muñeca un reloj, no necesariamente digital.)

La interpretación quizá más ‘lógica’ podría ser que alguien de nuestro tiempo se hubiera transpuesto, él o el objeto antedicho, a aquel lugar (que puede ser el mismo en que estuviera) y a esa hora.

Se podrían pensar otras soluciones, como inventos futuristas, agujeros de gusano o alucinaciones colectivas. El caso es incidir en la anacronía que la perspectiva nos brinda. (Hace sesenta años, por poner, la idea del bolígrafo no podría habérsele ocurrido a nadie.)

Esto me remite a un cuento que publiqué en la compilación En un pozo chico, llamado El último día en que fue feliz, donde in inventor llega a dominar el tiempo para regresar una y otra vez al último momento agraciado de su vida. La idea estaba bien, en su planteamiento romántico no más, pero al desarrollo, reconozco, le faltaba veracidad en su argumento. Su conclusión, sin embargo, podía ser razonable: el momento al que volvía pendularmente aquel científico era el mismo, pero el hombre regresaba cada vez un poco más viejo.

Esto me recuerda a ese relato desesperanzador del etnólogo inglés, James George Frazer (1854-1941), Vivir para siempre, del primer tomo de Balder the Beautiful (recogido por Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo en Antología de la literatura fantástica, de 1977), que, como es breve, reproduzco a continuación:

“Otro relato, recogido cerca de Oldenburg, en el Ducado de Holstein, trata de una dama que comía y bebía alegremente y tenía cuanto puede anhelar el corazón, y que deseó vivir para siempre. En los primeros cien años todo fue bien, pero después empezó a encogerse y arrugarse, hasta que no pudo andar, ni estar de pie, ni comer ni beber. Pero tampoco podía morir. Al principio la alimentaban como si fuera una niñita, pero llegó a ser tan diminuta que la metieron en una botella de vidrio y la colgaron en la iglesia. Todavía está ahí, en la Iglesia de Santa María, en Lübeck. Es del tamaño de una rata, y una vez al año se mueve”.

* James George Frazer en la foto.

Huella dadaísta

Huella dadaísta

Guillermo era dadaísta, como yo en aquellos tiempos. Barajamos todas las corrientes de principios de siglo, cuando nos metimos de lleno en su estudio, y optamos por este absurdo revolucionario. La idea de ser irracionales era más una intención que una realidad. Escribimos manifiestos, alguno de ellos en papel rosa, pero me temo que sus anunciados se acercaban más a las filas de Breton que a las de Tzara. Por mucho que nos empeñásemos, nuestras creaciones gozaban más de un espíritu surrealista que dadá, y si analizamos, era el existencialismo (Kafka, Sastre, Camus, Unamuno).

Quisimos ponerle nombre a nuestro grupo, de exclusivamente dos personas. Para ello, escribimos cientos de posibles títulos en papeles recortados que quisimos tirar al aire y que, una nínfula (Nabokov) escogida al azar, atrapara alguno de ellos antes de caer al suelo. Así nos llamaríamos, como dictara el azahar. Nunca, sin embargo, llevamos a cabo esta acción que en cierta manera nos hermanaba con el movimiento padre, creado en Francia, a partir de escoger una palabra cualquiera en el diccionario. Salió dadá, como digo, que no es más que el balbuceo de un niño que aún no articula palabras (un bebé francés, se entiende).

Puede que mis extremos superaran la mente ordenada de Guillermo, pero de vez en vez aportaba alguna genialidad, como cuando me sorprendió con un cuaderno que lo principiaba un pequeño poema en su carátula y las tantas páginas que lo conformaban estaban repletas de posibles títulos que podían encabezar esa composición.

Era un mundo interno y privado que hacía las delicias de nuestros recreos y momentos de asueto, mientras paseábamos por las calles sacándole punta a todo lo que se nos cruzaba por el camino.

En una tienda, de esas de barrio en que se vende prácticamente de todo (antes de que estuvieran de moda los ‘todo a cien’), vimos en el escaparate un libro. Por más que indagamos a través del vidrio, el establecimiento no poseía más volúmenes para vender que ese ejemplar de la vida de Víctor Jara, recuerdo, llamado Un canto truncado, escrito por su viuda Joan Jara. Pensábamos que, al entrar en la tienda para adquirir la biografía, no había que especificar nada, simplemente decir: ¿me da el libro?, puesto que sólo vendía ese ejemplar de esa rareza.

La ocurrencia nos duró un tiempo, como expresión hilarante. Hasta que, sin saber cómo, se disolvió nuestra ‘sociedad’ de ideas vanguardistas. Cada uno por su lado seguiría metiéndole los dedos a la palabra.

* Marcel Duchamp, Mona Lisa con bigotes, 1919

Willie Piazza

Willie Piazza

Tuve noticia de esta mulata de Nueva Orleáns por el cuento Jardines ocultos, que incluyó Truman Capote en su libro Música para camaleones. El periodista y escritor estadounidense recordaba a la alegre dama “vagando bajo la sombra de un parasol encarnado” y la define como “condesa Willie Piazza, propietaria de una de las más lujosas maisons de plaisir del barrio de las luces rojas [de Jackson Square, Nueva Orleáns]”.

Willie Vicente Piazza fue el fruto prohibido (nacida alrededor de 1865) del joven Vincent Piazza, hijo de inmigrantes italianos, y de Celia Caldwell, una negrita de Jackson, Mississippi.

Tras algunas vicisitudes, que no me interesan en este momento, Willie, a sus treinta años cumplidos, estableció casa de citas en el barrio de Storyville, dedicándose por entero al comercio sexual, en calidad de madame.

Como nota curiosa para la época, las mujeres que trabajaban en su burdel se conocían como octoroons, es decir, mulatas o cuarteronas con un marcado ascendente europeo y una genealogía ligeramente más blanca, que ejercían su poder erotizante para una clientela masculina exclusivamente blanca.

A pesar de la estricta segregación racial y las críticas de los reformistas, el lupanar de Piazza, un edificio en el 317 N. en Basin Street, la calle principal de Storyville, fue prosperado dentro del distrito, hasta convertirse en uno de los lugares más conocidos y de mayor de interés.

En vísperas de la Primera Guerra Mundial, los funcionarios federales quisieron clausurar todos los locales del distrito de Storyville (zona de prostitución tolerada) para proteger a los soldados de las infecciones venéreas, alegando además la necesidad de una limpieza racial. Piazza y otras mujeres de color (‘más de dos docenas’, comenta Alecia P. Long, de la Universidad Estatal de Louisiana) se resistieron a esta supuesta ley y presentaron una demanda, que llegó hasta la corte suprema del estado, de la que sorprendentemente salió victoriosa. Pero este triunfo duró poco. A finales de 1917, poco después de que se resolviera el caso, los funcionarios federales, por no sé qué sucias vías, obligaron a la ciudadanía a clausurar todas las casas de lenocinio.

Una de las especialidades de la mancebía de madame Piazza era el picacismo, que no es más que la ingestión de comidas aderezadas en órganos sexuales. Capote, en su texto, relata: “su casa era famosa por un exótico refresco que ofrecía: cerezas frescas hervidas en crema de leche, aderezadas con ajenjo y servidas en el interior de la vagina de una bella mulata recostada”.

Willie Piazza, con la fortuna acumulada en los tiempos de prosperidad, siguió viviendo en su propiedad Basin Street ‘de una manera tranquila, pero digna’. Compró un yate y navegó al Caribe y a otras costas. El 2 de noviembre de 1932, murió de cáncer en Nueva Orleans, ‘dejando tras de sí una finca sustancial’.

* EJ Bellocq, storyville retrato, alrededor de 1912.

Hace demasiado calor

Hace demasiado calor

No entiendo por qué quedó conmigo para mañana si sabía que no podía cumplir su compromiso. No vendrá mañana ni ningún otro día. No sé lo qué le he hecho; si tenía algo en contra mía. Yo que sólo lo he tratado bien desde que estamos juntos. Quizá no me quisiera. No quería a nadie en el fondo. Ni siquiera se quería él mismo. Pero yo sólo cuidé de él, le presté mi hombro cuando le hacía falta. Intentaba alegrarle sus días. Era depresivo, pero llegaba a arrancarle sonrisas. Se reía sinceramente conmigo. Yo estaba para lo que hiciera falta.

Recuerdo que bromeaba con la idea de quitarse de en medio. Cuando salíamos y se tomaba unas cuantas copas de más me decía que le gustaría acostarse y no despertar jamás. Pero nunca lo tomé en serio. Nadie lo tomaba en serio. Pensábamos que quien quisiera suicidarse realmente no hablaría de ello.

En el trabajo era eficaz. Aquí en la imprenta hacía lo que le mandaban. Con su mono azul grisáceo y sus puñetas crudas se pasaba el día de máquina en máquina poniéndolas a punto. Engrasando esta, echándoles tinta a las otras, apretando un tornillo por aquí, una tuerca por allá… Acababa hasta arriba de polvo y suciedad. No era muy hablador, pero se le veía contento. Parecía que ese era su mundo.

Es un suicidio muy raro, como si quisiera estar seguro. Cuando entramos en su domicilio, el hombre se había ahorcado después de tomarse un puñado de barbitúricos suficientes para acabar con un elefante, y sus venas estaban abiertas en las muñecas. Me muero sí o sí, parece que pensaba. No le daba opción al milagro. La puerta estaba atrancada por dentro. No cabe ninguna duda que fue un suicidio, un triple suicidio. No se conoce el móvil, pero se encontró una nota que decía: “Hace demasiado calor”. ¿No es extraño?

El proceso de una idea

El proceso de una idea

Aún recuerdo cuando el profesor de lengua del último curso, esforzándose para encontrar frases dificultosas para analizar, nos sorprendió con una cita de El cuarto de atrás, de Carmen Martín Gaite, que yo ya había leído entre mis autores seleccionados de posguerra.

El texto se las veía entre sujetos, complementos y demás significantes, pero también con su significado. “Me quedo callada, qué difícil es contar todo esto sin hablar del prodigio principal, de que ella, después de muerta, sigue volando conmigo de la mano, es un poco espeluznante”.

Las palabras de Martín Gaite, que ahora casi recuerdo (aunque copio exactas del mismo libro), dormían en mi memoria como una concesión fantástica a la novela hiperrealista de aquella época, que, en cierta manera, entroncaba en mi imaginario privado con el realismo mágico de la novela sudamericana que en esos días me estaba desbordando.

Al tiempo, ya en este siglo, con la gran narradora acumulando polvo entre los autores de juventud, escribí un cuento breve, que quise incluir en la compilación En un pozo chico publicado en digital por la editorial TransBooks en 2013.

El relato se titula Lo que nos preocupa, y dice así: “No nos preocupa que el abuelo Francisco, con el tiempo, haya decidido salir todas las tardes en contra de sus hábitos. No nos preocupa que se tome una copa de aguardiente en un café del centro mientras compone poemas como un jovenzuelo. No nos preocupa que una vez por semana, el día del espectador, se asome a la pantalla de un cine tras guardar una cola indecorosa. Lo que nos preocupa es que el abuelo Francisco es abstemio y lleva dos años enterrado”.

Hoy leo, en El Crach-Up, de Francis Scott Fitzgerald, el siguiente texto, publicado en 1940 por su editor, poco después de su desaparición: “De vuelta a la sala de estar, reanudó su paseo; estaba paseando inconscientemente con su padre, el juez, muerto hacía ya treinta años; estaba paseando arriba y abajo por la habitación a su padre muerto”.

El juego del cótabo

El juego del cótabo

Tras la cena, en la antigua Grecia, se pasaba al simposio (‘bebida en común’ o ‘reunión de bebedores’), lo que se conocía como el banquete propiamente.

Los invitados, engalanados y perfumados ad hoc, coronados con mirto y flores, entraban al andrón (‘sala de los hombres’), vetado a las mujeres libres, y se recostaban sobre divanes dispuestos alrededor de las paredes para conversar y exponer la cultura de cada uno, con ese punto de vanidad que tenemos los humanos, olvidándose de los asuntos serios. Era un ambiente de gozo y alegría, donde la bebida era el hilo conductor (había una máxima que rezaba “Bebe o retírate”).

Estas libaciones daban lugar a un juego llamado cótabo, que consistía, una vez acabada la jarra, darle vueltas con un dedo por el asa lanzando los restos de vino hacia un blanco fijado previamente a la vez que se pronunciaba el nombre de la persona amada.

La Wikipedia, que sabe casi todo (hasta lo incierto), lo explica así: “Tendido en el diván, apoyándose con el brazo izquierdo en un cojín, se levantaba la copa introduciendo el índice verticalmente en una de las asas. Con un leve movimiento de muñeca, se hacía volcar la copa (con la mano por encima del hombro) de manera que el vino salía disparado y se dirigía directamente hacia el blanco. Éste consistía normalmente en una tapadera de bronce que se balanceaba en precario equilibrio al extremo de una barra de bronce sobre un pedestal. El platillo plano caía movido por las gotas de vino y en su bajada tocaba un plato más grande de bronce fijado a la barra: al chocar se producía un tintineo y por lo que parece lo importante era el ruidito”.

Se cuenta que, en cierta ocasión, un ateniense, del que lamentablemente no conozco el nombre, condenado a la pena capital por el mismo procedimiento que se le brindó a Sócrates, esto es, tomándose un vaso de cicuta hasta el fondo, sin rechistar, hizo gala de su serenidad jugando con los restos del veneno al cótabo y pronunciando: “por el bello Cristias”, que era precisamente la persona que lo había sentenciado a muerte.

* Banquete griego, fresco de la Necrópolis sur de Posidonia, Campania, Italia (480 a.C).

Entre el blanco y el negro

Entre el blanco y el negro

Aristóteles decía que en el término medio se encuentra la virtud. La ausencia de color o la suma de todos los colores es el blanco y el negro. La luz y la oscuridad respectivamente. La muerte. Pero, en algunos mundos, el luto se representa con el blanco (en África u Oriente, China, Japón e India) y, en otros, con el negro (en Occidente). Como luna y sol, varón y hembra indistintamente, según qué sociedad. (Antaño en Europa la muerte y el luto también se asociaba con el blanco.)

El blanco destaca el contorno y hace resaltar los otros colores. Simboliza la pureza de corazón, la honestidad, la inocencia y la sinceridad. Las novias, en el mundo occidental, van de blanco (por qué los novios van de negro no lo sabemos), igual que quienes reciben el bautismo y la primera comunión.

Los romanos atesoraban piedras blancas en los días fastos, que, en contra de los nefastos, eran días dichosos y alegres.

En muchas culturas el blanco simboliza lo absoluto. Es el color más asociado con todo lo sagrado; los animales para el sacrificio solían ser blancos. Para los indios americanos representaba el espíritu. Adoraban un bisonte blanco y respetaban un caballo también níveo. Como se respetaba a Moby Dick, la ballena blanca (un cachalote de nueve metros, como la serpiente Kaa, de El libro de las tierras vírgenes, de Kipling, una boa de nueve metros). Los druidas celtas llevan túnicas blancas. En la Iglesia católica rige el blanco para sus celebraciones.

Los budistas lo relacionan con la flor de loto, símbolo de la luz y la pureza, y con el conocimiento o “iluminación”. En el sufismo representa la sabiduría. También se cree que los espíritus y los fantasmas son blancos, ya que es un color que no oculta nada.

El blanco también significa limpieza y sanidad, como vemos en los hospitales que, continuando la tradición árabe, son casas asépticas de salud e higiene públicas.

Una bandera blanca señala la paz. El uso de la bandera blanca como símbolo de rendición se remonta al primer siglo de nuestra era en la antigua China. Su empleo se consagró en la Convención de Ginebra. Su uso fraudulento es considerado un crimen de guerra. Sin embargo, en Gran Bretaña —y el antiguo Imperio Británico—, una pluma blanca simboliza cobardía, pues los gallos de pelea con plumas blancas en la cola eran malos luchadores.

La azucena y el lirio, consideradas flores de la Virgen, son símbolos de pureza. El arcángel Gabriel suele aparecer llevando una azucena en el momento de anunciarle a María que va a dar a luz al hijo de Dios. En la religión cristiana, el blanco se asocia con el sacerdocio. La Casa Blanca irradia justicia.

Por el contrario, el negro simboliza el mal (los poderes ‘oscuros’, la ‘magia negra’) y la clandestinidad. También representa el averno, con sus asociaciones de pena, desgracia y muerte. Como decimos, en el mundo occidental, el negro es el color de la muerte, del luto y de las tinieblas.

La reina Victoria de Inglaterra vistió de negro durante los cuarenta años de su viudez. Implantó la moda de la joyería de azabache, una piedra semipreciosa de color negro, como complemento del luto, pensando que ponerse joyas de colores brillantes sería una falta de respeto.

En el hinduismo, Kali, la terrible diosa hindú de la destrucción es negra. En China, el negro representa el norte y el invierno.

En astrología el negro representa a Saturno, que debe su nombre al dios romano (Crono, en griego), asociado con el tiempo, la vejez y la muerte; como durante siglos en Europa lo personificó el cuervo.

Pero, por otra parte, el negro representa la elegancia, la parquedad y la moralidad (en algunas órdenes religiosas, las sotanas de curas y monjas son de color negro).

Entre blanco y negro está el gris, con sus cientos de matices. Encarna el equilibrio entre estos dos colores, entre estos dos extremos. Por eso es el color de la mediación. En el cristianismo, el color gris representa la inmortalidad del alma. Aunque en general se asocia con la melancolía y la depresión. Las cosas que no se pueden determinar se consideran grises. El gris es símbolo de la penumbra, del anonimato y de la incertidumbre. El gris, me temo, no tiene fuerza propia, sino que resalta los colores con los que combina.

Las razones del viajero

Las razones del viajero

Recuerdo que, en El turista accidental, Anne Tyler daba unas recomendaciones para salir de viaje (más conseguidas en la película que en el libro). Entre estas, se encontraba el consejo de sacar un libro de grandes dimensiones al acomodarse en el avión, por ejemplo, para evitar que el compañero de asiento intentara mantener una conversación.

Hay sin embargo quien pretende descubrir en el mismo viajero, en los mismos argonautas que con él comparten la aventura, el primer descubrimiento de su odisea. A veces el roce, aunque sea fugaz, nos sorprende.

Quiero referirme al viajero solitario y no al turista o visitante que, en grupo organizado con un plan previsto de antemano, se embarca hacia tierras más o menos desconocidas.

El viajero es un descubridor. Es un bohemio horaciano. El viajero es el que compra sólo billete de ida, el que no sabe si regresará ni adónde le guiarán sus pasos. Suele viajar ligero de equipaje, aunque tampoco —por libre ideal— deja mucho en su lugar de origen.

“En realidad, el viajero no debe tener meta alguna. En ese caso, será el viajero perfecto” dirá Gao Xingjian, en La Montaña del Alma.

Cavafis deja claro en su poema Ítaca, basado en la aventura de Ulises, que lo importante no es el regreso, no es la isla que se anhela, sino los hitos de la travesía. Aunque sin meta, advertirá, no existe la ruta (Sin ella no habrías emprendido el camino).

Por su parte, Julio Ramón Ribeyro, en un cuento Doblaje, nos contradice: “Partir es una gran cosa, pero lo maravilloso es regresar”.

Para Ryszard Kapuscinski el viaje es permanente y en Viajes con Herodoto nos asegura: “Al fin y al cabo, el viaje no empieza cuando nos ponemos en ruta ni acaba cuando alcanzamos el destino”.

Algunos están en contra de la movilidad. Apartarse de la casa, de la urbe o de la seguridad del paisaje conocido es poco menos que innecesario, si no abominable. Hubo escritores de aventuras y exotismos que nunca abandonaron las paredes de su casa. Uno de los personajes de la deliciosa novela rompecabezas de Agustín Fernández Mayo Nocilla Dream, así lo entiende: “Ernesto nunca quiso hacer ese viaje. Ella se empeñó. En primer lugar no quería porque consideraba que viajar es un atraso desde que ya todo está descubierto, y que no tiene sentido andar por ahí emulando a los exploradores del 19. En segundo lugar porque Internet, la literatura, el cine y la televisión es la forma contemporánea del viaje, más evolucionada que el viaje físico, reservado éste para mentes simples que si no tocan la materia con sus manos son incapaces de sentir cosa alguna”.

Quiero acabar con un poema de mi paisano, Luis García Montero, que abre el libro Habitaciones separadas, de quien he tomado prestado el título de este post, que viene a decir lo que digo:

Las razones del viajero

Está solo. Para seguir camino
se muestra despegado de las cosas.
No lleva provisiones.

Cuando pasan los días
y al final de la tarde piensa en lo sucedido,
tan sólo le conmueve
ese acierto imprevisto
del que pudo vivir la propia vida
en el seguro azar de su conciencia,
así, naturalmente, sin deudas ni banderas.

Una vez dijo amor.
Se poblaron sus labios de ceniza.

Dijo también mañana
con los ojos negados al presente
y sólo tuvo sombras que apretar en la mano,
fantasmas como saldo,
un camino de nubes.

Soledad, libertad,
dos palabras que suelen apoyarse
en los hombros heridos del viajero.

De todo se hace cargo, de nada se convence.
Sus huellas tienen hoy la quemadura
de los sueños vacíos.

No quiere renunciar. Para seguir camino
acepta que la vida se refugie
en una habitación que no es la suya.
La luz se queda siempre detrás de una ventana.
Al otro lado de la puerta
suele escuchar los pasos de la noche.

Sabe que le resulta necesario
aprender a vivir en otra edad,
en otro amor,
en otro tiempo.

Tiempo de habitaciones separadas.

* Autorretrato, Eduardo Úrculo, 1993.

Lulú

Lulú

Mi carrera es fabulosa. Puede que sea el actor más cotizado del país. Sí, sin lugar a dudas, mi prestigio, popularidad, caché y demanda así lo avalan. Mantengo un puesto envidiable en la profesión. No dejan de lloverme las ofertas, tanto de cine, como de teatro o comerciales, que suponen un dinero fácil y una popularidad extra. No me es difícil cambiar de registro y adoptar cualquier papel, ya sea dramático o cómico. He sido desde obispo hasta rey, desde romano hasta vaquero, desde empresario de éxito hasta vagabundo, desde Lawrence de Arabia hasta el Judío Errante, desde Hamlet, príncipe de Dinamarca, hasta Cuasimodo, el tullido de Notre Dame.

En una ocasión, cuando contaba ya con un nombre más que acreditado, en pleno rodaje de mi cuarta película como protagonista, se hallaba entre los técnicos una chica morena, muy delgada, que apenas tenía pecho y exhibía un look asaz andrógino. De las que, genéricamente, bajo ninguna circunstancia, me habría llamado la atención.

El personal del equipo de maquilladores se solía alternar para prepararnos y restaurar nuestro aspecto continuamente. Para cada nueva escena, era normal visitar, aunque fuera someramente, el sillón de retoque. Incluso, en pleno rodaje, se hacía imprescindible que se nos acercara un chico o una chica con un algodoncito, tras las órdenes del director, para opacar brillos en la cara o evidenciar el sudor, las ojeras o la sangre si fuera preciso; para pulir esos detalles que dan credibilidad a la expresión.

Se llamaba Lulú. No reparé en ella hasta que no descubrí su extraña torpeza y sus ojos grandes y esquivos, como los de un meloso gato de compañía, que pedían clemencia cuando, en su habitual descuido, resbalaban los tarros o caían las brochas al suelo que, a falta de manos, solía mantener en la boca o sobre las orejas. A veces terminaba más maquillada que el mismo actor.

Sin embargo era eficaz en su trabajo. Una buena profesional que sabía lo que tenía entre manos. Resuelta, veloz e imaginativa, no era difícil que más de una vez, por propia iniciativa, mejorara lo pactado.

Evidentemente, este equipo, como la mayoría, trabajaba a contrarreloj, pues el vértigo de un rodaje así lo exige. El tiempo es oro. Tenían que maquillarnos rápido para dejar paso a los peluqueros, a los sastres y a otros profesionales que también cumplieran con su misión.

Lo que cuento corresponde precisamente a la película de Lawrence del desierto. Rodábamos en el arenal de una provincia cercana que simulaba el desierto de Arabia en el que debía soportar mil penalidades. Era normal que estuviera presente en los episodios más riesgosos. No estaba acostumbrado a que se me doblara. Era temerario, aunque cauto y responsable.

El trabajo tras las cámaras era arduo y concienzudo. Debían mantenerme en un estado de derrotismo extremo, pero con un punto de vigor y entereza que diera esperanzas al espectador. Mi abnegación y el dolor soportado debían de ser de superhombre. No había que desfallecer por muy crudas que se pusieran las circunstancias.

Sugerí que Lulú se mantuviera permanentemente a mi lado para mayor eficacia. Había cogido cierto aprecio a sus formas, a su estilo abigarrado, a su desaliño y a sus manos de alambre.

En una escena de especial dramatismo, donde debía aparecer exhausto y vencido por la sed, el cansancio y el calor extremo, donde me volvía literalmente cadáver andante, con los ojos cegados y la boca agrietada, Lulú, con profusión de utensilios, me iba recomponiendo aquí y allá, los ojos y la frente, los pómulos y las comisuras. Iba cambiando rápidamente de frasco y algodón. Ya no sabía dónde poner tanto apero. Una brocha en cada mano, un bote entre las rodillas, un pincel en la oreja… Había que finalizar los últimos retoques. Sin pensarlo sobre mis labios posó varias veces los suyos para fijar bien las estrías y difuminar la pintura.

Yo me dejaba besar mientras la miraba a los ojos que, ajenos, no perdían de vista su trabajo. Terminó y se fue sin más, tan inocente como había venido, pero a mí me dejó una huella tan indeleble que quise incluirla en la película y que tuviera algún roce, aunque fuera fugaz, con mi persona, o sea, con el protagonista.

Después de varias discusiones con el director y con el equipo encargado del guión, logré que le dieran un papel de una enigmática joven nativa que, sin ningún diálogo, me encontraba una noche, después de salir de un local ligeramente embriagado, y de la mano me llevara a una casucha para hacer el amor conmigo. Después, con toda indefensión, me daría cuenta que me habría robado la cartera.

Esa fue la primera de un gran número de películas que le siguieron con su presencia. Primero en mi compañía, después por su cuenta hasta que acabó adoptando un papel protagonista. Su naturalidad, su imagen frente a la cámara, su estilo descuidado pero eficaz le granjearon el aplauso del público y una impepinable necesidad de los directores de contar con ella.

Ni qué decir tiene que en la primera época, durante sus primeras películas fuimos amantes. En la cama era espectacular, o éramos espectaculares. No se nos acababa la fantasía en la que, como preámbulo, repetíamos el primer beso descuidado que me dio mientras maquillaba mis labios.

Todo estaba bien o casi bien, hasta que me empezó a robar protagonismo. Subió su caché y el mío se estabilizó. Ahora me preguntaban si yo quería participar en una película con ella y no al revés.

Quizá decidiera acabar con ella por celos profesionales más que por convicción. Y aquí comenzó mi tortura. La quiero, la envidio, la admiro, pero ya no hay nada que hacer. Ahora sale con un director de prestigio. Me debo atener a la realidad. Mi carrera es fabulosa. Puede que sea el segundo actor más cotizado del país. La primera es Lulú.

Las braguitas de las bailaoras

Las braguitas de las bailaoras

Un fotógrafo amigo, dedicado al mundo del flamenco, me comentó en confidencia que tenía una colección de fotos de baile en las que la artista se subía la falda en extremo. El baile flamenco siempre ha sido sensual y seductor. Es un conjunto de insinuaciones y desplantes que, como en una ceremonia de trance, llega a abducir la mente del espectador a través de sus ojos.

Desde siglos pasados, una de las atracciones que ofrecía la danza era su desparpajo, su descaro, su picardía. Los visitantes acudían a un tablao o a las cuevas del Camino del Monte para dejarse atrapar por esos movimientos distendidos con ropas desceñidas (el soniquete de unos tangos ’paraos’ complementaban el roneo). Con advertir la esclavina del tobillo o incluso el pie desnudo ya era una apuesta de libertad, que se enriquecía, en noches aciagas, a la luz de una fogata, con la pierna ennegrecida de gitana trabajada, o incluso más arriba, donde la carne y el encaje se confunden.

Por eso, al presentar Rafaela Carrasco su visión de la zambra granadina, con La mosca a su final, echamos de menos ese revoleo de faldas y palmada en el muslo que incita al libidinoso sueño, por otra parte inocente, que termina o empieza con la puntilla, la blonda o el elástico de una siempre perfecta braguita.

No así como entre las bailarinas de contemporáneo, donde la muestra de sus interiores parece formar parte de la danza en sí. Una de las preocupaciones que manifestó Blanca Li cuando presentó hace años un ballet en el Carlos V —que no intento datar, por no forzar la memoria—, era la necesidad de comprarle a todas las artistas, que se contaban entre la decena, braguitas iguales para, en el momento de enseñarlas despreocupadamente, que no desentonaran en su conjunto.

Para la bailarina de clásico, con el tutú enhiesto sobre la cintura o la faldita de de vuelo ancho, forma parte de su vestuario el intocable níveo culero.

Barajo entre los primeros recuerdos de pequeño, en una caseta del Corpus, cuando la feria ocupaba los terrenos del Salón, en la ribera del Genil, de la que mis padres eran socios fundadores, que una niña de mi edad, con un vestido de volantes, que en mi memoria aparece de color claro, daba vueltas al ritmo de la música, con los brazos elevados y juego de muñecas sobre el tablado postizo. Su padre se le acercó entonces levantándole las faldas hasta el cielo, diciendo que para bailar flamenco se debían enseñar las piernas. Creo que fui el único que advirtió la lección y el tenue rubor de la niña, arreboles sonrosados en su carita suave, que contrastaba con el encaje inmaculado de su ropa interior.

Guardé ese recuerdo privado como el regalo sorpresivo de un joven voyeur, hasta que en este momento, venido al cuento de la distancia, lo expongo a la luz de mis contados confidentes.

Hoy quizás los robos de la instantánea visión hayan perdido su fuerza. El destape manifiesto de nuestro tiempo ha emborronado el deseo fugaz del atrevimiento. Puede que la pornografía haya desbancado al erotismo, aunque, permitidme que me incluya en la amplia minoría de población ‘trasnochada’ de los que preferimos lo que se adivina a lo que le enseña, lo soñado a lo evidente, la captura efímera del sin querer queriendo al manifiesto escaparate.

Pienso, en esta misma suerte, que, entre las muestras más sublimes del erotismo, se encuentra ese triangulito blanco (siempre blanco, aunque también se admite el negro y, en ocasiones, el rojo o el rosado) en la entrepierna de la femenina diosa.

El Corral del Carbón terminó de arder

El Corral del Carbón terminó de arder

XVI Muestra de Flamenco. Los Veranos del Corral – Tercera semana

El viernes acabó la tercera y última semana de Los Veranos del Corral con una calificación de sobresaliente. En sus dieciséis años de existencia, esta muestra se ha destacado por su calidad artística, por su especial cuidado, tanto a actuantes como a usuarios, y por su esmero en la programación de cada temporada.

Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto en un concierto de cante como con el de El Pele. Deseo comenzar este artículo con su presencia carismática y su posición en el mundo del flamenco, aunque su actuación tuvo lugar hasta el miércoles. Porque, sin lugar a dudas (cualquiera que estuviera allí presente lo puede corroborar), Manuel Moreno Maya ‘el Pele’ dio un concierto de antología, que lo sitúa al lado de los grandes, entre los cantaores míticos de estas últimas décadas.

Este cantaor cordobés goza de una potente voz y de un timbre muy flamenco que, aunque agudo, se pasea con soltura por los bajos y las tonalidades intermedias. Es personalísimo en sus formas, en su expresión, en el decir de sus tercios, que de pronto preña con ayeos floreando el sentimiento. Lo mismo estalla en un grito desgarrador, que se rebusca en los adentros y retuerce su cuerpo para soltar el quejío oportuno. Él mismo definió el duende como la magia, como ese estado anímico del cantaor, del guitarrista o del bailaor para expresarse con la connivencia de un público respetuoso.

El Pele subió a escena como si saliera al patio de su casa para regar los claveles o departir con algún vecino. Tras un apunte de guitarra de Patrocinio Hijo, para dar el tono, el cantaor se arranca por tonás. Con este primer cante ya hubiéramos estado servidos.

Para la soleá, que acomete seguidamente, reúne a su grupo al completo. A Patrocinio se le suma el también cordobés Manuel Silveria (los dos, grandes guitarristas); Matías López ‘el Mati’ y Roberto Jaén, a las palmas y a los coros; y su hijo, José Moreno, al cajón. La mitad de estos compañeros no estaban en el cartel, arropan al maestro simplemente por el gusto de acompañarlo y compartir las tablas con él. El Pele es personalísimo en sus formas, en su expresión, en el decir de sus tercios, que de pronto preña con ayeos floreando el sentimiento.

Después de unas tremendas seguiriyas y cabales felicita a sus músicos como un director de orquesta al primer violín, a la soprano o al titular de un solo memorable. Y después se dirige al público alabando su silencio y afirmando que es la consideración que se debe tener hacia “una de las culturas más bonitas del mundo”.

Antes de un par de malagueñas anunciadas, recita un poema de su autoría, dedicado al maestro Morente y su familia, con los arpegios de Silveria de fondo. La malagueña de La Trini se acelera a los postres acercándose a los verdiales. Remata este tema con fandangos del Albaicín.

Las alegrías, que les dedica a las bailaoras de Granada, son especialmente particulares; así como su poema El alma, cantado con gran sentimiento, en el que El Mati y Jaén le hacen los coros. El Pele canta de pie, se mueve por el escenario, improvisa su camino. Se nota su bienestar.

Un poquito por Huelva nos acerca un generoso final por bulerías, donde el mismo cantaor se da una pataílla. El patio, en pie, se cae de aplausos y ovaciones. Es curioso que el espectáculo más sorprendente y aclamado del Corral sea de cante clásico.

Pero todavía queda un apoteósico remate por zambra de Caracol, a quien confiesa su padrino, ilustrado al baile por La Moneta, en traje de calle, que arranca improvisadamente de entre el público.

Siendo Málaga una ciudad meridianamente grande y definitivamente turística y cultural, no tiene gran movimiento flamenco o, el que hay, está deslavazado. Ya lo denunciaba La Lupi en una entrevista, la semana pasada, en el periódico Ideal, en la que dice que su tierra “nunca ha tenido una escuela de baile marcada”.

Aunque sea cierta tal afirmación, también es cierta que de la ciudad de Picasso, de vez en vez, se desprenden algunos nombres a tener en cuenta en el mundo de la danza. Véase por ejemplo la presencia del incombustible Carrete, la de Rocío Molina o la de la misma Susana Lupiáñez.

El lunes 11, pisaron las tablas del Corral otros dos malagueños: Adrián Santana y Águeda Saavedra, que comienzan su entrega por tonás y seguiriyas. Él, con traje corto; ella, con bata de cola negra; ambos con palillos en las manos. Realizan un paso a dos agradable, con detalles satisfactorios (como cuando él salta la cola en uno de los giros de ella), aunque en conjunto se viera algo encorsetado.

Hay que esperar a la segunda pieza, unos tientos-tangos, para contemplar a Águeda en solitario más libre y primorosa. Su discurso es efectivo, su baile completo y el movimiento profundamente pausado de sus manos una apuesta de personalidad y estilo.

Adrián, por su parte, abordará una caña, rematada por el polo Tobalo de Ronda. Inusualmente en un bailaor, sale a escena con manila, que maneja con fuerza y estilo, aunque no aporta nada nuevo. El juego de pies es un punto a su favor. La pieza se alarga más de lo deseado y cobra excesivo brío cuando se desprende del mantón.

El buen cuadro que los arropa, David Carpio y Miguel Lavi, al cante, y Fran Vinuesa, a la guitarra, introduce bulerías al golpe, que, en su ecuador, recibe nuevamente a los dos protagonistas con más soltura y confianza.

En el fin de fiestas por bulerías se centró en Miguel Lavi, que se dio una graciosa pincelada de baile.

El martes, desde Morón, Pepe Torres nos hace pasar otra buena velada. Pepe es un bailaor de raíz, sobrado de compás y un soniquete en los pies envidiable. Su baile es escueto y seguro, ausente de todo artificio y ajenas florituras. Por eso, siendo cabeza de cartel, ofrece desmedido protagonismo a sus acompañantes.

Una generosa entrada con el cajón del Cheyenne estalla por bulerías, en las que se presenta el bailaor tan sólo dando una pincelada que supo a poco. Tras esto, bastantes minutos habrá que esperar de nuevo que vuelva por alegrías y un destacado sentido del espacio y del ritmo. La soleá y la bulería final, sonó un poco redundante.

Entre medias, sus músicos, algo desordenados, harán: tientos-tangos y un par de fandangos (Guillermo Manzano); seguiriyas (David ‘el Galli’); y un solo de guitarra por malagueñas (Paco Iglesias). Todo reconocible y, como el bailaor de Morón, eminentemente clásico.

El jueves, redundando en el exquisito gusto de la semana, vemos un bailaor de bandera. Manuel Liñán es creativo y minucioso. Sus pasos son tan importantes como su ausencia y sus desplantes igual que los estallidos llenos de pellizco que va sembrando. Es un bailaor completo, de manos a pies, de hombros, de cintura, pero sobre todo de cabeza. Podría tildar su baile de inteligente, de los que hacen escuela. Asombra su verticalidad, su dominio del espacio, la sonrisa de su propia entrega.

Saluda al público bailando unos cantes de labor, y después unos tarantos preñados de novedades y, a la vez, acariciando la tradición, que demuestra cuando se convierten en tangos y Manuel recuerda su origen sacromontano.

Seguidamente se alegrará por cantiñas, para rematar la noche con soleá y bulerías.

Sus músicos rellenaran los intermedios. Paco Iglesias propone unas mineras a solas con la sonanta; David Carpio entona la malagueña de la Peñaranda y Miguel Ortega se le suma en los abandolaos. También le acompaña a las palmas su inseparable Ana Romero.

El viernes, como viene siendo habitual en el Corral del Carbón, se dedicó la noche a “Japón y el duende”. Ayasa Kajiyama viene pisando fuerte. La vimos bailar hace unos meses en Granada, a raíz de una Semana japonesa. Su profesionalidad y su gracia ya nos asombraron. Características que ahora, con espectáculo propio, no ha abandonado. Su baile es completo, metódico y muy cuidado. Impecable en su presencia, abre la noche por tonás y seguiriyas. Un detalle habla de su disciplina. Cuando se desprende de la chaqueta corta, camina hacia el fondo del escenario para colocarla en un sitio seguro. Una bailaora local se la habría dado a un músico o directamente la habría arrojado al suelo.

Repite a la guitarra un Paco Iglesias templado y seguro, con su toque clásico y preciso. Al cante David ‘el Galli’ y Quini de Jerez son una apuesta segura. En las piezas sin baile apuestan por levante y por Málaga.

Con bata de cola blanca (bien movida, por cierto), la bailaora se supera en las alegrías. Aunque moldea su expresión, su cara sigue siendo algo estática. El final por soleares lo hubiera firmado sin contemplaciones cualquier profesional de Andalucía.

El flamenco es universal y la humanidad, como decía Enrique Morente, es patrimonio del flamenco. Buenos artistas hay repartidos por el mundo. Los japoneses, con su gran remedo y pasión, se sitúan entre los primeros.

* El Pele ante la mirada de su hijo (foto de Joss Rodríguez©).

El Festival de las Cuevas se afianza

El Festival de las Cuevas se afianza

Por cuarto año consecutivo, en el Museo Cuevas del Sacromonte (singular espacio que corona Valparaíso), se ha celebrado el Festival de las Cuevas, organizado por el mismo Museo, la empresa de imagen y sonido La Flamenquita y, encargados sobre todo de la parte artística, la escuela de flamenco Carmen de las Cuevas.

Es un festival eminentemente granadino e independiente (ninguna institución lo respalda). Es una cita imprescindible en las noches de verano cuando la Alhambra se hermosea bajo las más grandes lunas del año.

Dichos encuentros no sólo se han convertido en un reclamo para turistas y locales, sino también en el lugar endógeno de ensayo, donde los protagonistas se visten de largo y, quizás, por primera vez presentan espectáculo propio, al cual le dedican ilusión, esfuerzo y muchas horas de ensayo.

Por otra parte, el escenario ha mejorado notablemente en cuanto a luz y sonido. El espacio al aire libre, en plena naturaleza, a bastantes metros por encima de la ciudad y con vistas exclusivas a la Alhambra y al barrio del Sacromonte es impagable.

Cuatro espectáculos, entre julio y agosto, han tenido lugar en este ciclo, que terminó la semana pasada. Su esencia es eminentemente de baile, que es la manifestación flamenca más completa, pues aglutina en sí misma las demás disciplinas, aunque también tienen cabida el cante y la guitarra solista. Este año, como los pasados, ha tenido gran éxito de público y una calidad sorprendente.

La propuesta comenzó el 23 de julio, miércoles, con el bailaor Raimundo Benítez, que presentó su obra Resurgir, como resultado de su pronta recuperación de una caída en la que se fracturó tibia y peroné, y el cirujano le alarmó diciendo que era difícil que volviese a bailar. Lejos de abandonarse al funesto resultado, Benítez asió con fuerza su mundo y en cuatro meses comenzó a bailar con un nuevo planteamiento. Ahora se enfrenta a las tablas con más calma y conciencia, escuchando el cante y el gemido de la guitarra, sintiendo a cada paso el latido del arte.

En Resurgir encontramos ese Raimundo renacido, donde su baile, a menudo circense, se ha refinado, sin abandonar su brío, su verticalidad y esa necesidad de hablar con los pies lo que la cabeza manda.

El bailaor granadino estuvo acompañado a la guitarra por Jorge el Pisao y Marcos Palometas, al cante por Sergio el Colorao y a la percusión y a las palmas Antonio Gómez y Coral Fernández respectivamente.
El viernes de esa misma semana, la bailaora Vero ‘la India’ estrenó Sonakai, que quiere decir ‘oro’ en caló, donde hizo su debut igualmente como protagonista de su obra.

Vero es una gitana del Sacromonte que reivindica su origen y el baile telúrico de sus mayores. Es una bailaora pura, sin pulir, se deja llevar por los sones de sus ancestros. Es salvaje en su entrega. Su naturalidad brilla como con pies descalzos.

Gitanos también la arropan. Su padre, José Fernández, y el tremendo Juan Ángel Tirado al cante. La guitarra de Manuel Fernández de Santa Fe y la percusión de ‘El Moreno’.
Firmará taranto, soleá y seguiriya con su sello prácticamente único, aunque ya se detiene y deja que su cuerpo, sus ojos y sus manos adornen los silencios. También se advierten en su propuesta adaptaciones de otras formas flamencas que emborronan el resultado.

Con el caló seguimos, pues  Yemandró a Graná, que viene a decir Extremadura y Granada (la procedencia de sus protagonistas), es la obra que presentaron Esther Marín y Luis de Luis el viernes, primero de agosto.

La obra propone un encuentro entre estas dos orillas del flamenco, sus diferentes ritmos y estilos y sus semejanzas en el sentir de los bailaores.

Una presentación en común más recatada, da paso al generoso baile individual de cada uno. Así, entre levante, fandangos albaicineros, granaínas y jaleos, se van alternando llegando a hipnotizar al público expectante.

Esther representa el sosiego, pero también la sangre y la gloria del camino andado hasta llegar a nuestra tierra. Luis es único en su especie. Único e irrepetible. El compás le corre por las venas. Sus pasos y desplantes no se encuentran en ninguna enciclopedia.

A la sonanta marca el ritmo Rubén Campos. Al cante vuelve Juan Ángel Tirado acompañado por José de Pinos.
Acaba el ciclo el viernes, 8 de agosto, con la guitarra exclusiva de Rafael Habichuela, que se presenta con una obra intimista, llena de matices y detalles, titulada Del corazón a mis asuntos, un verso de la Elegía de Miguel Hernández, que grabó Enrique Morente, con Pepe Habichuela, en su álbum Despegando, de 1977.

Con su toque especial, calmado, rico en falsetas y jazzítico en su medida, Rafael va desgranando soleares, granaína, vals flamenco, farruca, fandangos de Huelva, taranto o bulerías, con la colaboración especial en el baile de la gaditana Pilar Ogalla. Como segunda guitarra, le acompaña José Fernández, al cante Sergio ‘el Colorao’ y, a la percusión, José Antonio Carmona y José Cortés el Indio.

Destaca en este guitarrista su profundidad y sus silencios en solitario y el respeto cuando acompaña.

* Luis de Luis en la foto (Joss Rodríguez©).

La noche más granadina

La noche más granadina

XVI Muestra de Flamenco. Los Veranos del Corral – Gala flamenca de Granada

El jueves, último día de la segunda semana de Los Veranos del Corral, tuvo lugar la presentación de cinco jóvenes flamencos granadinos, que, desde hace años, vienen empujando con fuerza. Como nexos en común, aparte de su juventud, tienen unos mismos mitos referenciales, centralizados en la figura de Enrique Morente; y un claro afán por renovarse, basado sobre todo en el estudio.

Marta ‘la Niña’ y Alicia Morales, al cante, nos dejan voces bien templadas, ricas en altibajos y de gran conocimiento. Eficaces por separado, pero al unísono no terminaron de cuajar, aunque también la inseguridad de un primer momento o de un escenario de tal categoría puede que las intimidase.

Desde el primer piso del Corral del Carbón, sobre la balconada, que los efectos de luz la hizo florida, las cantaoras abren boca con unas tonás al alimón que despiertan a un público atento.

Alicia, consciente y modulada, accede en solitario a las tablas, y, acompañada a la sonanta por Álvaro ‘el Martinete’, nos propone en primer lugar granaína y media, en la que se acuerda de Vallejo, y abandolaos; y remata su entrega correctamente por seguiriyas.

Marta ‘la Niña’, más clásica, y con voz más aguda y potente, quizá más segura, hará en su turno una milonga dedicada a su abuela y una caña, en la que se acuerda claramente del maestro Morente y su amor por este palo, que incluía en casi todas sus apariciones. Estuvo arropada por la guitarra de Antonio de la luz.

Álvaro ‘el Martinete’ y Antonio de la luz presumen de un toque limpio y lleno de matices. Mientras el primero, con la fantasía Benamargosa de Riqueni, se inclina por una guitarra de corte concertista, al igual que su maestro Miguel Ochando. Antonio, con una rondeña, goza de las bondades del Sacromonte, con el rasgueo y los arpegios especiales de sus convecinos. Con estas dos muestras, el futuro de la bajañí en Granada está asegurado.

El baile, la naturalidad y la gracia, se llamó Rocío Montoya. Afincada en Norteamérica y perteneciente a la compañía Heartbeat of Home es una bailaora creativa y eficaz. Su entrega por levante y tangos supuso un ejemplo del arte por el arte, donde su disfrute fue extensivo al respetable, aunque su arranque fue poco más que cumplidor. A los postres, con más tronío y presencia, dará una graciosa pincelada por bulerías. Una cuestión empero tengo que objetar a esa costumbre, por desgracia de uso común, de abandonar el micrófono y cantarle a la bailaora en la boca del escenario. Estéticamente será efectivo, pero la voz, que es lo que interesa, se pierde y las o los cantaores hacer un sobreesfuerzo inútil, que sólo sirve para rozar sus gargantas. También eché de menos que se pronunciaran algunas palabras a lo largo de la noche.

Tras los aplausos, el quinteto aún se marcha por fiesta.

* Foto de Joss Rodríguez©.

Los caminos de Patricia

Los caminos de Patricia

XVI Muestra de Flamenco. Los Veranos del Corral – Touché 

No puede poner en duda Patricia que es una hija querida en Granada. Un patio rebosante de seguidores y el aplauso continuo así lo avalan. Pero si no fuera por el trabajo que hay detrás y el anhelo de superarse día a día, esta afición no sería nada. Igualmente sorprenden la coherencia de sus pasos y su afán de renovación, hasta poco a poco ir logrando un lenguaje propio. Por eso festejé con ganas su propuesta en el Corral del Carbón el pasado miércoles.

Touché es una apuesta rompedora y vanguardista, en la que quedamos ‘tocados’ de verdad, donde el violín eléctrico de Bruno Axel cobra un protagonismo especial y sinuoso paralelo a la apuesta de la bailaora. En ocasiones, pienso que, sin embargo, se abusa de él.

El baile sin fisuras de Patricia (posiblemente lo mejor de la semana) comienza por seguiriyas, donde incorpora una gran dosis de delicadeza y madurez. El violín, en sus sones, se acuerda de Morente, rompe el hielo, hasta que aparece la bailaora rellenando el espacio y descubriéndonos pasos ya conocidos y otros por conocer que inciden en una coreografía redonda. Patricia, metida en el papel, sin embargo, es sumamente circunspecta. Sus manos hipnotizan, los brazos y la cintura le acompañan y las vueltas sobre sí misma son un grácil acierto.

Le arropan José Ángel Carmona al cante, Paco Iglesias a la guitarra y Agustín Diassera a la percusión, que también merecen sendas felicitaciones

Después de un solo de guitarra, la entrega viene en forma de soleá apolá, cercana a la que cantaba Cobitos, estuvo marcada en su comienzo tan sólo por el violín y la percusión. Seguidamente entrará la guitarra y el baile, con destalles singulares y un ‘efecto moviola’ a su final bastante considerable.

La sorpresa, después de que el cuadro firmara unas bulerías, tiene forma clásica. Con violín convencional, Axel interpreta el segundo movimiento de La Chacona de Bach, mientras un romance por tonás lo aflamenca por encima, y Patricia, con cola negra, borda la pieza.

Acaba la noche por tangos, donde Bruno vuelve a enchufarse, incorporando el loop, técnica de autograbarse en directo y doblarse a sí mismo, para lograr ecos admirables. La bailaora, con vestido rojo de corte helénico, rebusca en pasos conocidos y de libre creación, exponiendo una coreografía de bastantes quilates.

Visto lo visto (y lo que ya conocemos), el nombre de Patricia se leerá pronto con letras capitales en la historia reciente del flamenco.

* Foto tommada prestada de su facebook (Teresa Montellano©).

Una asignatura pendiente

Una asignatura pendiente

XVI Muestra de Flamenco. Los Veranos del Corral – Anabel Moreno y Jesús Fernández

Hacía siete u ocho años que Anabel Moreno se fue de Granada buscando un hueco en la capital de España que aquí no encontraba. Y, aunque la hemos visto en momentos puntuales, no fue hasta el martes que trajo espectáculo propio a las maderas del Carbón acompañada, como pareja de baile, al gaditano Jesús Fernández. Su seguridad en el escenario, su identidad artística y su convencida madurez son evidentes.

Las palmas y los jaleos de los tres cantaores, Trini de la Isla, El Mati y Alfredo Tejada y la guitarra correcta y precisa de Jesuli del Puerto, hace innecesaria la presencia de la percusión.

Con unos romances y corridos se prueban las voces de los tres cantaores. Componen un buen cuadro de temple y facultad. A veces, sin embargo, el exceso de grito, desdibuja toda intención.

Los bailaores presentan un primer paso a dos original y despierto. Su entrada resulta algo tensa, pendiente y artificiosa, quizá por traicioneros nervios, aunque se irá limando a lo largo de la noche. Es grato atender el poso granadino que conserva Anabel en su juego de hombros, en su roneo (sobre todo en los tangos), en su caída (que será manifiesta en la soleá).

Un solo de guitarra precede a las prolongadas bulerías por soleá que aborda en solitario Jesús Fernández. Detenta un claro sentido del ritmo y una técnica vital cuajada de brío, pero es en los silencios, en los guiños de un cuerpo en reposo, cuando este bailaor rubrica con notoriedad.

Un generoso preámbulo por tangos de Granada, que se encierran en el éxito de Bambino No me des guerra, recibe un nuevo paso a dos en el que un versátil bastón sirve de excusa. Suavizado el frío de un comienzo, la entrega es auténtica y reconocida. Anabel, con la flor en lo alto de la corona y el galanteo aludido, reivindica su origen.

Una rueda de fandangos naturales, exacto en las tres voces, anuncian el final, que llega de la mano de Anabel Moreno por soleá y bulerías. Aunque suene repetido con la entrega de Jesús, tal vez obedezca a un paralelismo intencionado, a una simetría voluntaria. La tensión no ha disminuido; la velada ha ido creciendo hasta el final. La gente levantada y los minutos de aplausos son merecidos.

* Foto de Joss Rodríguez©.

La Lupi, de vuelta

La Lupi, de vuelta

XVI Muestra de Flamenco. Los Veranos del Corral – RETORno

La madurez artística de Susana Lupiañez, ‘la Lupi’, es innegable. Es una bailaora malagueña autodidacta, a la que le sobra sangre. Lleva años en escena y, aunque siempre ha sido corredora de fondo, ahora es cuando empieza a “deslumbrar” (deslumbrar entre comillas, pues quienes la conocen, los que la han seguido, siempre han reconocido su arte). Es quizá, a una llamada reciente para acompañar a Miguel Poveda, que el retumbar de su nombre se ha hecho campana.

Últimamente rueda una obra que se llama Retorno, en la que echa un mirada hacia atrás y se fija en las bailaoras de siempre, en esas que, como ella, no han aprendido de nadie, de lo que han visto, de lo que han experimentado. El viaje de ida ha sido realizado, ahora La Lupi está de vuelta.

Cargada de comicidad, hace un recorrido por la forma de bailar en los diferentes centros neurálgicos de Andalucía, exagerando las formas, los tópicos, haciendo parodia de cada esquinita, pero con el respeto que le otorga el trabajo que hay detrás, el conocimiento y la entrega. De esta manera, la bailaora hace un sobreesfuerzo; expone la seriedad de un trabajo repensado y, al mismo tiempo, el guiño grotesco a las constantes de cada forma de bailar. A la larga sin embargo resulta cansino.

Como acompañantes, Antonio Campos y Antonio Núñez ‘el Pulga’, dos grandes del cante de atrás que, sin embargo, no estuvieron al cien por cien; Curro de María, a la guitarra, es el alma, junto a la protagonista de esta historia; David Galiano, respetuoso con el cajón; y Nelson Doblas, con memorables quejíos de violín.

Comienza en Granada. La voz en off de una vieja gitana habla de años pasados y se detiene en la palabra “máscaras”, como definiendo el mundo. La Lupi aborda unos tangos del Camino. Es desorbitada, graciosa y provocativa, casi vulgar, con esa apertura de piernas, con esas miradas, con ese continúo subirse la falda y enseñar los pololos.

Un par de letras por malagueñas (quizá la mejor entrega de los cantaores) deriva en los verdiales acompañados tan sólo con palmas, violín y los palillos de la bailaora, que sigue en su tónica de arañar la tradición.

Para un nuevo intermedio, Antonio Campos y Curro de María, se van alternando la guitarra para hacer apuntes, sacromontanos, de los Habichuela y de Marote, el uno; de Niño Ricardo y Diego del Gastor, el otro; antes de darle paso a El Pulga para cantar unas bulerías de Cádiz, que pronto pasan a ser alegrías que reciben a la bailaora vestida de mar. Con vestido de cola blanco y azul va sembrando la sal de la Bahía en las tablas del Carbón.

Un solo de guitarra muy versificado precede la caña con la que La Lupi se asoma a Córdoba. De campera, con vestido negro, chaquetilla corta y sombrero cordobés, va desgranando marcialmente los ayes de esta pieza. Hay que reconocer también un juego de voces imbricadas interesantes.

Termina la noche dándole juego a un mantón mientras Antonio Núñez interpreta una zambra caracolera, con letra de difícil digestión, “después de tus besos, morir por España” (sic).

La sonrisa de la bailaora no se desprende de sus labios; sus escobillas y sus desplantes, como digo, tienen doble mérito, aunque el repetido abuso de la mofa desvanece toda intención. Su vista está centrada en el pasado y el porvenir, en lo importante y en lo superfluo, cuando vuelve a oírse la misma voz en off del comienzo, insistiendo en la idea final: “máscaras, máscaras, máscaras”. Quizá eso sea todo.

* Foto de Joss Rodríguez©.

El idioma de los gitanos

El idioma de los gitanos

Una de las teorías sobre el origen de los gitanos en el norte de la India alrededor del año 1000, y su posterior éxodo, es la idiomática.

El romaní es el conjunto de variedades lingüísticas propias del pueblo gitano (rom), surgido de los dialectos pácritos (claramente relacionados con el sánscrito clásico) hablados entre el año 500 a.C y 1000 d.C. en la India y Pakistán.

Hasta esa fecha las lenguas indoarias tenían tres géneros: masculino, femenino y neutro, como tuvo el romaní.

Manuel Cáliz Córdoba, en El enigma de la raza gitana, comenta que los habitantes de la zona del Punjab se denominaban rajatanos, “que, como puede observarse, es muy cercana a gitanos”. Cáliz basa su argumentación en coincidencias, además de lingüísticas, fisonómicas: «estatura media, rostro alargado, pómulos salientes, labios gruesos, nariz delgada, cabello negro y lacio, ojos negros y vivos, tez morena y bronceada y tórax estrecho». También hace mención a la semejanza organizativa en “tribus y castas”, entendiendo la familia como la unidad básica de supervivencia. (Françesc Botey dirá que “la patria del gitano es la propia sangre”, y Félix Grande explica que “la familia es la patria que le queda a los miserables”.)

A este respecto, Juan de Dios Ramírez Heredia, primer Diputado de raza gitana de la historia española, de 1977 a 1986, escribe entre sus numerosos alegatos a la defensa de su pueblo: «obsérvese el siguiente hecho original que se da entre los gitanos de todo el mundo. Tan convencidos estamos de los lazos de unión familiar que nos unen a todos los componentes de la raza, que tratándose de individuos de edad parecida nos llamamos entre sí ‘primos’, y, si somos de edades muy diferentes, el más joven llamará ‘tío’ o ‘tía’ al mayor, y éste le dirá ‘sobrino’ o ‘sobrina’ al menor. Y normalmente, para llamarnos la atención unos a otros, no acostumbramos a usar las expresiones vulgares ‘oye tú’ o ‘fulano, atiende’, sino que nos interpelamos mutuamente llamándonos ‘pariente’».

El romaní, como vemos,  parte de la lengua indoeuropea, pero se enriquece con palabras prestadas de las lenguas que se hablaban en los países por los que los gitanos fueron pasando: del persa, del kurdo, del armenio y del griego...

Johann Christian Christoph Rudiger lo confirma y, en 1782, puso de manifiesto la similitud del romaní con el hindustaní y otras lenguas indoarias del norte de la India y Pakistán. Posteriormente estudios genéticos han demostrado que las poblaciones gitanas poseen frecuencias en ciertos tipos de cromosoma Y y en el ADN mitocondrial que sólo se dan en la India al igual que ciertas enfermedades genéticas muy características de esa localización geográfica. Se ha llegado a la conclusión de que ambas poblaciones se separaron hace unas cuarenta generaciones.

Hoy en día el romaní es hablado en Europa, oeste de Asia, norte de África y América. El caló, también conocido como zincaló o romaní ibérico, se usa en España, Francia, Portugal y Brasil (una población total estimada entre 65.000 y 170.000 personas). Posee una marcada influencia de las lenguas romances con las que convive; fundamentalmente del castellano y, en mucha menor medida, del euskera (que no es romance). Tiene varios dialectos: caló español, caló catalán, caló occitano (extinto), caló vasco o erromintxela, caló portugués, caló angoleño y caló brasileño.

El primer documento conocido en caló es un manuscrito del siglo XVIII titulado Jerigonza. Fue hallado en la Biblioteca Nacional de Madrid y publicado por el filólogo inglés John Hill en 1921. Recientemente ha sido revisado por el catedrático Ignasi Xavier Adiego, de la Universidad de Barcelona. Marcelo Romero Yantorno, en Del romanó al caló: seis siglos de lengua gitana en España, comenta: «La fonología de este Caló temprano ya muestra influencia del dialecto andaluz , y es evidente que la lengua descrita aquí ya es Caló y no Romaní porque por caso los verbos aparecen con la terminación española de infinitivo, tal como hoy en día».
Por su parte, el vocabulario oficial u oficioso, español (y latinoamericano), también ha incorporado palabras del caló. Los ejemplos más conocidos (sobre todo en ciertos círculos) son: bajañí (‘guitarra’), biruji (‘frío’), boliche (‘casino’, ‘bar’), bulo (‘embuste’), camelar (‘querer’, ‘seducir’), chaval (de chavalé, vocativo de chavó, ‘chico’, originalmente ‘hijo’), chingar (‘fornicar’), chola (‘cabeza’), chungo (‘difícil’), churumbel o chaborrí (‘niño’, ‘bebé’, ‘hijo’), chusma (‘muchedumbre’), coba (‘persuadir’), curda (‘borrachera’), currar (‘trabajar’), duquelas (‘preocupaciones’, ‘fatigas’), espichar (‘fallecer’), fetén (‘excelente’), gachí (‘mujer’), gachó (de gadjó, ‘hombre’), gili (‘tonto’), jalar (‘comer’), jeta (‘hocico’, ‘cara’), jiñar (‘defecar’), lache (‘vergüenza’), longui (cándido’), mangar (‘robar’), menda (‘yo’), molar (‘gustar’), ojana (’hipocresía’), oropéndola (‘ilusión’), parné (‘dinero’), pinrel (de pinré, ‘pie’), pirarse (de pira, ‘fuga’, ‘huida’), postín (‘lustre’), paripé (‘fingimiento’), piltra (‘cama’), pitingo (‘presumido’), sandunga (‘gracia’), tasca (‘taberna’).

También he encontrado un nombre propio: Tamara, que es el nombre la virgen María.

* La comunidad romaní de Serbia celebra, en mayo de 2011, la edición del Evangelio según San Marcos en su lengua.

La perfección vive arriba

La perfección vive arriba

XVI Muestra de Flamenco. Los Veranos del Corral – Mayte Martín

Es curioso que Mayte Martín se acordara de Lole y Manuel en la bulería que, a modo de bis, cerró el espectáculo del último día de julio en el Corral del Carbón, en el que ella misma se acompañó con la guitarra. En concreto se trata de Un cuento para mi niño, un poema de Juan Manuel Flores, que hacía el corte tercero del primer álbum Nuevo día, de 1975, de la pareja sevillana revolucionaria, aún sin saberlo si quiera. Es curioso, como digo, porque Mayte siempre me ha recordado a Lole Montoya, por su voz dulce, limpia y afinada; por su aparente inocencia y por su poder hipnótico. Aunque la cantaora andaluza gozaba de una calidez somática de amplio espectro, mientras que a la catalana le arropa una asepsia recuadrada. Las dos operan a corazón abierto, Mayte en la sala fría de un quirófano, Lole en un improvisado hospital de campaña.

La perfección, que ambas rozan, sin embargo, parece que se ha trasladado más arriba, de las orillas del Guadalquivir a la Ciudad Condal. Porque el concierto no tuvo fisuras. Todas las piezas encajaban en su sitio, como en un sencillo rompecabezas, desde el sonido, con técnico propio, hasta el excelente guitarrista, Juan Ramón Caro, un tocaor a la medida, pulcro, exacto, suave. Parece que acaricia la sonanta y no la rasca, aunque sabe sacarle el quejío que una seguiriya precisa o el auge de la fiesta por Cádiz. Mayte lo ensalza en su altura, hablando durante toda la función en plural, pidiéndole consejo y guía.

El recital, por su parte, fue clásico y previsible; lineal dentro de la excelencia, parco en su exposición: guitarra y voz. Aunque definitivamente no se necesitara más.

Por peteneras comenzó su entrega, a la que siguieron malagueñas, que se abandonaron por rondeñas y unos valientes fandangos del Albaicín que levantaron al público de sus asientos.

En las seguiriyas, al seis, se acordó de Manuel Molina y de Cagancho, y acabó con la cabal de ‘El Pena’, antes de pasar a los generosos fandangos de Huelva y al garrotín.

La noche se fue animando, sin ese punto de pausado sentimiento con que Mayte tiñe todos los temas. Así, el cante más festero nace para ser escuchado, aunque también es habitual ver a esta intérprete cantarle al baile. Sus facetas son tan grandes como su sensibilidad e igual se embarca en el flamenco, su fuerza vital, como en el bolero, la poesía libre o la canción de autor. Quizá por eso se echaron en falta algunos arriesgados devaneos que trascienden el flamenco.

Con todo y con eso, fue un concierto redondo, un encaje de puntillas metódicamente impecable. Como en las cantiñas o en las bulerías finales que acabaron en los hermosos cuplés María de las Mercedes, que cantara en su día Marifé de Triana, o Un compromiso, del maestro Javier Solis.

Con este recital culmina exitosamente la primera semana de ‘Los veranos del Corral’, un ciclo de categoría que va in crescendo año tras año, una referencia ineludible en el mundo flamenco, que la ciudad de Granada no puede permitirse la frivolidad de perderlo.

* Foto de Joss Rodríguez©.