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Cuando el trío suena

Cuando el trío suena

XVI Muestra de Flamenco. Los Veranos del Corral – Dorantes

No hay como una gran banda para improvisar. David Peña Dorantes, aunque ya estuvo en el Corral hace bastantes años con Eva Yerbabuena, es la primera vez que viene como solista. Desde un primer momento sabe que entra en una cajita de bombones, un escenario “precioso”, según sus palabras, en una ciudad “preciosa” y con un público “precioso”. Con apenas 250 localidades en el patio nazarí, cualquier concierto se convierte en familiar, en un recital entre amigos y para los amigos. El espíritu del Carbón es ese, desde sus inicios. El músico, los músicos, tienen hora y media para exponer sus intimidades, para confesarse, sobre todo a ellos mismos, para comulgar con un público entregado, al que un sonido y unas luces medidas al extremo lo envuelven. El artista se desnuda. Se juega todo y no se juega nada. Expone sus cartas: un poquito de lo vivido y un poquito de lo por vivir.

Dorantes lo tiene claro y se calza guantes de algodón para hacer algo nuevo e irrepetible, de notas y melodías que se agolpan en su cabeza, pero también de las músicas que le dictan los hados en el momento.

Con una formación clásica y rompedora, con un carácter abierto y contemporáneo, pero sobre todo con un espíritu libre, el pianista lebrijano, se deja llevar y, arropado por dos cómplices, Francis Posé al contrabajo y Javier Ruibal a la batería, que vienen acompañándolo de antiguo y están perfectamente compenetrados, va hilvanando un tema con otro, bordando una noche machadiana.

A decir verdad, el jazz se impuso al flamenco. Salvo un guiño a la zambra caracolera en la pieza de apertura y alguna solapada incursión en la fiesta o la nana, todo fue libre creación jazzística.

Haciendo un ejercicio mental, también podríamos distinguir aires de guajiras en el segundo corte. Pero no nos engañemos, el flamenco está en la sangre de este músico, el pellizco está asegurado y el ole se escapa casi sin querer. Dorantes se asoma a los ritmos caribeños, como se asoma al bolero o a la balada.

El baterista toca con escobillas o con la mano abierta, que es la mejor forma de estar sin estridencias. El contrabajista es discreto, pero cuando le toca el turno de improvisar va cantando sus notas a la par que acaricia las cuatro cuerdas. Ambos con solos memorables.

Aunque también, en cierta manera libres, el trío no dejó de asomarse a composiciones ya grabadas, de su tercer y último trabajo discográfico en especial (Sin muros, 2012). Como Errante, unos tangos dedicados a los gitanos de Sevilla, interpretados en el disco por José Mercé; o la bulería Sin muros ni candados, en los que rasca las tripas al piano y el bajo es tañido con arco y los timbales conocen las baquetas de peluche.

Es el espíritu que le guía. El nomadismo de su pueblo ya no es físico y en carreta, sino anímico y creativo. Sin muros quiere decir sin ataduras, sin un destino definido, pero con un claro pasado, con una conciencia de raza y con la seguridad de que todas las músicas tienen un mismo nexo de unión.

Después de los aplausos, como regalo, Dorantes interpretó el Orobroy, tema identitario del compositor sevillano, perteneciente al disco del mismo nombre de 1998.

* Foto de Joss Rodríguez©.

Buenos vientos para el flamenco

Buenos vientos para el flamenco

XVI Muestra de Flamenco. Los Veranos del Corral – Jorge Pardo 

Jorge Pardo sonríe desde que sale a escena. Habla con su gente y organiza el combo como si estuviera en un club de jazz. Habla con el público, presenta los temas, duda sobre cómo proseguir, admite propuestas. Se siente cómodo, aunque parece su estado habitual. Cuando cesa su actividad y deja que sus compañeros se extiendan, disfruta con ellos  marcando el ritmo en la culata del saxo tenor o en la banqueta que le sirve de apoyo.

Como los grandes músicos, es humilde y generoso. Su mundo conocido es el jazz; su mundo creado es la fusión. Comenzó con el flamenco en el sexteto de Paco de Lucía, en el que fue sembrando escuela. Al igual que el cajón, que se introdujo por la puerta grande en flamenco de la mano de Ruben Damtas, de la misma agrupación del de Algeciras, los vientos, con este músico, adquirieron autenticidad y compromiso.

Jorge es versátil y creativo. Ha grabado con numerosos jazzístas y flamencos, como Ketama, Ray Heredia o La barbería del sur, pero también con músicos menos conocidos, como con el pianista granadino Jesús Hernández.

El escenario vacío recibe a Jorge Pardo con su travesera. No tardamos en identificar los primeros compases de la Danza del Fuego de Manuel de Falla con un ritmo festero. Parece que este tema haya sido escrito para flauta. El fuego crepita y, en su mitad, requiere a Bandolero para que una sus fuerzas a este brujo amor. La percusión es precisa y completa con cajón y batería. A veces había que asomarse para comprender todo el cumplimiento. Con los pies manejaba los dos pedales, el bombo y el charles, con una mano baqueteaba el redobles y con la otra palmeaba la caja, sin perder un ápice de frescura y naturalidad.

Terminado el ritual del fuego, como si fuera una invocación, Josemi Carmona, solo en las tablas, interpreta una granaína en honor a la tierra de sus mayores. Desde su padre, Pepe Habichuela, también guitarrista, hasta el cantaor José Luis o el percusionista José Antonio, varios Carmona se arraciman en el patio de butacas. Josemi recuerda constantemente su disco Las pequeñas cosas (2011), incluso algunos temas pertenecen a este trabajo. También acude a la técnica del loop. Intentaré explicarlo. El loop es un anglicismo (se puede traducir como ‘bucle’), muy empleado en el jazz o en la música electrónica, que consiste en autograbarse, por medio de samples, para reproducir continuamente esta secuencia, ocupando uno o varios compases, para permitirse tocar por encima. Hay que tener habilidad para usar esta técnica para tocar sin desajustes.

La madre de Camarón, recuerda el saxofonista madrileño, cantaba unas alegrías dedicadas a la Perla de Cádiz, que son reproducidas a continuación. Los vientos de Pardo hacen las veces del cantaor y, conociendo el tema, no es difícil que recordemos este tema conforme va sonando. Un tema que desemboca, como casi todas las entregas de la noche, en puro jazz, con sus incursiones individuales y su buena dosis de improvisación.

Dos apagones de luz y unas décimas de silencio perturbaron una noche de entrega y afición, cuando el saxo es indiscutible protagonista en la soleá por bulerías, con una aplaudida coda jazzística.

Seguimos con la fiesta. Unos tangos, que se asoman al camino y terminan como en balada, definen a un trío compacto. Se entienden a la perfección. Una simple mirada determina el camino.

De nuevo con la travesera, ya hasta el final del concierto, Jorge aborda un bolero que es un popurrí, que comienza con Historia de un amor de Los Panchos y termina con las notas de Summertime, pasando por el Gwendoline que cantaba Julio Iglesias.

Antes de continuar, a petición del público, sonó un fragmento de la bulería Almoraima, grabada por Paco de Lucía en 1976, y que acompañó al sexteto en todas sus giras. Unas bulerías que se prolongaron hasta el post festum, pues pronto pasaron a ser Los cuatro muleros de García Lorca y después a bulerías más tradicionales en el bis que, a los postres, continuó haciéndole guiños a Federico con el Zorongo gitano o el Anda jaleo.

Definitivamente, soplan buenos vientos para el flamenco.

* Foto de Joss Rodríguez©.

Un agradable paseo

Un agradable paseo

XVI Muestra de Flamenco. Los Veranos del Corral

Permitidme que personalice este artículo, pues, llevo tanto escrito de La Moneta, que me he convertido oficiosamente en uno de sus biógrafos. Por eso no voy a repetir que es una bailaora completa, a la que le bailan hasta las pestañas, que tiene un sentido del ritmo más que preciso. Por eso no quiero hacer hincapié en el brillo de sus ojos, en el poder hipnótico de su mirada, en su fuerza telúrica, en sus silencios estremecedores, en esos desplantes que son desafíos al público que la mira, al cielo que la envuelve, a ella misma que está tan segura en su cuerpo como en un regazo. No quiero tampoco incidir en su vena contemporánea, que cada vez se nota menos, pero que tiñe su baile de un color muy personal, ni en los detalles adaptados de sus mayores, de sus maestros, que son patrimonio de todos, que son hitos en la danza, que forman parte de sus movimientos como una bolita verde en su cadena de adeene. El sentido del espacio, la manera de bailarle al cante, el reparto de responsabilidades y protagonismos entre sus músicos, tampoco es novedad. La sutil improvisación, la redondez de sus piezas, el minutaje perfecto, el estudiado final…

No, no voy a insistir en nada de eso. Sólo deseo comentar una cuestión latente que, aunque la observo de lejos, ha quedado en mi manga como los ases de un tahúr. Ver a Fuensanta la Moneta es como pasear por el parque, como ver a un niño corriendo, o mejor, como contemplar el agua que brota de una esquinada fuente. Quiero decir que es tan natural, tan fresco, tan limpio, como eso. La Moneta es agua que mana o que cae de las nubes, que a veces es llovizna y a veces torrente, y es tan natural la gota como el aguacero.

La bailaora granadina así no actúa; está pero no está encima de un escenario, preocupada de sus pasos o de las acotaciones de un guión. Fuensanta (‘La Fuensi’) pasea, se deja arrastrar como esa lluvia comentada que la tierra ya no puede asumir. Nosotros, espectadores, nos dejamos empapar como niños con botas nuevas. Pisamos los charcos con alegría y esperamos el arco iris por levante que anuncia un sol que, lo han adivinado, es ella misma.

Desde hace años esta bailaora inaugura o la clausura la Muestra flamenca del Corral del Carbón. Viene a ser la guinda del festival, el tácito buque insignia esperado. El lunes, con un lleno absoluto (aunque con menos sillas que de costumbre, cosas del Patronato), La Moneta abre la noche por cantiñas. Con los colores de Andalucía en su vestido, más blanco que verde, baila las propuestas de un cuadro escogido. Porque los músicos forman una piña y asistir a su actuación es presenciar también la guitarra sacromontana de Luis Mariano y la percusión de Miguel ‘el Cheyenne’, los dos excelentes intérpretes de la tierra, creadores incansables y suplementarios; y el cante nuevo y viejo del jerezano Miguel Lavi, un cante que sale de las entrañas con más o menos dolor y se filtra por el aguardiente de sus cuerdas vocales para saber exactamente donde pellizcar. Otro u otros cantaores le acompañan, que van variando según la época, según la función. En esta ocasión, el gaditano Matías López ‘el Mati’ complementa con voz rota, y sentimientos a la par, los requiebros rebuscados y las letras no convencionales de Miguel Lavi. Un excelente cuadro que funciona pon sí solo, pero que en ocasiones se vio descompensado en su amplificación. Al principio las voces tenían poco volumen, la guitarra se saturaba en otros momentos, el yembé imponía su latido como el trueno.

La imagen de Paco de Lucía proyectada sobre el escenario supone la dedicatoria del espectáculo al tocaor de Algeciras. Con motivos granadinos, estas representaciones fílmicas, rellenaban innecesariamente la escena.

El Mati comienza a capela la seguiriya de Enrique Morente Mírame a los ojos, de su disco Despegando, de 1977, para seguir con otra serie de tonás y pasarle el testigo al Lavi, que finaliza con el martinete En el barrio de Triana, grabado por Tomás Pavón en los años 40. Estos cantes ‘a palo seco’ desembocan en seguiriyas. La Moneta, de oscuro, vuelve a dar una lección de dramatismo y control en esta pieza que siempre ha sido su carta de presentación. Pero, como dijo Camarón, no hay cante chico ni grande, para nuestra protagonista no hay gradación en sus propuestas. Cada baile es único y es supremo. Si no, basta con atender a los tangos del final, que fueron una verdadera fiesta.

Antes de ellos, sin embargo, unas bulerías de Luis Mariano, sirven de interludio entre los dos últimos bailes. Unas bulerías que comienzan acordándose de la coda de Fernanda y Bernarda del maestro Enrique y que ofrecen un momento de especial lucidez al percusionista.

Los tientos-tangos, en su comienzo, se asoman a la zambra, con ese dejillo moro inconfundible en el soniquete de Granada. La Moneta firma, con mano infalible y juego de cintura, el mejor roneo que podemos hallar sobre un escenario. Sus caídas son aciertos, sus dedos orientales, su sonrisa cómplice.

Tras los aplausos, abundantes y merecidos, aún hubo tiempo de un fin de fiestas por bulerías que, dentro de su espontaneidad, pareció parte del programa.

* Foto de Joss Rodríguez©.

Échale carbón

Échale carbón

Los Veranos del Corral 2014

Granada tiene tres eventos flamencos a destacar, tres ciclos imprescindibles que se van jalonando a lo largo del año para satisfacción de los aficionados y visitantes en general. La cita de primavera se llama Flamenco Viene del Sur; entrando en el verano, se nos presenta el Festival de Música y Danza; y, en pleno estío, a caballo entre julio y agosto, contamos con Los Veranos del Corral, que vienen ofreciéndonos desde hace dieciséis años lo más granado del flamenco joven, y no tan joven, de nuestro país, que se complementa con la serie Lorca y Granada que se asoma a los jardines del Generalife.

Gozando esta tierra de noches benignas en la época donde aprieta el calor, nos podemos permitir la programación de actividades al aire libre en los múltiples rincones con encanto e historia que se arraciman en la ciudad.

Los Veranos del Corral, subllamados Muestra Andaluza de Flamenco, como su nombre indica se desarrollan en el Corral del Carbón, una alhóndiga nazarí del siglo XIV, en pleno centro de Granada. Este escenario tiene verdadera magia por el lugar en sí y su poso histórico, pero sobre todo por su cercanía, apenas 250 butacas, y por la calidad del sonido que, como un elemento vital, siempre se ha observado.

La vanguardia del baile a escala nacional ha tenido un referente en la ciudad de la Alhambra, aunque sin olvidar otras disciplinas. El flamenco tiene tres patas. Junto al baile, protagonista de estos encuentros, se acomodan el cante y el toque, y, ya sea todo junto o por separado, en el Corral siempre han estado presentes.

La decimosexta edición, que se expone desde mañana, 28 de julio, hasta el viernes, 15 de agosto, ha querido apostar este año por figuras relevantes, por músicos de primera fila en el panorama nacional. Es más, son los mismos flamencos los que dicen de acudir a formar parte de los nombres que ya han pisado y disfrutado de las tablas del Corral.

Como decimos, mañana a las diez y media de la noche, abrirá la muestra la granadina Fuensanta La Moneta una de las bailaoras más prestigiosas de nuestra actualidad, llamada sin lugar a dudas a ocupar un puesto en el disputado olimpo del baile flamenco. El martes, 29, el Corral se tizna de jazz, con el versátil saxofonista madrileño Jorge Pardo. Desde hace tres décadas, todas las formaciones, tanto flamencas, como jazzísticas o de otras disciplinas, se disputan los vientos de este músico que vendrá acompañado de la guitarra de Josemi Carmona (ex Ketama) y la percusión de ‘Bandolero’, que tanto arropó a Enrique Morente.

El piano flamenco, un instrumento que parece que ha nacido para ser gitano, tiene un nombre indiscutible. David Peña ‘Dorantes’ paseará el arte de las teclas y el sentimiento jondo por este patio el miércoles día 30.

Se cierra la semana con la voz dulce y afinada de Mayte Martín y la guitarra precisa de Juan Ramón Caro. Si buscamos sensibilidad y estremecimiento no tenemos más que escuchar a esta catalana.

El mes de agosto, aunque con nombres menos mediáticos, alcanza el mismo prestigio que su precedente. El lunes 4, abrirá el escenario La Lupi, bailaora malagueña de peso y gracia, que vendrá acompañada de dos grandes del cante de atrás, Antonio Núñez ‘el Pulga’ y el granadino Antonio Campos, que podemos ver estos días en el espectáculo del Generalife.

Los días 5, 6 y 7, estarán centrados en propuestas granadinas. Por orden veremos bailar a Anabel Moreno y Jesús Fernández; y a Patricia Guerrero el miércoles; así como una muestra de jóvenes promesas el jueves: Marta ‘la Niña’, al cante, Álvaro ‘el Martinete’, a la guitarra, y Rocío Montoya, al baile.

La segunda y última semana de agosto, será una continuación de la primera. El lunes 11 podremos ver el baile de Adrián Santana y Agueda Saavedra; para continuar con la sangre en el baile de Pepe Torres al día siguiente.

El miércoles tendremos otro peso pesado del cante, el cordobés Manuel Moreno Maya ‘el Pele’; y, cerrando el ciclo, tenemos a un bailaor y coreógrafo que quita el sentío. Se trata del granadino Manuel Liñán.

Al programa hay que añadirle un día (viernes 15) dedicado al flamenco más oriental, que, sin embargo, tiene mucho que decir. Japón y el Duende viene de la mano de la bailaora Ayasa Kajiyama.

Son trece espectáculos exclusivos que no hay que perder. Cualquier aficionado que desee sentir el pulso actual del flamenco no tiene más que asistir los próximos días, a partir de las diez y media de la noche, al Corral del Carbón.

Granada, zona cero

Granada, zona cero

En la memoria del cante: 1922

Aquí empezó todo. El flamenco, denostado por la autoridad y condenado al vulgo, se vistió de largo y adquirió un marchamo de dignidad y atención cultural en el patio de los Aljibes de la Alhambra, en 1922. Aunque ya se habían interesado por este arte algunas figuras de nuestras letras, como Gustavo Adolfo Bécquer o Demófilo, padre de Antonio y Manuel Machado, no es hasta la fecha antedicha, que un grupo de intelectuales, también extranjeros, encabezados por Falla, y seguido por Zuloaga, Lorca o Ginés de los Ríos, organizaron el primer concurso de cante jondo de la historia.

Fue aquí, en Granada, donde se dieron cita lo más granado del flamenco de la época y los valores emergentes. Fue en esta cuna, más que le pese a occidente, donde se dio un paso superlativo en la continuidad y profesionalización del cante y, con él, de la guitarra y la danza.

Rafaela Carrasco, al frente del Ballet Flamenco de Andalucía, trae al Generalife, dentro del ciclo Lorca y Granada, una visión muy personal de aquel evento y de su repercusión, de la mano de sus protagonistas, con una estética más bien estática y carente de sentido espacial, dadas las dimensiones del escenario.

La bailaora sevillana nos presenta una obra madura, estrenada en enero y representada ya por media España y en Francia, que, sin embargo, no muestra claramente ese bagaje.

Comienza el espectáculo con un aleccionado cuerpo de baile zapateando al vacío y a ese viento que se debió filtrar a través de la alcazaba en los días 13 y 14 de junio de 1922. Pronto el silencio se convierte en el Manifiesto del 22 leído para la ocasión. Francisco Suárez presta su voz en off.  

La Presentación del jurado, con cantes pregrabados de Chacón, Manuel Torre o La Niña de los Peines, que bailaron los tres solistas, David Coria, Ana Morales y Hugo López, se hizo un poco larga entre el celofán de la pizarra y los altibajos en las mezclas. Minutos sobrantes que se dejaron ver en algunas de las piezas restantes.

El artista invitado, la estrella mediática, José Enrique Morente, con una voz clara y modulada, sobresale en los abandolaos que a los postres se convierten en Fandangos de Frasquito, a la manera que los abordan los Morente, sin atender a la respiración pero con eficacia suma. El joven José Enrique tendrá otros momentos gloriosos dentro de la función en los que, a modo de romance y a capela, desgrana algunos poemas de Federico con personalidad y empuje, en los que hace notar los mismos mediotonos que supo sembrar su padre.

La Rondeña de Ramón Montoya, es una pieza delicada, un mineral precioso, al que Rafaela ha sabido sacarle un partido elegante en su parquedad y equilibrio. Para mí, quizá, la mejor entrega.

Hugo López, en solitario, baila la Seguiriya de Manuel Torre. Su baile es certero y merecidamente aplaudido, aunque el sonido de la guitarra no fuera todo lo pulcro que hubiésemos deseado. Prácticamente todas las piezas tienen parte de memoria y de actualidad contemporánea evidenciando que de esos troncos estas ramas.

La escena entonces se viste de color y se asoma de lleno al Sacromonte, proponiendo el Cuadro de La Zambra, como homenaje a María la Gazpacha. Algo tópico y pedestre, pero justificado y al gusto común. Alboreás, tanguillos, cachucha o tangos del Petaco se sucedieron y se acabó con La Mosca, sin ese toque de picardía que identifica a este baile. Rafaela tiene el buen gusto de no incluir, ni en éste ni en otros momentos, ningún elemento de percusión, aparte de las palmas.

Un poco por tarantos, rematados por tangos, dan paso a la Saeta de Pastora Pavón, La Niña de los Peines, precedido por el cante morentiano e ilustrado, con verdadero estremecimiento, por Ana Morales, apoyada por todo el cuerpo de baile a su final. Segundo momento glorioso.

Los correctos cantaores, Antonio Campos y Miguel Ortega, se reparten alternos las Tonás de Manolo Caracol, mientras el cuerpo de baile, de exclusivo traje negro, incidiendo en la igualdad, zapatean orillados, casi marginales, el ritmo por seguiriyas que conviene a este cante.

La Malagueña de Antonio Chacón, con la guitarra acelerada en su culmen, mientras la voz sigue su camino; la caña, que interpreta Antonio Campos, alusiva al Concurso; y la Soleá de Diego Bermúdez el Tenazas, ganador de aquel certamen, precedida por el poema Pueblo de García Lorca, recitado en off, nos acercan al final de la mano de la capitana de este barco que empieza a navegar con brisa inestable (la única de sus incursiones). Rafaela Carrasco aborda las Cantiñas de Juana Vargas La Macarrona en las que encierra toda la filosofía de la obra, atravesando en su baile desde lo más novedoso y contemporáneo hasta lo más añejo. Destacable es su juego de hombros y el control de su imagen. Lástima que sus tacones estuvieran poco sonorizados.

Bastantes días quedan para seguir rodando esta obra cuajada tanto de buenas ideas como de grietas subsanables. Bastantes días quedan para hacer un examen con perspectiva para que más pronto que tarde esta obra consiga la esfericidad que este encuentro precisa.

* foto tomada de Huelva Ya©.

En el laberinto

En el laberinto

Siempre me han atraído los laberintos, esos pasillos, que pueden ser eternos, en los que su entrada está clara, pero su regreso es incierto. Puede ser un símil de la vida, o de la mente, del pensamiento de algunas personas que ni creen en las ciencias exactas, en el pensamiento lógico, en el camino recto.

El objeto del laberinto es perderse, no encontrar la salida, como en el regreso a Ítaca, dilucidado por Cavafis, lo importante es el camino, la odisea, no el arribo a las playas bondadosas donde un sabio porquero nos guíe a los brazos de Penélope.

En los jardines románticos del Renacimiento, se componían intrincadas calles de setos y arbustos, de confusión e intimidad, para favorecer la intriga de amor que quizá un billete pícaro ha despertado.

Dédalo construyó un laberinto en Creta para encerrar al Minotauro y ofrecerle presas humanas sin temor a que todo lo asolase, hasta que un héroe de la península le dio muerte y encontró la salida gracias al hilo de Ariadna.

En este mismo laberinto quedó encerrado su constructor, por satisfacer los deseos de su reina a espaldas del rey Minos. Ícaro, el hijo de Dédalo, penó con él hasta que encontró la liberación en forma de plumas y cera. La libertad acercó su vuelo al sol, que derritió sus alas. Donde cayó surgió una isla que los tiempos conocen como Icaria, al sur de Turquía.

Para Borges el laberinto (o dédalo, en honor al mito) es muy recurrente como idea del tiempo que nos marca, del infinito inabarcable, de los sueños incontrolados, del libre albedrío en el jardín donde los caminos no hacen más que bifurcarse.

La esencia del laberinto, sin embargo, reside en tu propio interior. Los primeros que imaginaron el concepto de laberinto fueron los antiguos mesopotámicos, a través de las tripas de los animales o de los intestinos a los seres humanos, que solían arrancarles para predecir el futuro. Después aparecerá en el arte egipcio, hindú, celta y de los pueblos del Mediterráneo.

Así la forma del laberinto remite a las entrañas, que, a su vez, se corresponden con el laberinto exterior. En El libro ilustrado de signos y símbolos se dice que “algunos laberintos poseen un claro sendero que conduce hacia el centro donde está la verdad: otros resultan más complicados y enigmáticos, pues el camino se divide constantemente. Este tipo de laberintos suele aparecer en sueños y representa la indecisión. Más difícil que entrar, resulta salir, por lo que sólo los sabios pueden encontrar el camino para atravesarlo”.

También tienen un componente místico. Los laberintos representaban el viaje de la oscuridad a la luz o la sabiduría secreta descubierta tras la superación de una prueba, atrapaban a los malos espíritus

Carl Gustav Jung, en El hombre y sus símbolos, dice que “en todas las culturas, el laberinto tiene el significado de una representación intrincada y confusa del mundo de la consciencia matriarcal; sólo pueden atravesarlo quienes están dispuestos a una iniciación especial en el misterioso mundo del inconsciente colectivo”.

En El Lenguaje sagrado de los símbolos, Jesús Callejo explica: “El laberinto clásico suele tener tres o siete círculos, en todo caso un número impar. Es más que probable que ciertos templos iniciáticos se construyeran de este modo por razones que sólo conocían los sumos sacerdotes, pero que sin duda tendría que ver con la búsqueda espiritual, con la muerte y el renacimiento, sorteado el adepto o neófito diferentes pruebas en el camino. El más conocido es el que está situado en el suelo de la catedral de Chartres, en París, un circuito de once vueltas que conduce siempre hacia el centro. Hasta se creía que habían sido diseñados para que los demonios entrasen en él, se perdiesen en sus vericuetos y nunca más pudieran salir”.

Según Waldemar Fenn, “ciertas representaciones de laberintos circulares o elípticos, de grabados prehistóricos, como los de Peña de Mogor, en Pontevedra, han sido interpretadas como diagramas del cielo, es decir, como imágenes del movimiento de los astros”.

* Baccio Baldini, Teseo y Ariadna al lado del laberinto de Creta, 1460-1470.

La foca monje

La foca monje

Un año, desde el que ha llovido bastante, en el Mirador de las Sirenas del Cabo de Gata, en Almería, al pie del faro que domina la punta sur oriental de la península, creí descubrir una foca monje, a falta de sirenas en su arrecife, aunque también puede que fueran mi imaginación y mis ganas.

La foca monje, llamada así por parecer con su color oscuro que va vestida con un severo hábito de fraile, era muy abundante en el Mediterráneo antiguo.

Sus manadas se arracimaban en las costas, entre las rocas, y los griegos las llamaban amigas de los pescadores por su extremada confianza. La Odisea cuenta que Ulises, disfrazado con la piel de una de estas focas, se acercó al ‘Viejo del Mar’ para poder aprender sus secretos sin alarmarlo.

Por lo visto, en las playas y las caletas rocosas españolas era frecuente ver retozar a alguna colonia de estos mamíferos marinos que, sobre todo en invierno, se guarecía en cuevas bajo las rocas.

Después, a pasos agigantados fueron desapareciendo, por la creciente urbanización de las costas y por la imperdonable caza feroz a la que fueron sometidas.

Por los años 80 (aproximada fecha de mi avistamiento) había censados ‘dos individuos misteriosos’ ibéricos, que rara vez aparecían a la vista, pues su instinto dictaba que sus días están contados.

Aparte de estos dos ejemplares, que no se determina si eran machos, hembras o uno de cada género, parece que aún quedan focas monje (unas 500) en el extremo oriental del Mediterráneo, en las islas griegas próximas a Turquía y en las islas Chafarinas, frente a las costas de Marruecos.

No sé si sería muy complicado recuperar la especie peninsular. No entiendo de esto. Pero creo que sería hermoso intentarlo y establecer leyes severísimas para la protección de esta fauna y de las demás reservas marí­timo-terrestres.

Quizá se pueda pensar que una apuesta por el mundo natural hoy día, en que tantos abusos contra la humanidad se cometen a diario, es una frivolidad. Pero creo que no es incompatible, que la conciencia medio ambiental, es un buen punto de partida para un mundo más solidario y equitativo.

El diablo en este mundo

El diablo en este mundo

Repito por enésima vez que para Torrente Ballester el infierno somos nosotros mismos y, para Sartre son los demás (según Sabato, en Abaddón el exterminador, "la mirada de los otros"). Sea de una forma u otra, el diablo se encuentra en este mundo y habita entre nosotros, si es que creemos en él, si es que existe. Aunque si el mal se halla, su manifestación es el maligno.

Puede ser real o intangible, pero, al igual que vemos la obra de un dios figurado en las cosas bellas, también podemos distinguir la mano del diablo en las manifestaciones aviesas.

Fernando Báez, en El bibliocausto nazi (2002), nos explica que “Hitler era lector voraz, un bibliófilo preocupado por las ediciones antiguas, por Arthur Schopenhauer, y una devoción entera por Magie: Geschichte, Theorie, Praxis (1923) de Ernst Schertel, obra en la que todavía se puede encontrar subrayado de su puño y letra la frase: Quien no lleva dentro de sí las semillas de lo demoníaco nunca dará nacimiento a un nuevo mundo”.

¿Será el diablo una creación del hombre como cantaba Jethro Tull en Aqualung?, aunque ya lo apuntaba Fiodor Dostoyevski, en una supuesta conversación entre uno de los protagonistas de Los hermanos Karamazov (1880) con el ángel caído: “Mi opinión es que si el diablo no existe, si ha sido creado por el hombre, éste lo ha hecho a su imagen y semejanza”; a lo que el demonio le responde: “¿Como a Dios?”.

“El diablo no es el príncipe de la materia, el diablo es la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda. El diablo es sombrío porque sabe adonde va, y siempre va hacia el sitio del que procede”, poetiza Umberto Eco en El nombre de la rosa.

El diablo somos nosotros, como nosotros somos los dioses. “Es arduo discernir, en este feo planeta, escribe Mujica Láinez en El Laberinto, dónde asoma el ala el ángel y dónde vibra del diablo la cola”. “El infierno está vacío, todos los demonio están aquí” nos gritaba Shakespeare a la sazón.

Para Kark Kraus “El diablo es optimista si cree que puede hacer peores a los hombres”. Antonio Machado, en Juan de Mairena, piensa que siempre podría ser peor “Que nuestro mundo no es el peor de los mundos posibles, lo demuestra también el que apenas si hay cosa que no pensemos como esencialmente empeorable”.

Algunos filósofos griegos opinaban que cada hombre tenía un demonio familiar, un demonio particular, que representada su individualidad moral, y por tanto se admitía que los locos, los histéricos, los furiosos estaban poseídos por espíritus malignos que los agitaban, espíritus completamente diferentes a los que guiaban a los hombres como Sócrates, Platón o Pitágoras. Los locos eran así llamados energúmenos, o sea, endemoniados. Lo mismo ocurrió en Roma, donde estas desviaciones fueron consideradas como enfermedades sagradas.

En El diablo es España, Flores Arroyuelo explica que “el nombre ‘manía’ dado por los griegos a los locos y furiosos derivaba de la raíz ‘man’, ‘men’ que significaba ‘alma de muerto’ y que en la lengua latina reaparece con la forma de ‘manes’, y es que para los latinos los locos estaban poseídos por la diosa Manía, madre de los lares y de los manes”.

El infierno está en este mundo. En El cataclismo de Damocles (1986), García Márquez cuenta que “un gran novelista de nuestro tiempo se preguntó alguna vez si la tierra no será el infierno de otros planetas”.

Otra vez la crítica

Otra vez la crítica

Alguien, en el teatro, en la localidad inmediata a mi izquierda, me espetó que tan sólo la palabra crítico tiene una connotación negativa. Pensé unos segundos y le di la razón, argumentando que mejor llamarnos cronistas, articulistas, narradores. Y me dispuse a seguir viendo la obra que ya empezaba.

Analizando no obstante el pequeño diálogo pensé —pienso— que no hay que temerle a una palabra, que identifica con exactitud su significado, con otros sucedáneos, difíciles sinónimos o alegorías popularmente más amables.

Henry Miller, en Trópico de cáncer, venía a decir que hay que llamar a las cosas por su nombre, que “el estiércol es estiércol y los ángeles son ángeles”. El Diccionario de la Real Academia define la crítica como “examen y juicio acerca de alguien o algo y, en particular, el que se expresa públicamente sobre un espectáculo, un libro, una obra artística, etc.”, y en esas estamos.

Un mero observador sólo podría trasladar, lo más fidedignamente posible, lo que está viendo, para que los demás se hagan una idea exacta de lo mismo. Sería como un historiador objetivo que da testimonio de lo que, aunque desde su perspectiva, contempla sin hacer ningún juicio de valor. Su carisma estribaría en su neutralidad y en el sentido fotográfico de sus precisiones.

El crítico, en cambio (por mucho que nos duela la palabra) da un veredicto; evalúa y valora la obra en sí intentando, por una parte, influir en el lector, y por otra, establecer una escala de efectividad, en gran parte acreditada por sus conocimientos, por su claridad y por su experiencia. La obra se cotiza así por comparación del resto de productos que con ella se asemejan. Viendo la proyección del arte concreto a través de los años, apreciando su estado actual y previendo su futuro inmediato, su trayectoria, una función, un recital o un cuadro, se sitúan por sí mismos en la gradación aludida.

Podemos equivocarnos en nuestras apreciaciones. Nadie posee la verdad. La crítica no es una ciencia exacta. Por otra parte hay quien no se moja por respeto, por miedo a la crítica de sus críticas, a las represalias, o por temor a equivocarse. Hay quien, por norma, todo lo tasa sobrevalorado; y hay quien lo entierra en un pozo nauseabundo que a nadie beneficia.

Nos podemos encontrar de todo, como en la viña del Señor. “Tanto la más alta como la más baja forma de crítica, escribía Machado en su Juan de Mairena, son una forma de autobiografía. Los que dan un significado feo a las cosas bellas son personas defectuosas. Los que dan un significado bello a las cosas bellas tienen una personalidad cultivada. Para ellos hay esperanza”.

La crítica debe ser constructiva, sea positiva o detractora. Debe aleccionar como un corazón, como la mano de un familiar. La crítica en sí también debe ser bella. Bella en sus palabras, en sus ideas, en sus conceptos y en los posibles consejos que de ella se derivan.

Tenemos que tener en cuenta que no tratamos de una puesta de sol, lejana, ajena e inmutable. Hablamos de personas con un trabajo detrás, con unos sentimientos y con mucho en juego. Nos dirigimos a ellos con respeto, alabando lo bueno y solapando la errata. Pero también nos dirigimos a un público que ve y que también evalúa por su cuenta lo que han visto y demandan objetividad, sinceridad y en parte reforzar las conclusiones que ellos han apreciado o no les encajan.

Hay artistas que no leen lo que se escribe de ellos, aun sabiendo que les beneficiaría para su carrera. Tomar buena nota de las críticas, sean del signo que sean, multiplica la corrección de su obra, lo que se ha de potenciar, lo que se ha de observar y lo que interesa enmendar para futuras puestas en escena.

Sin lugar a dudas, el crítico tiene mala prensa. Se le teme y se le odia a partes iguales. Muchos piensan que es un músico, un pintor o un poeta frustrado. Ya decía Giovanni Guareschi, escritor italiano de principios de siglo: “Un critico es como un gallo que cacarea mientras otros po­nen”. O Lawrence Durrell, novelista británico: “Un crítico es una lombriz de cebo en el hígado de la literatura”.

Alguien, sin embargo, como santo Tomás, debe evidenciar lo evidente. 

* Juan de Mairena frente a su autor.

La alabanza propia envilece

La alabanza propia envilece

La alabanza es el más dulce de los sonidos (Jenofonte, 430-355 a.C.)

“La alabanza propia envilece”, se dice en el capítulo XVI de la primera parte de Don Quijote de la Mancha, lo que me recuerda los muchos viles con que nos cruzamos a diario. El ego nunca estuvo tan sobreestimado. La vanidad, el hedonismo, la falta de humildad en suma, campa como el grana en un campo de amapolas.

El mundo va cambiando hacia la individualidad. La noción de autoría nació prácticamente en un tiempo no muy lejano. La firma escaseaba. El anonimato planeaba sobre el arte y, cuando Dios descansó, los hombres comenzaron a crear por su cuenta y riesgo.

Nos manifestamos pronto con nuestro nombre, con nuestro apellido, con nuestra rúbrica. A veces para ser reconocidos, a veces para dejar un rastro. De la humildad del artista por vocación (el arte llega al hombre y no al revés), pasamos al artista de carnet. Del artista reconocido pasamos al artista autroproclamado. Del bohemio sin solución pasamos al postmoderno de escaparate.

Internet nació siendo una ventana para mirar. Ahora es una ventana para que sobre todo te miren y te aplaudan. “Quien se mueve no sale en la foto”, dijo alguien. Quien no tenga perfil de facebook y lo alimente todos los días, con algunos cientos de seguidores, no existe. Nunca la hipocresía ha estado tan al alcance de la mano. No somos nosotros, sino la imagen que de nosotros queremos crear. Y, como todos estamos unidos a la rueda, nadie desmiente públicamente a nadie; nadie denuncia que ése, por ejemplo, mide dos centímetros menos de lo que dice. Me gusta éste porque mañana le voy a gustar yo. Es una ‘pesadilla’ que se muerde la cola, es El discreto encanto de la burguesía de Buñuel.

Cada vez nos miramos más el ombligo. Somos exhibicionistas de las propias flores que inmerecidamente nos echamos. Y todos tenemos consciencia y estamos comprometidos y somos carismáticos y profundos y divertidos y bellos y únicos en nuestra especie, que también es única… Nuestras fotos y nuestras opiniones así lo avalan.

Baltasar Gracián, en El arte de la prudencia (1647), recomienda que nunca se debe exagerar. Escribe: “Es importante para la prudencia no hablar con superlativos, para no faltar a la verdad y para no deslucir la propia cordura. Las exageraciones son despilfarros de estima y dan indicio de escasez de conocimiento y gusto. La alabanza despierta vivamente la curiosidad, excita el deseo. Después, si no se corresponde el valor con el precio, como sucede con frecuencia, la expectación se vuelve contra el engaño y se desquita con el desprecio de lo elogiado y del que elogió. Por eso el cuerdo va muy despacio y prefiere pecar de corto que de largo. Lo excelente es raro: hay que moderar la estimación. Encarecer es una parte de la mentira. Por esto se pierde la reputación de tener buen gusto y, lo que es más grave, la de ser entendido”.

Machado versificaba en este mismo sentido: “Todo necio / confunde valor y precio”. Mejor los hechos que las palabras, mejor la siembra que el mercado, mejor la soledad elevada que la populosa necesidad.

Eisntein dijo a Chaplin (cito de memoria): “Dichoso tú, que eres grande y todo el mundo te conoce”, a lo que el cómico respondió: “Dichoso tú, que eres grande y no te conoce nadie”.

Es la perspectiva, son los demás, es la balanza, es el tiempo quienes dan el último veredicto.

* Fotograma de El discreto encanto de la burguesía.

Las cositas del Tomate

Las cositas del Tomate

Festival de Música y Danza de Granada

Soy Flamenco

Si Paco de Lucía tornó a la raíz de su labor creativa con Cositas buenas (2004), Tomatito vuelve la vista igualmente y, después de algunas incursiones en el jazz o en el tango argentino (para distinguirlo del tango flamenco), hace un disco íntimo de puro flamenco. Sin embargo, como estaba anunciado, la entrega total de Soy flamenco (2013) no fue interpretada. Tan sólo algunos cortes a lo largo del concierto, sobre todo de fiesta, determinaron su intención.

Soy Flamenco es el sexto trabajo en solitario del tocaor almeriense; carrera personal que emprendió en 1987 y que le ha supuesto tres Grammy latino, el último de ellos por este disco. Supone una declaración de principios, quizá como Camarón de la Isla, su descubridor y guía, en Soy gitano (1989), y una reivindicación de su origen y su estado, que, aunque flirtee con otras músicas, nunca lo ha abandonado, porque José Fernández Torres tiene ese duende añejo, ese pellizco sabroso y esa nota de bronce y de agua que siempre suena a gitano, que siempre suena a flamenco.

De una u otra forma, en directo, remasterizado o en esencia, algunos referentes de Tomatito se asoman al disco. Como el mencionado Camarón, que le presta una seguiriya, la primera seguiriya que graba el tocaor del barrio de La Chanca, que, ¡lástima!, no pudimos oír en directo el Patio de los Aljibes el pasado miércoles; y unos tangos, que se convierten en bulerías a través de la magia de Paco el de Algeciras. También participa el cantaor extremeño Guadiana, que hace unas bulerías muy pausadas (“es la bulería más lenta que he grabado en mi vida”, declara el guitarrista), llamadas Despacito. Una gozada, interpretada en el ecuador del concierto, que empieza con un trémolo más veloz que la misma bulería.

También se acuerda del desaparecido Moraíto Chico, de su peso y de su aire jerezano, en una bulería desdoblá, que quiere decir que cada guitarra lleva un camino distinto, que las dos se complementan sin que ninguna sea la principal; o del jazzista George Benson, al que trata de señor (Mister Benson); y del contrabajista Charlie Haden, con ese tema tan hermoso, Our Spain (‘Nuestra España’), incluido en el disco Missouri (1996) de Pat Metheny, que, aunque anunciado en el programa, no llegó a tocar. Es la pieza que realmente eché de menos, aparte, aunque fuera pregrabado, de un poquito del genio de la Isla.

Pero también (y sobre todo), el trabajo discográfico y el recital en sí, ha servido de presentación y puesta de largo de la nueva generación ‘Tomate’, que apunta con fuerza. Los hijos de José, José Israel Fernández, con un gusto heredado en la guitarra (según su padre, toca, o tocará, mejor que él) y Mari Ángeles Fernández, al cante, con una voz afinada y canastera, muy limpia y con esa belleza especial que dulcifica lo que entona, aunque ya ha participado puntualmente en otras grabaciones anteriores.

Reforzando la guitarra, como tercera voz, estaba El Cristy; y a la percusión, Israel Suárez ‘Piraña’, el exacto latido de fondo que tanto acompañó en sus directos y grabaciones al maestro Enrique Morente.

Las voces de la noche se complementaron con Simón Román y Kiki Cortiñas, efectivas por separado, pero que, cuando se conjuntaban, sonaban borrosas. En verdad, siguiendo la tónica acostumbrado del festival, el sonido no estaba ajustado, las voces se perdían en un celofán profundo y a la guitarra, en los primeros temas, le faltaba brillo. 

Quizá demasiadas bulerías sonaron que, aunque fueran concepciones diferentes (“como hay diferentes quesos”, diría Tomatito en una entrevista reciente), redundaban en una misma fiesta a la que otros estilos no estaban invitados.

Sonaron rondeñas y alegrías, antes de Two much, un tema especial, un momento mágico de la velada, adaptado con Michel Camilo para su disco Sonata Suite (2010), aunque ya lo incluyó en parte en Spain, del año 2000.

Otras bulerías dedicadas a Paco de Lucía preceden a un tango argentino, después del cual se olvidó completamente del folleto de mano, exponiendo temas sin orden y despistando a quien siguiera la chuleta.

La sorpresa, sin embargo, en una noche que cumplía todas las expectativas estaba por llegar. Los goces de los expectantes estaban cubiertos y la calidez de la función, a pesar del fresquito que se empezaba a levantar, asegurada. Mari Ángeles Fernández, exquisita y sensible, abordó el Romance de Curro el Palmo, una balada de Joan Manuel Serrat, con aliño de bulerías.

Un Mix de cantaores (sic) por tangos y bulerías, donde se turnaban las tres voces, acordándose continuamente de Camarón, y una soleá, ilustrada por el baile rotundo y equilibrado, vivo y salvaje, de la gaditana Paloma Fantova, que también intervino en las alegrías del principio, remataron la noche.

No hizo ningún bis.

* Carátula del disco.

El Generalife no llegó a arder

El Generalife no llegó a arder

Festival de Música y Danza de Granada

Fuego de Antonio Gades 

La historia es simple. En un poblado chabolista gitano de los años 70 surge el amor entre Candela (Mª José López) y Carmelo (Miguel Lara), que se lo disputa un tercero, que muy bien pueden ser las sombras de la duda o las cadenas del pasado, a las que Gades llama Espectro (Miguel Ángel Rojas). El sentimiento vence, como es natural, cuando el chico le da muerte a ese fantasma, con la ayuda indirecta de Ángela Núñez ‘la Bronce’, en el papel de Hechicera, con voz destacada y buen juego de manos.

Dos pandas se miden las costillas a garrotazos, cuando la luna de una navaja abre unos labios de sangre en el vientre del competidor. Y así comienza la obra. Empieza por el final donde se ve la mano de Carlos Saura, encargado con Gades de la escenografía, proponiendo una moviola que reconstruye la historia retrospectivamente hasta ese final predicho.

La cinematografía se sucede. Muchas estampas, momentos muertos o excesivamente ralentizados funcionarían a través de las cámaras, pero en escena rozan la impaciencia.

La granadina Stella Arauzo, en la dirección artística, que hizo el papel de Candela hace 25 años, cuando Antonio la estrenó en París, ha intentado mantener el espíritu del coreógrafo alicantino. Nos muestra la obra tal como él la concibió. Pero no está Gades ni su compañía de entonces. Ha llovido, y el compromiso de su amor brujo, al que bautizó Fuego, aparece un tanto diluido.

Fuego se estrenó por primera vez en España, homenajeando a su creador en el décimo aniversario de su desaparición, el pasado 6 de julio, en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, con un aliciente determinante que aquí no hemos tenido, una orquesta en su foso. No es lo mismo oír crepitar las hogueras en el tañido de un violín en directo que con la música pregrabada, aunque sea bajo la eficaz batuta de Jesús López Cobos. Se van alternando entonces estos momentos enlatados con escenas flamencas y populares en directo, con el cuadro musical y con un coordinado y bello cuerpo de baile. Así contamos en escena hasta veintiséis actuantes perfectamente aleccionados para dejar huella, para que el éxito brille más que la sombra.

Para los flamencos, Gades era clásico, pero un gran bailaor. Para los clásicos, Gades era flamenco, pero un buen bailarín. Su mezcla es lo que nos queda. Sus principios de equilibrio más que de simetría, de líneas puras más que sinuosas y de parquedad más que evidencia, se respetan al cien por cien. Y, sobre todo, la perfección visual, donde el vestuario otoñal, de tierra y fuego (Gerardo Vera), juega un papel muy importante.

Unos tanguillos, pícaros y alegres, sirven para presentar a los personajes, que sólo con canastas y sillas, componen la agradecida ausencia de un decorado. Los jardines del Generalife, la noche estrellada y la creciente luna sobre las tablas, rellenan con creces la carente tramoya.

La deficiencia acústica, sin llegar a alarmar, es una constante en las muestras flamencas de lo que llevamos de festival. Insuficiencia que, en general, se soluciona a los postres. El uso de sonido ambiente, en cambio, distorsiona en algún momento.

La música de Falla y sus canciones, interpretadas por la sin par Rocío Jurado, se alternan con estas aplaudidas incursiones en directo que abusan de lo popular como los villancicos, que se alargaron con Los peces en el río, los de Gloria y los campanilleros, pero sobre todo cuando nos fuimos a un largo Rocío montados en caballo por parejas (buena alegoría, imitada después por bastantes artistas), con abundancia de sevillanas, cansinamente pausadas, que hacían guiños a Tu mirá de Lole y Manuel, en los pasos de los dos enamorados.

Destaco la actuación individual y por parejas de los cuatro protagonistas y las coreografías de conjunto antes que el drama en sí. La historia hace agua de puro tópico atropellado y sin embargo tan calmoso. Destaco la voz caracolera de Juáñares, sobre todo en las tonás. Destaco la Danza del fuego, con toda la compañía, haciendo de llamas en una explosión de sensible elegancia. Coreografía, esta última, que ha servido de base a todos los ballets que se han acercado a la pieza.

Determinante también la voz de la chipionera en las canciones del fuego fatuo o del amor dolido, cuando el final se precipita con la acusación por bulerías, con solo de palmas, la muerte anunciada y la boda gitana, con los novios sobre los hombros, en una graciosa danza por alboreá, y los tangos finales.
Tras los saludos de rigor y los prolongados aplausos, fuera de programa y como agradecimiento, toda la compañía en fila aplaudieron a su vez por alegrías, dirigidos por el primer bailarín, poniendo una sabrosa guinda a la velada.

* Actuación en La Zarzuela (del blog de Alfonso Armada©).

Surtido de especias

Surtido de especias

Las crónicas cuentan que el gran visir persa Abdul Kassem Ismael (936-995), apodado por su trato siempre afable Saheb ‘el Camarada’, se hacía acompañar en sus viajes por 400 camellos en rigurosa fila india, para mantener en orden alfabético los 117.000 libros que gravitaban sobre sus jorobados lomos y que conformaban su biblioteca ambulante.

Para mayor incidencia topográfica, cada uno de estos animales portaba a su vez un bote de especias o aditamento culinario, en la misma jerarquía aludida. Así, la marcha se abría con el agraz y se cerraba con el acidulante conocido como zumaque, de modo que incluso cada rumiante era conocido por el aliño que transportaba.

De este modo, no sólo los camelleros bibliotecarios podían disponer inmediatamente en manos de su señor el volumen que solicitase, sino también acercaban con gran eficacia el condimento preciso que de las cocinas se demandara. 

El visir cobró fama a través de los tiempos de gozar de un alimento exquisito tanto para el estómago como para la mente. Placeres que, sin ninguna duda, compartía tanto con sus visitas de altura, como con el común de sus amigos.

Desde Utrera con amor

Desde Utrera con amor

Maui, artista afincada en Granada, es descendiente del gran Bambino.

A Maui la conocí un día delante de su grupo, los Sirénidos, y me enamoré de ella, de su puesta en escena, de su gracia sin par traducida en magia y de ese rescoldo utrerano que encierra en su interior, como un ascua viva, que sólo destila arte.

Maui tiene las ideas muy claras. El futuro de la música está en el directo, dijo cuando la conocí. En escena es única y arrebatadora. Crea cómplices incondicionales a su rastro que, como yo, se enganchan a su imagen, a su música abierta y esperanzada, al pellizco flamenco innegable que le viene de sus ancestros.

Tres discos tienen en el mercado, Maui y los Sirénidos, y otro en proceso. La financiación completa no es fácil (cualquiera lo sabe). Pero entre todos, un poquito entre muchos, no es tanto. Además, la globalización (otra idea en la que Maui cree), conlleva eso. Fijaros en las hormigas, qué grandes cosas pueden hacer.

Maui nos propone un crowfunding, o sea, ayudarles a sufragar los gastos de esta nueva gran aventura, creyendo que le hacemos un favor, pero el favor no los hace ella a nosotros.

Os dejo el enlace para apoyarla.

* Foto de ella©.

Los aires de Ángel Barrios

Los aires de Ángel Barrios

Festival de Música y Danza de Granada

Lola Greco en esencia 

El viento no sopla siempre a nuestro favor, y un estreno esperanzado se puede convertir en una obra dispar, en un puzzle en el que no encajan todas sus piezas. Porque la velada del miércoles, en el teatro Isabel la Católica, firmada por Lola Greco, puede que tuviera más de arena que de cal. Su carisma y su trayectoria sustentan una incondicional admiración a su persona que hasta los postres no se vio avalada.

En dos partes se divide la propuesta de la noche. La preciosa y el viento, es el estreno que en conmemoración del 50 aniversario de la muerte de Ángel Barrios, patrocina el Centro de Documentación Musical de Andalucía y el Patronato de la Alhambra y Generalife.

Fue en los años 20 cuando al alimón imaginaron este ballet Ángel Barrios y García Lorca a partir del personaje de La gitanilla de Cervantes. Federico compuso un poema, Preciosa y el aire, y Barrios le puso música a la delicada escena de una joven que huye del viento, del Céfiro, que le quiere levantar la falda, asociándose tácitamente a un mito clásico, a la sempiterna ninfa perseguida por Apolo o por el dios Pan o por el rijoso Zeus.

Ahora Lola Greco, por primera vez, ensaya una coreografía para la partitura de Ángel Barrios, creada por ella misma y por el coreógrafo Ricardo Cue. Un estreno absoluto, encargo del festival, que sin embargo hacía agua por sus costuras. Una voz en off, en grabación antigua, de difícil entendimiento, recita los versos del poeta granadino y Preciosa (Lola Greco) se columpia en la bamba feliz de su juventud. El piano, envolvente y cálido, lo mejor del estreno sin duda, percutido por José Luis de Miguel Ubago, reproduce con exactitud las notas e intenciones del compositor; limpio y exacto, sin notas falsas y con un buen uso de trémolos, trinos y cromatismos. También es de destacar su dominio en las intensidades (dinámicas) en los tempos (agónicas); aparte del buen empleo de los pedales.

La obra en sí, incardinada en la danza española estilizada, salvo momentos puntuales en la presentación de los personajes sobre todo, se vio enturbiada en parte por la parquedad desnuda del escenario, salvo el columpio ya citado, el desequilibrio en el nivel de los bailarines y en la simplicidad expositiva, e histriónica por otra parte, de la historia contada.

A Preciosa, como dijimos, la acosa el viento (Mariano Cruceta); para evitarlo, se refugia en casa del cónsul ingles (Sergio Bernal); y “los gitanos del agua (Pepa Sanz y José Merino) levantan por distraerse, glorietas de caracolas y ramas de pino verde”.

Después de un prolongado descanso, se plantea una segunda parte de individualidades deslavazadas en su conjunto. La bailarina madrileña, vestida acorde, danza unas acertadas Goyescas de Enrique Granados, dedicadas su madre, Lola de Ronda.

Sergio Bernal, miembro del Ballet Nacional de España, estrena Esplendor, una propuesta coreográfica personal, casi acrobática, basada en la música contemporánea de Coetus, planteando el primer desencaje.

La exquisita pieza Plegaria y nocturno fue la exposición del eficaz dueto Sanz y Merino que, con música de Diego Álvarez ‘el Negro’, constituyó el necesario resplandor que la noche necesitaba.

Lola Greco, con gracia, comienza a danzar el silencio antes de sumergirse en Córdoba de Isaac Albéniz, superponiendo enrarecidamente sus propios palillos a las castañuelas ya grabadas, que complementaban el piano por detrás. Y es que, sólo en la primera parte, con el piano de media cola, y la guitarra que vendría a continuación, toda la música era enlatada, lo que deslució considerablemente la función. La música en directo, salvo exigencias del guión, debería ser una cuestión exigible en un festival internacional de esta categoría.

Casi para terminar, como ya hemos apuntado, José Luis Montón interpreta a la guitarra Dualidad, una obra de su autoría cercana a la fiesta, bailada por Mariano Cruceta en un intento de bulerías. Cualquier eficiente bailaor granadino podría haber firmado ese corte con mayor efectividad. Sólo unos guiños de fantasía y desequilibrio, que en el mejor de los casos nos podría recordar a Joaquín Grilo, el conjunto de su obra estuvo cuajado de falso zapateado, realidad ausente y falta de compás.

Se cierra el espectáculo con El último encuentro, un agradecido paso a dos entre Lola Greco y Sergio Bernal, basado en la música de Alberto Iglesias y Vicente Amigo, que dignificó la noche y justificó, si fuera necesario, los deslices de sus protagonistas.

* Lola Greco bailando las Goyescas de Albéniz (Ahora Granada©).


¡Al abordaje!

¡Al abordaje!

Festival de Música y Danza de Granada

 Tierra a la vista

Marina hace honor a su nombre y se embarca rumbo a las américas; nos propone un viaje imaginario a través del océano, a descubrir un nuevo mundo, guiados por su cálida expresión musical, unos sones que influyeron, que influyen, tanto en el flamenco, aunque a decir verdad, el flamenco tiene buena percha y le queda bien todo lo que se ponga. Marina, de esta guisa, compone un cuadro atlántico, una marina que, como dice en uno de sus temas, sus orillas están separadas pero un mismo mar las une.

Así, como antaño, se hace descubridora y soñadora y hacedora, embarcándose en su odisea personal de ida y vuelta. Lo que pasa, ay, es que la ida duró demasiado.

El Generalife nos saluda con olor a sal y viento de levante. El escenario, con tres grandes franjas de tela blanca, que hacen las veces de velas cuadras y de ondas revueltas, está preparado para recibir a los aventureros, que aparecerán de blanco ibicenco, para dejarse impregnar de todos los sabores. El montaje escénico recae en las sabias manos de Hansel Cereza, que conocimos en la Fura dels Baus, y que también colaboró recientemente con Fuensanta ‘la Moneta’ (De entre la luna y los hombres), y que tiene su momento álgido cuando la granadina abandona el flamenco, cruzando los mares y se hace caribeña.

El concierto es una ecuación; una suma y un resultado; la tesis, que es el flamenco, la antítesis, la música latina, y la síntesis, los cantes de ida y vuelta. Los japoneses tienen una composición poética, llamada haiku, de sólo tres versos, siendo el último el resultado de los dos anteriores. Así, el reposo interiorista del flamenco estalla, o se deja impregnar, con el alegre expresionismo suramericano.

La primera parte, la muestra flamenca, fue impecable. José Quevedo ‘el Bola’, a la guitarra, co-director musical, acompaña a la Heredia, rompiéndose como sabe en la soleá y la seguiriya, con un macho desgarrador; en los tangos de la tierra y, sobre todo, en los cantes libres, a capela, que empiezan en el campo y acaban en la cárcel. Su voz es lujosa de terciopelo y aguardiente; su dejo una gozada; su eco una campana que rompe el cielo y que dura hasta el próximo golpe de badajo.

Es de agradecer que la función no fuera un ‘teatrico’, como muchos flamencos vienen sugiriendo, y sus concesiones dramáticas sólo queden en pequeñas pinceladas tan elegantes como efectivas. Tras estos cuatro cantes por derecho, se embarcan en el mismo bajel el resto de sus grandes músicos. Al piano, los otros creadores musicales, Joan Albert Amargós y Jesús Lavilla, que también soplará la armónica; Alexis Lefevre, al violín, determinante en algunas piezas; Yelsi Heredia, al contrabajo, que ya vimos con Arcángel y con Esperanza Fernández en estos mismos foros; el granadino Julián Sánchez, con momentos brillantes, a la trompeta; Paquito González y Luis Dulzaides, con la imprescindible percusión en cada uno de estos ritmos.

Marina, con ayuda de sus ‘niñas’, Jara Heredia y Anabel Rivera, que también se ocuparán de las palmas y los coros (algo descafeinados, quizá por la sonorización), se metamorfosea, y, de blanco, pasa a grana, se suelta el pelo y adapta su voz a las nuevas costas que la acogen.

Es un ejercicio de control y contención. Salvo determinados momentos, la voz no se rompe, que es como pellizca y como duele. Los altibajos son reconocibles y la huella evidente. Son tangos, rancheras, boleros o chacarreras, de agradable hechizo. Pero, después del cuarto corte, hasta los diez que escuchamos, la sonrisa de un concierto distinto fue desdibujándose. Los aplausos fueron decayendo a medida que los minutos se acumulaban allende los mares, a tantos quilómetros de distancia de los ayes, de los jaleos y las palmas a que estamos acostumbrados.

Hasta que por fin regresa, arriba a nuestras playas cargada de sones, con el sol cubano en la cara y, en su maleta, esos cantes americanos que configuran una de las ramas del flamenco. (Juanito Valderrama decía que sólo eran cantes de vuelta, porque para allá no fue nada.)

Nuestra Heredia, porque es universal, pero es patrimonio de los granadinos, extrae de su equipaje, en primer lugar, las guajiras que explican su proyecto y su ilusión, y que nos permitieron por fin respirar. ¡Bienvenida a casa! Tras un poquito por romances, sorpresivamente interpreta una petenera, que por ningún lado que la miremos está considerada como una canción de ida y vuelta, sino un cante autóctono, derivado de las voces sinagogales del medioevo. El cuplé por bulerías y, para terminar, la rumba, son destellos de color en una noche de asombro y ciega afición.

Y es que el grandioso patio del Generalife estaba lleno de incondicionales, para acoger a una de las hijas más queridas de la ciudad, que presentaba con toda apetencia Tierra a la vista, un estreno absoluto, como se merece este longevo Festival, que cumple 63 años, coproducido por el Festival de la Guitarra de Córdoba, los Jardines Sabatini de Madrid, donde llevará próximamente la obra, y el mismo Festival de Música y Danza Granada.
Un agradable concierto en definitiva que, como experimento es delicioso, pero que si se le piensan perspectivas, puede parecer la historia de un naufragio; la música latina se enriquecerá con otra de las muchas cantatrices, como dice Ortiz Nuevo en el folleto de mano, que ya atesora; pero el flamenco perderá una de las voces más auténticas que en la actualidad conoce.

* Foto de Yahoo! Noticias, México©.

El efecto Sara Baras

El efecto Sara Baras

Festival de Música y Danza de Granada

Suite flamenca

No puedo ser el único que lleve la contraria a los cerca de mil seiscientos sesenta y tres espectadores que caben en el teatro del Generalife y que dedicaron, al final de la Suite flamenca del Ballet de Sara Baras, el sábado pasado, casi tantos minutos de aplausos como duró la bulería postrera. No puedo ser el único que advirtiera una fachada vacía, con blanco de España, y gran aparato de fuegos de artificio.

En general, la obra de la bailaora gaditana es atractiva, muy atractiva. Destacan en ella una estética hermosa de equilibrio y color; destaca una conseguida idea espacial, que en ningún momento, siendo un escenario tan grande, se aprecia desangelado; destacan, como creaciones personales de Sara, un interesante juego de luces y un vestuario exclusivo, basado en tonos pastel con vestidos sueltos de mucho vuelo; destaca un sentido del ritmo acentuado donde la obra no decae en ningún momento de la hora y media que dura el espectáculo.

Por encima de todo, sin embargo, se alza el armazón musical creado por el joven guitarrista, también de Cádiz, Keko Baldomero; una apuesta tan creativa como compleja; aunque siga los cánones básicos de la tradición de estilos. El cuerpo de baile, eficaz y disciplinado, en más de una ocasión se vio encasillado en coreografías simples.

Como artista invitado al baile (el programa advierte que es el ‘coreógrafo de sus intervenciones’, no sé si para alabarlo o para eximir a Sara de responsabilidades), el cordobés José Serrano expone un juego de pies vertiginoso, que concuerda con la misma técnica que la protagonista expone.

Sara Baras es una flor de escaparate; sus tacones tremendamente ágiles, llenos de matices, hablan por ella y su hermosa figura es su seña de identidad. Goza de una técnica trabajada, con un agradable braceo, un seductor movimiento de hombros, un arqueo envidiable, una sonrisa seductora. Pero la necesidad de aplauso, el abuso de los pies y las repeticiones constantes no pasan desapercibidas.

Después del cambio, ‘por motivos laborales’, según la oficialidad, del Ballet Nacional de España, que iba a venir en un principio (incluso, las entradas, todavía anunciaban a esta compañía), por el Ballet Flamenco de Sara Baras, agrupaciones de más o menos igual altura, para presentar la Suite Flamenca, que se estrenó recientemente el 21 de junio en la séptima Noche Blanca de Córdoba, supuso una sorpresa, agradable en general. La mediática compañía gaditana nunca defrauda, aunque sea por la foto y el testimonio.

La original presentación, una pincelada fresca, y un martinete con bastón, en los que diez bailaores y bailaoras, que componen el cuerpo de baile, que son Daniel Saltares, David Martín, Raúl Fernández, Alejandro Rodríguez, Manuel Ramírez, María Jesús García Oviedo, María del Rosario Pedraja, Carmen Camacho, Cristina Aldón, Tamara Macías (sigo el orden del programa de mano), interactúan con sendas sillas, con cinco músicos atrás: dos cantaores, Emilio Florido y Rubio de Pruna, dos guitarristas, Keko Baldomero y Andrés Martínez, y un acertado percusionista, Antonio Suárez Salazar, prometían más de lo que fue.

A este saludo le siguió un curioso y desacostumbrado paso a dos por tangos, donde Sara y José Serrano derrocharon fuerza y diálogo de puro tacón. Llevan varios años trabajando juntos y la complicidad es evidente y acertados sus contactos.

Después los temas se fueron imbricando de forma natural entre el cuerpo de baile y estos dos números uno.

Por Huelva, de verde y violeta, con mantón, bailaron las chicas, para dar paso a una dramática capitana por seguiriyas, en la que, en su largo minutaje, trascendió la teatralidad excesiva, el silencio enigmático y la búsqueda continua del aplauso.

Regresan los bailarines por guajiras y, Serrano, cambia el programa, de farruca, que anuncian los papeles, a jaleos extremeños, quizá más elementales y populosos, donde el brío del cordobés deja su impronta.

Unos tientos anunciados tampoco tienen lugar, y son las alegrías de Sara Baras las que rematan la noche; una pieza de identidad y sabrosura, que asombraría si, después de la segunda escobilla, cambiara de registro. Pero, salvo aportaciones puntuales, se repitió de principio a fin. Sara se mira a sí misma y remeda sus pasos, sus vueltas, que elevan hacia el infinito esa generosidad de vestido blanco, creando la bella imagen de tantos quilates que buscamos.

Las cantiñas se terminan por bulerías, en las que, todos los miembros de la compañía, por orden aleatorio, culminando por Serrano y Baras, se dan una pataílla agradecida.

No, no puedo ser el único que lleve la contraria a tantos cientos de espectadores que ocuparon las localidades del Generalife.

* Sara y José Serrano en Noche Blanca de Córdoba (deflamenco.com©)

Mario vuelve a casa

Mario vuelve a casa

Aunque nació en Córdoba y vivió en Sevilla, el bailaor Mario Maya es de Granada. El Sacromonte fue su primera escuela y las calles del Albaycín, el ruido del agua y la luz de un cielo casi siempre despejado configuraron su ánimo. Fue el paso por Nueva York, sin embargo, lo que despertó la evidente proyección rompedora que este gitano tenía dentro.

A su muerte, tras su desgraciada desaparición en el verano de 2008, en plena efervescencia creativa, justo cuando presentaba su última obra Mujeres, con Merche Esmeralda, Belén Maya y Rocío Molina, en la Bienal de Sevilla, se quiso recoger su legado. La huella imborrable que el coreográfico había sabido sembrar en las gentes y en las ciudades, en el flamenco y en el arte en general, era necesario que no se diluyera en las almas anónimas de los que lo conocimos y admiramos. Hacía falta un gran corazón que aunara su obra y su pensamiento y que, a partir de él, fuera creciendo para las generaciones venideras.

Así, encabezado por su viuda, Marina Ovalle, y por sus hijos, Belén, Mario y Ostalinda Maya, se quiso crear una fundación entre las tres ciudades donde el artista se miró. Por desencuentros y tiranteces, que hoy no me es dable hurgar en ellos, Granada se bajó del carro, y la fundación, en principio soñada como trípode, junto a Córdoba y Sevilla, empezó a caminar con sólo estas dos piernas.

Ahora, la ciudad de la Alhambra, a la que le cuesta reconocer a sus hijos, abre su seno, en un acto de justicia, y le hace un ladito a su memoria. Hasta que, dentro de unos meses la Fundación Mario Maya se trasladará a Granada (Casa de las Chirimías).

Como primer reconocimiento y acto de fe, hace un par de días, el 26 de junio, se inauguró una estatua del bailaor en el Paseo de los Tristes, a orillas del río Darro, bajo el monumento nazarí.

La obra ha sido realizada por el escultor Miguel Moreno, con chapa forjada y fundido en bronce. Ante su calidad artística no deseo pronunciarme, aunque tengo más objeciones que alabanzas. Ante su presencia sin embargo me destoco sin duda alguna.

En Granada hay mucho talento, siempre lo he dicho, en detrimento quizá de otras cuestiones más industriosas o pragmáticas. En todas las corrientes artísticas hay alguien que destaca (a veces multitud). No todos están ni están todos los que son, pero allá vamos. Algunas personas, algunas gotas de este río caudaloso, se hacen universales, traspasan esa frontera que emparenta con la divinidad y se convierten en verdaderos midas, en referentes de una época y de sentimientos orbitales.

Nombrar a todos es difícil; nombrar a algunos es injusto. Mario Maya es una de estas estrellas a las que hay que vindicar siempre, que empieza a ocupar (físicamente) el lugar que le corresponde, para amigos y detractores.

Voces de protesta se oyeron el mismo día de la inauguración, por qué él y por qué no otro, por qué en ese lugar tan emblemático y supuestamente intocable, por qué por iniciativa privada, por qué con respaldo del consistorio, por qué un mecenas japonés  (Teruel Kobaya), por qué un acto tan orillado y humilde, por qué no había micrófonos…

La realidad es que Mario ha vuelto a su tierra por la puerta grande, como grande es la figura que señala al Albaycín, con la Alhambra al fondo; que su legado se materializará en Granada, al igual que ocupa muchos sentimientos; que en su inauguración estaban todos los que tenían que estar; que ya era hora de que los nombres prestigiosos de nuestro entorno “pisen las calles nuevamente”.

* Foto de L.J.L. ©, tomada del diario ABC digital de Andalucía.

Ensayo sobre el frío en la Alhambra

Ensayo sobre el frío en la Alhambra

Festival de Música y Danza de Granada

Mi voz en tu palabra

Nombro el frío porque fue un invitado no querido y sin embargo determinante en la presentación de Esperanza Fernández en el Patio de los Aljibes de la Alhambra el pasado miércoles. Recuerdo cuando las manolas subían a los Festivales con abrigos de pieles, incluso adquirían una de estas pellizas para la ocasión. Eran tiempos de etiqueta local, donde el frío se escribía con mayúsculas y la rivera del Darro era un cañón de corriente gélida. Subir por la Cuesta Gomérez era como una expedición ártica. Ya sé que exagero y el extremo no es tan radical y menos en este mes en que se despereza el verano. Pero los últimos años de especial bonanza y de relajo, nos hacen bajar la guardia y, cuando el concierto es al palio, todavía, pero cuando la actuación se expone en campo abierto la sorpresa no es una sorpresa.

La baja temperatura influyó en el ambiente. El patio de butacas temblaba hasta hacer que algunos espectadores tiraran la toalla antes de tiempo y abandonaran el recinto. Pero lo peor fue que afectó también a la artista y a sus músicos que manifiestamente se quejaban del frío y frotaban sus manos. A mitad de función, como anécdota familiar, Marina Heredia, allí presente, le prestó un mantón a Esperanza. Manila en la que se arropaba y no se volvió a quitar. Pero el frío, y es a lo que voy, posiblemente también incidió en la transmisión y en la aceptación del público. Pocos oles y jaleos partieron de las localidades, pocos aplausos fuera de la norma, que ni siquiera hubo fuerzas para pedirle un bis a los postres, pensando que el himno de los gitanos, Gelem-Gelem, siempre es un as en la manga de esta intérprete. Y es que Mi voz en tu palabra con poemas de Saramago no es una apuesta fácil, casi tan ardua como cuando Juan Peña ‘el Lebrijano’ presentó Cuando Lebrijano canta se moja el agua, en 2008, con textos de La candida Erendira y su abuela desalmada de García Márquez.

El trabajo discográfico de esta gitana de Triana, con música de Dorantes, Luis Pastor y José Miguel Évora, es intachable. Rodeada de grandes músicos y una trayectoria, no sólo de tablas, grabaciones y eficacia, sino también de acertados devaneos por otras corrientes jazzistas y clásicas (recordemos cuando interpretó El amor brujo en el Palacio de Carlos V, en 2001, con la Orquesta Nacional de España, dirigida por Rafael Frühbeck, con reconocido éxito), ya era tiempo que rebuscara en palabras mayores y reconocidas.

Nunca es fácil musicar en flamenco a alguien ajeno. Adaptar la palabra, el verso, al compás de bulerías, malagueñas o tanguillo, no está en la mano de todo el mundo. Sin embargo hay autores que encuentran su medio en la poesía culta y comprometida, llámese Enrique Morente, Manuel Gerena o José Menese.

Esperanza Fernández tras un encuentro con el Nobel portugués (1998) y apoyado por su viuda, nuestra paisana Pilar del Río, ha querido compartir esa “corriente de sensaciones” que le trasmitió el narrador. Y, en esto veo el pequeño primer problema (que me perdonen los ortodoxos), José Saramago era sobre todo prosista, como vate, prevalece su intento y su compromiso.

Esperanza, de blanco intenso, sale al escenario leyendo, sin destreza un texto del escritor sobre el odio de los hombres, que desemboca en un martineta llamado Dimisión. No abandonará la chuleta en toda la noche, los papeles lazarillo de quien no está seguro de su memoria, lo que afea su presencia. (Presentó el disco a final de enero de este año.)

Su voz es clara y canastera; es uno de los ecos flamencos más hermosos que tenemos. Su presencia es segura y contundente. Su carisma indiscutible.

Los músicos comienzan a subir a escena, el granadino Miguel Ángel Cortés, que recibió una de las mayores ovaciones, no por ser de la tierra, sino por su brillante actuación, destacando en la granaína rematada por bulerías, en solitario, y el sevillano Eduardo Trassierra a la guitarra; Francisco José al contrabajo; Jorge Pérez ‘el Cubano’ y José Fernández en la percusión y las palmas; y ‘Los Melli’ a los eficacísimos coros.

Madrigal es una lenta bulería al golpe. Ha de haber continúa el tiempo de bulerías. Para En esta esquina del tiempo, uno de los mejores aportes del disco, con ritmo de tanguillos, se precisa la presencia del pianista cubano Rafael Garcés, donde la pieza cobra una pronunciada dimensión jazzística.

Unos solos de guitarra permiten a la cantaora cambiarse de vestido y entrar con una nueva lectura de Ensayo sobre la ceguera de Saramago, que, viendo el resultado, bien la podría haber previsto en off.

Pastora Galván, como artista invitada, bailó Alzo una rosa remedando abiertamente a su hermano, cuando la preferimos bailando flamenco, flamenco por derecho, con su sal y su habitual energía. No me extraña que sea Israel el que haya montado la coreografía de estos temas. Con todo y con eso, la sevillana tiene arte y gracia; es precisa y acompasada. La volveremos a ver en Balada, una malagueña y abandolaos, rematada en fandangos del Albaycín, con ritmo desenfrenado, donde, con bata de cola estampada y palillos, demuestra su control y se alza calladamente en lo mejorcito de la velada.

Entre estas dos piezas se escuchan Dijeron que había sol, por soleares, y Alegría, unos tangos aplaudidos con merecimiento.

Acaba la noche con unas grandiosas bulerías al golpe (Intimidad), con una generosa aportación de solo de bajo y respaldadas por el piano que las acerca al son de Cuba; y con A ti regreso mar, con todos los músicos, el garrotín que se ha convertido en el buque insignia de un gran trabajo que las circunstancias no ayudaron a cuajar.

* Esperanza Fernández y Miguel Ángel Crtés (foto de Ideal.es©).

De este a oeste en palacio

De este a oeste en palacio

Festival de Música y Danza de Granada

Estruna - Nuevas Voces Búlgaras ‘Laletata’ y Arcángel

Sencillamente genial. Desde el primer momento que vimos subir al escenario del palacio de Carlos V, el pasado domingo, a los miembros del coro de las Nuevas Voces Búlgaras ‘Laletata’ capitaneados por su director, Georgi Petkov, y, en su medio, al cantaor Arcángel, entendimos que esa noche podría ser única. Pero, fue abrir las bocas, entonar ese breve murmullo que se imbrica en el decir del compañero, así, hasta nueve voces femeninas, más un chico, con la complicidad del timbre flamenco, bien afinado y en plenas facultades, del onubense, supimos de parte a parte que el concierto sería emocional y exitoso.

Arcángel, “la voz más optimista y esperanzadora de los jóvenes”, según la crítica, no es un cantaor al uso que se contenta con cuatro discos ortodoxos. Admirador de Enrique Morente y del nuevo flamenco, tiende su cuerpo y sus ganas en esa borrasca controlada, dejándose impregnar de todas las corrientes musicales y aun de todo arte en sí.

Desde aquel pasado próximo de 1992 que el Ronco del Albaicín quiso unir su tesitura a una coral de voces de Bulgaria con un óptimo resultado de eficacia conmovedora, el joven cantaor andaluz ya barajaba en su magín la posibilidad de hacer algo parecido.

No es hasta este año 2014 que Arcángel trae a nuestro encuentro las herederas de esas primeras voces del este europeo y, en el mismo proyecto, concibe la idea acertada de que el arte no tiene fronteras, de que la música es el idioma universal, y dimensiona su espectáculo con el guitarrista italiano Antonio Forcione, que se complementa con Dani Mendez, Dani de Morón, una de las guitarras más prometedoras de nuestro joven panorama flamenco, y con el contrabajista cubano Yelsy Heredia, que ya trabajó con Bebo Valdés y Diego el Cigala en su magistral comunión. (Para otras muestras de esta obra también contaría, a los vientos, con el kavalista búlgaro Theodosii Spassov o el saxofonista flamenco Jorge Pardo.)

Estrenada en la sala ‘Bulgaria’ en Sofía, el 24 de abril de 1913, lleva ya el rodaje suficiente para alcanzar la madurez que se precisa. Ha pasado por Huelva, cómo no, y continuará por el Teatro Español de Madrid, hoy mismo, 24 de junio, cuando ustedes leen este artículo, en el marco de la Suma Flamenca.

Estruna es el río en que fluye agua de dos tradiciones, es un encuentro, la encrucijada del arte, es un suspiro vocal”, podemos leer en el programa de mano, al igual que, en búlgaro, Estruna significa ‘cuerda’ (quiero pensar en las cuerdas vocales, aunque también podría ser el hilo tenso de la instrumentación).

Pura polifonía es lo que empezamos apreciar, con un gusto formidable. Las disonancias pueden ser perfectas y, al mismo tiempo, paradójicas, como resultado de esas mezclas de acordes de séptima y de novena, creando un espacio mágico y generoso. Mágico porque nos eleva el espíritu; generoso porque, prácticamente, de principio a fin, los dieciséis músicos que componen esta experiencia no abandonan el escenario, tan sólo para piezas puntuales.

Así, tras esta presentación, con valientes cabales por parte del cantaor, éste se queda solo interpretando la caña tradicional, como la grabara don Antonio Chacón en su tiempo, pero con un tempo más vivo. Para este corte ya se han unido los músicos, profesores todos ellos y emparentados de una u otra forma con el flamenco. Sus sombras son alargadas como las del ciprés.

Una mariana, llamada Agua dulce, con todo lo que puede tener de tango, con un ritmo muy marcado por el bajo y la percusión (Agustín Diasera), que termina versionando La Estrella de Morente con gran aparato de juego vocal, culmina el momento más ortodoxo de la noche.

Otra canción sobrada de armonía oral y la Nana del Cangrejo Chico en la que las jóvenes búlgaras ensayan su cante en español, preceden unas alegrías para ser escuchadas (Enamorado), que terminan con recreos onomatopéyicos que discriminan las voces, desde las más agudas, a nuestra izquierda, hasta la belleza grave del único varón en el extremo diestro.

A modo de sorpresa, ya bien pasado el ecuador de la velada, Francisco José Arcángel Ramos, anuncia y dedica a Enrique Morente La aurora de Nueva York, que grabara el artista desaparecido en su disco Omega, que vio la luz en 1996, con letra de García Lorca y música de Vicente Amigo, donde apreciamos la queja sin igual, el grito controlado del cantaor de Huelva. Ciudad a la que tácitamente le ofrece el próximo tema; unos fandangos llamados Quijote, inserto en su trabajo Quijote de los sueños (2011), que preludian con atino la traca final del concierto.

Arcángel presenta y elogia a sus músicos, bromeando sobre su voz en pleno uso, y reserva para los postres a otra de las almas con las que cuenta. El guitarrista Antonio Forcione cumple el doble sueño de volver a la fortaleza roja, después de veinte años, e interpretar dentro de sus muros Alhambra, pieza que compuso ad hoc y, dicen, se ha convertido en himno de la agrupación, un tema que goza de aires festeros, donde se aprecia un verdadero diálogo improvisado de los instrumentos entre sí, y donde Arcángel recuerda los versos también de Lorca (Doña Rosita la soltera) que Morente cantaba por abandolaos.

Fue un buen presente para el italiano, pero en realidad es la Alhambra, y la ciudad, la que tiene que estar agradecida por contar con una composición de tantos quilates.

Tras unos minutos de aplausos, llegó el programado bis, reproduciendo La leyenda del tiempo de Camarón (1979), aderezada con una preciosista coda en castellano, flotando como un velero, esperanzada en diez voces que desembocan en el himno aludido en la melodía anterior.