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Algunas cosas y demás verdades

El matrimonio (4)

El matrimonio (4)

Hay quien ha estado toda su vida emparejado y no conoce el amor. A veces, en una pareja, el amor es unilateral, como el goce, aunque puede que se goce sintiendo gozar a tu lado.

También entendemos que el amor es una delgada línea roja que, como el olvido se puede quebrar, por interferencia de un amor ajeno; por desinterés o hastío; o por desuso; o por su contra, como cantaban las niñas de Utrera en bellos endecasílabos por bulerías: Se nos rompió el amor de tanto usarlo.

El amor extramuros ha sido de corriente tráfico. El o la amante siempre ha estado presente. La querida, el pecado; la luz o las tinieblas; la deliciosa Madame Bovary o la triste Lady Chatterley.

Por otro lado, nuestro amigo puede convertirse en nuestro enemigo (durmiendo con...). El amor se convierte en odio (o en desprecio, como acertadamente califica Eduardo Punset a su antagónico).

Aguantamos, en el mejor de los casos, por simple cariño, por costumbre, por conveniencia, por comodidad o por terceros (familia, hijos). El matrimonio así se establece como un pacto de no agresión, como una guerra fría, en donde el muro, el telón de acero, son los hijos o las familias o la sociedad en general. El maridaje termina siendo una relación diplomática, un equilibro político. Aunque Groucho Marx decía: “La política no hace extraños compañeros de cama. El matrimonio sí”.

El problema puede que sea el día a día, la convivencia y el entorno. “El roce hace el cariño”, dicta nuestro refranero, pero también: “La confianza da asco”, o “Cuando la miseria entra por la puerta, el amor salta por la ventana. Nietzsche, en Humano, demasiado humano, reconoce: “Si los esposos no viviesen juntos, los buenos matrimonios serían más frecuentes”.

Sin embargo, se hace necesaria esa unión, ante el altar o ante los hombres, muchas veces por curiosidad o por necesidad, pero, las más, por amor (o por lo que tenemos por 'amor'). La necesidad del otro es, como bien, como posesión ‘imperdible’ es una cuestión vital. (Ahora, los Reyes de España, se han hecho reyes por lo civil.)

Hay escépticos que lo han probado y otros en teoría. Oscar Wilde dice: “Un hombre puede ser feliz con cualquier mujer, con tal de que no la ame”; y Nietzsche insiste (Más allá del bien y del mal): “También el concubinato ha sido corrompido por el matrimonio”.

Leon Tolstoi aconseja, en Ana Karenina, por medio de su personaje Serpujovskoy: “Es difícil amar a una mujer y hacer a la vez algo útil. Para ello hay un remedio: desviar el amor por ellas casándose. (…) Llevar un paquete en la mano y hacer algo a la vez no es posible, pero sí lo es si te lo echas a la espalda”.

El matrimonio Arnolfini, Jan van Eyck, 1434

Aproximación a la Rueda

Aproximación a la Rueda

Todo fue redondo en un principio, después se quebró. El círculo, la esfera, es un símbolo de perfección. Hasta el cristianismo, todas las religiones habían basado sus creencias en un redondel, como el sol, como la luna cuando esta llena, como la Tierra antes de que empezara a ser plana.

Cuenta Gore Vidal, en Creación, que Pitágoras creía que, entre todos los sólidos, la esfera era el más hermoso; y que de todas las figuras planas, la más sagrada era el círculo, donde todos los puntos están unidos y no hay principio ni fin.

Así, Pitágoras simbolizó todos los acontecimientos del universo, incluidos los del hombre en los planos material y espiritual, con un círculo. Consideraba que todo en el universo se repite y el hombre al morir debía regresar a la vida para cerrar nuevamente el círculo.

Pero llegó san Agustín que escribió que Jesús era la vía recta que nos salva del laberinto circular en que andan los impíos. Y se impuso la recta y la cruz. El arte renacentista promulga que “lo que distingue la cultura clásica ante la barbarie es el uso sistemático de la línea recta sobre la curva”.

Nicolás de Cusa afirmaba en cambio que “la línea recta no es sino el arco de una esfera infinita”, como Dios que, según el Maestro Eckhart (dominico alemán del siglo XV) “es una esfera espiritual infinita, cuyo centro y circunferencia están en todas partes”.

Así la línea recta no existe. El norte no es un punto, sino una dirección. Nuestro avance es radia, lo más parecido a la recta son los caminos borgianos.

Torrente Ballester lo comprendió cuando dijo: “El Destino es circular, hay que contemplarlo dando vueltas o desde el centro”. Allan Poe consideraba la esfera como “la más perfecta y comprensiva de todas las formas”.

José Nieto poetiza:

Es el triunfo arrogante de la estética
la pura simetría de la recta
fracaso y vocación de curva rota.
 

Fray Julián, fraile y pintor, personaje de Terra Nostra de Carlos Fuentes, refiriéndose a su pintura dice: “Sólo lo circular es eterno y sólo lo eterno es circular, pero dentro de ese eterno círculo caben todos los accidentes y variedades de la libertad que no es eterna sino instantánea y fugitiva”.

Para ser un poco más enigmático, Isak Dinesen profundiza, en Siete cuentos góticos, cuando escribe: “Enseñó a la muchacha griego y latín. Trató de inculcarle la idea de belleza de las matemáticas superiores, y cuando le dio explicaciones sobre la infinita belleza del círculo, la muchacha le preguntó. —Si fuera realmente tan bello y tan perfecto, ¿de qué color sería? ¿No sería azul? —Ah, no —contestó—. No tiene color”.

* Nicolás de Cusa, en la imagen.

Islas flotantes

Islas flotantes

Hay islas dotadas de vida propia, que se escapan cuando son avistadas por el vigía, para emerger cientos de millas más lejos. 

El Pez-Isla es uno de estos fenómenos fantásticos. San Brandán, en las leyendas celtas, avista un pez llamado Jasconius, grande como una isla, que trata de morderse la propia cola continuamente.

«Brendan y sus compañeros llegaron a una isla, en la que desembarcaron. Estaba llena de árboles y otros tipos de vegetación. Celebraron misa, y de pronto la isla comenzó a moverse. Se trataba de una gigantesca criatura marina, sobre cuyo lomo se encontraban los monjes.»

También encontramos la isla pez en la obra de Jonh Milton. En la séptima parte de El paraíso perdido se puede leer: “mientras el leviatán, mayor que ningún otro viviente, tendido como un promontorio sobre aquel abismo, dormita o nada y se asemeja a una flotante playa sorbiendo y arrojando alternativamente todo un mar por sus agallas”.

En su versión poética, Milton escribe:

El rey del mar, el animal gigante,
la Ballena entre todos dominante
por su grandeza, el Leviatán horrendo,
ya en las olas, de espaldas extendiendo
su longitud, parece un elevado
promontorio de lexos; ya una inmensa
aleta desplegando a cada lado,
que es una isla flotante se diría.

Borges cuenta que, en el primer idioma vernáculo en el que hay un Physiologus o Bestiario, es el anglosajón. En él se habla de la ballena, a la que llama Fastitocalon, diciendo que es un símbolo del Demonio y del Mal. «Los marineros la toman por una isla, desembarcan en ella y hacen fuego; de pronto, el Huésped del Océano, el Horror del Agua se sumerge y los confiados marineros se ahogan».

En el primer viaje de Simbad, en la noche 292 de Las Mil y Una Noches, Sherezade cuenta:

«Un día en que navegábamos sin ver tierra desde hacía varios días, vimos surgir del mar una isla que por su vegetación nos pareció algún jardín maravilloso entre los jardines del Edén. Al advertirla, el capitán del navío quiso tomar allí tierra, de­jándonos, desembarcar una vez que anclamos.

»Descendimos todos los comerciantes; llevando con nosotros cuantos víveres y utensilios de cocina nos eran necesarios. Encargáronse algunos de encender lumbre, y preparar la comida, y lavar la ropa, en tanto que otros se contentaron con pasear­se, divertirse y descansar de las fa­tigas marítimas. Yo fui de los que prefirieron pasear y gozar de las bellezas de la vegetación que cubría aquellas costas, sin olvidarme de co­mer y beber.

»Mientras de tal manera reposába­mos, sentimos de repente que tem­blaba la isla toda con tan ruda sacudida, que fuimos despedidos a al­gunos pies de altura sobre el suelo. Y en aquel momento vimos aparecer en la proa del navío al capitán, que nos gritaba con una voz terrible Y gestos alarmantes: “¡Salvaos pron­to, ¡oh pasajeros! ¡Subid en seguida a bordo! ¡Dejadlo todo! ¡Abandonad en tierra vuestros efectos y salvad vuestras almas! ¡Huid del abismo que os espera! ¡Porque la isla donde os encontráis no es una isla, sino una ballena gigantesca que eligió en medio de este mar su domicilio des­de antiguos tiempos, y merced a la arena marina crecieron árboles en su lomo! ¡La despertasteis ahora de su sueño, turbasteis su reposo, exci­tasteis sus sensaciones encendiendo lumbre sobre su lomo, y hela aquí que se despereza! ¡Salvaos, o si no, os sumergirá en el mar, que ha de tragaros sin remedio! ¡Salvaos! ¡De­jadlo todo, que he de partir!”».

* Montaje del artista sueco Erik Johansson.

Curiosas desviaciones (con la ‘a’)

Curiosas desviaciones (con la ‘a’)

Desde hace algún tiempo encontramos palabras, popularizadas por los mass media, que definen usos (o abusos) cotidianos. Estos términos, la mayoría de nuevo cuño, nos acerca a la exactitud de los conceptos.

Me gustó en su día el término sueco Ombudsman que quiere decir ‘defensor del pueblo’ y que El País y otros periódicos lo utilizan verosímilmente como ‘defensor del lector’.

Lamentablemente también conocemos el vocablo inglés bullying para referirse cualquier forma de maltrato psicológico, verbal o físico producido entre escolares de forma reiterada. Cuando este acoso se produce a través de las redes sociales se conoce como ciberacoso

Selfie es la palabra inglesa para referirse a las fotos tomadas por uno mismo con el móvil alejado o frente al espejo, con más o menos ropa.

El balconing, castellanizado como ‘balconismo’, es una práctica entre los jóvenes que se hizo notar en el verano de 2010 en España y que consiste en saltar entre los balcones de un hotel. (A veces tienes sólo una oportunidad para practicarlo.)

El crowdfunding sirve para financiar trabajos culturales a través de la red por donantes anónimos.

Así podíamos seguir hasta hacernos un enorme glosario, que no es mi actual intención, pero me hace recordar cientos de voces que compilé en su día para definir las más diversas parafilias.

Dada la abundancia, e incluso la inutilidad de citarlas todas, me acojo a la primera letra de nuestro abecé y redacto algunos términos harto curiosos:

La actirastia es la excitación sexual proveniente de la exposición a los rayos del sol. Y la albutofilia es la excitación proveniente del contacto con el agua. Siendo la alveofilia el gusto de tener relaciones sexuales en una bañera y la amomaxia, realizar la relación sexual dentro de un automóvil estacionado. (Recuerdo a los Inhumanos con su Qué difícil es hacer el amor en un Simca 1000.)

La altocalcifilia es la atracción por zapatos altos de tacón. Es una suerte de fetichismo que se asocia a prendas de vestir, en particular el de calzado de trágica altura, conocido también como retifismo.

La amaurofilia hace referencia al placer que genera vendarle los ojos a la pareja mientras se está practicando la relación sexual. Y la amiquesis se refiere al hecho de rascar a la pareja durante el acto sexual.

La antolagnia es la excitación por oler flores; la avisodomía es la relación sexual con aves; y la aracnofilia es el juego sexual con arañas (no sé si son Spiderman valdrá).

La autoasasinofilia es la fantasía masoquista de ser asesinado. Y Cela recoge en su Diccionario del erotismo la autonecrofilia, que denomina como el deseo de comportarse como un cadáver en las relaciones sexuales.

Por su parte, la autonepiofilia es el estímulo de utilizar pañales y ser tratado como un bebé.

Como vemos, hay una definición para cada uso, para los más rebuscados, y a veces me pregunto si no fue antes el vocablo y después lo que nomina.

Servicios públicos

Servicios públicos

Paquillo, cuando camarero en La Tertulia (debía ser a finales de los ochenta o principios de los noventa, cuando pusieron en Granada las cabinas para miccionar en las paradas del autobús), me comentó que querían editar una revista. Los detalles no los recuerdo, pero sí que me pidió que colaborara con alguna columna fija de contenido social, centrado en la ciudad, y que le pusiera un nombre a esa sección. A los pocos días, le entregué un texto de prueba, con su cabecera y el tono irónico que pretendía. Le gustó, así me lo dijo, pero tanto el proyecto como mi texto se volatizaron. No sé si pregunté una vez o una docena de veces por el tema en cuestión. Ante las continuas subidas de hombros, me olvidé yo también del tema. Al tiempo, el título que había pensado para que encabezara mis artículos, La ventaja de ser ciego en granada, se lo escuché a Paquillo como una ocurrencia suya.

Ahora encuentro este texto en una antigua carpeta:

Soy poco aficionado a la ciencia-ficción. Pocas veces he leído sobre ese asunto. Quizá porque no tengo le mente suficientemente abierta ni una capacidad de abstracción lo bastante amplia como para asimilar vidas paralelas a la nuestra, en diferentes e invisibles dimensiones, o para concebir guerras interestelares entre superiores seres alienígenas con forma de patata fláccida con dos cabezas cristalinas o de llave inglesa burbujeante con siete u ocho brazos prensiles que pasan todos ellos de firmar la declara­ción de hacienda. Estoy muy lejos de pensar que seremos dominados por orates cerebros manipuladores de las débiles mentes de una humanidad robotizada o que nos visitarán y destruirán criaturas informes salidas del híbrido de una rata sidosa y el aborto de una planta carnívora en descomposición, semejantes a mi primo Felipe cuando acaba de pisar una boñiga de perro, pero con dos narices y con antenas en vez de las protuberancias cómicas que adornan su frente desde la pasada navidad.

No, no suelo leer relatos de este tipo. Sin embargo, reconozco que existen obligados ejemplares que hay que abordar tarde o tem­prano por su reputación, interés literario o hipotético, o bien por las insistentes recomendaciones del amigo que juega a Jiménez del Oso o a psicoanalista-futurólogo cuando bebe algo más de un par de copas, conduzca o no.

Pues bien, uno de esos libros comprometidos fue (y cayó hace poco), La guerra de los mundos de H.G. Wells. La abordé como una obra necesaria de leer, aunque sólo fuera por ser el relato que estremeció a América. Y la verdad creo que el joven continente se estremece por nada. El cuento trata de la invasión de los marcia­nos. Que al final fueron destruidos por nuestros pequeños aliados, las bacterias.

Recién acabada la lectura salí de mi casa y entré en Granada. Avancé por la avenida y al llegar al Triunfo me pareció ver uno de los “cilindros” con que vinieron los atacantes de Marte, en plena parada del autobús. Me acerqué a la nave con reconocido miedo, pues opino como Woddy Allen que los cobardes viven más, y me coloqué junto a varios desocupados más de estas mañanas invernales.

Pronto me di cuenta de que no eran OVNIS invasores, sino inofensi­vos retretes individuales en los que, previo pago ranural de cinco duros, puedes higiénicamente (eso sí) aliviar la vejiga. Lo cual es uno de los mayores placeres del ser humano. Además de ilustrar con bella música la actuación más ensayada del día, te regala el olfato con un penetrante olor a flores artificiales.

En ese momento se desmoronó la concepción romántica que tenía de los servicios públicos. Idea que me fue inculcando el maestro Henry Miller a través de sus libros. A estos urinarios, él se iba a leer a Melville, a James, a Lawrence, a London o a Rimbaud. Se sumergía a escrutar a otros grandes desaguadores, mientras conversaba con ellos o se jactaba, una vez más, de ser un hombre que orinaba mucho y que eso era señal de una gran actividad mental.

En mi niñez, conocí vagamente los retretes públicos de Plaza Bib-Rambla y ahora soy asiduo visitador de estos en otras ciudades, en sus plazas o estaciones para relajarme contemplando esa obra de arte que le da identidad al lugar. Subterráneos o al aire libre, están siempre impregnados de romanticismo, de ese sabor añejo a necesaria complicidad, orinando de pie, con otros semejantes que te dan la espalda con el pantalón desbraguetado y, si hay suerte, con algún viejo mirón sediento de contemplar carne joven, de no importa que sexo, pues no logra ejercer la pederastia. Viejos que se consuelan, como el personaje de Nabokov, esperando a las colegielas en el portalón de la escuela.

Unos váteres así, sí encantan. Retretes colectivos. Antros meato­rios de banal perversión. No como las cápsulas que nos ofrecen como modernas alternativas de aquel entrañable meódromo. Cabina que se higieniza automáticamente después de cada úrica evacuación.

Y encima anuncian “W. C.”, como si en castellano no existieran apela­tivos y sinónimos suficientes para designar a ese lugar.

La explicación puede ser que ya somos europeos, aunque tengo entendido que en los servicios del Reino Unido su cartel reza “Toilettes”.

Sobre la traducción

Sobre la traducción

Aunque no le he prestado nunca demasiado interés a los traductores de libros, le he tenido siempre mucho respeto y admiración. No sólo deben trasladar, de una manera fidedigna, el texto original a nuestro idioma, sino que deben de saber escribir coherentemente, deben construir las frases correctamente y, lo más difícil, deben trasmitir el espíritu del libro original y el pulso narrativo del autor original.

Cualquier lector, mínimamente atento, advierte estos extremos y, si sabe disfrutar, disfruta doblemente con una traslación cuidada que con una literal.

Anécdotas tengo unas cuantas. Por ejemplo, cuando quise leer por primera vez gran parte de los escritos de Nietzsche, que me compré parte de su edición en una feria del libro. Nada más empezar (por El crepúsculo de los dioses, creo que fue), su prosa pueril y mal construida vetó mi lectura.

Con Dublineses, de James Joyce, me pasó algo parecido, aunque culminé sus páginas. El texto estaba lleno de leísmos y de laísmos, y de algún otro atentado a las buenas formas.

También abordé, en este mismo año, una revista dedicada al plagio y a sus afueras, donde una de sus propuestas era un poema de Shakespeare con al menos una docena de traducciones distintas, y posiblemente todas eran exactas.

Disfruté en su día cuando pude ver la película de Cyrano de Bergerac (uno de mis héroes), donde Gerard Depardieu hacía el papel protagonista, sobre todo por sus diálogos versificados. La autoría de la exquisita traducción recayó en el poeta catalán Pere Gimferrer y, al decir de los entendidos, en este aspecto era mejor la versión española que la original francesa.

¿Puede, de esta forma, una traducción superar a su modelo en lengua vernácula? Es posible, si no cierto. Depende mucho de la altura del intérprete. En música puedo decir que prefiero a Antonio Vega cantando el Romance de Curro el Palmo que el mismo Serrat o que Enrique Morente dignificó a don Antonio Chacón con su disco homenaje.

Ahora he leído, a modo de experimento, un mismo cuento, de Truman Capote, traducido por dos personas diferentes. Las diferencias son mínimas, pero muy interesantes y aclaratorias. Desde el mismo título, que uno traduce Ataúdes artesanos y otro Ataúdes tallados a mano hasta que el primero traduce los nombres propios y el segundo los deja en su idioma. ‘Prairie Motel’ es en el primer cuento ‘Motel Pradera’.

Curiosamente, hallo entre mis papeles sin fin, un texto de juventud que puede concatenar con este post. Apunto su comienzo a continuación:

«Ocurrió después de leer Alicia en el País de las Maravillas y me preguntaron ¿qué? (quizá fuera yo mismo el que pedía mi opinión, posiblemente mi subconsciente interrogaba a mi consciente).

Ese qué aislado, único y concreto, en realidad abarcaba un número indefinido de preguntas, un cuestionario cargado de items agudos y perfectamente estructurados para explicar mis más ínfimas apreciaciones sobre el libro de Carroll.

Argumente una gran impresión al enfrentarme con el libro y un buen sabor de boca al mismo tiempo. Me sorprendió gratamente, pues no era ni mucho menos lo que yo esperaba. Alicia llegó a ser un compañero de mi niñez, como Gulliver, Blancanieves o el Oso Yogui, y lo identificaba con un personaje bastante etéreo y divertido, un vapor rosa que pulula por un mundo al revés, medido y rimado como un soneto, con ritmo, como un vals... Sin embargo lo encontré real. Vi una niña actual, con sus preocupaciones y con sus sueños (todo fue un sueño). En realidad, pensé muchas cosas, pero sólo dije (sólo me dije): es inglés. Es un cuento anglosajón, de la segunda mitad del siglo pasado. Es una respuesta comprometida, resbaladiza. ¿Es que se caracterizan los cuentos según dónde se hayan escrito? ¿La literatura, desde el momento que puede ser traducida, no pierde la nacionalidad, no distingue fronteras y pasa a formar parte del patrimonio de la humanidad? Y si fuera eso, ¿los autores no están por encima de los rasgos distintivos nacionales, no pasan a ser espíritus libres, personas apátridas, ciudadanos del mundo, capaces de hablar un idioma internacional? Pisaba en tierras movedizas, en una especie de gelatina que me envolvía y amenazaba con no dejarme salir.

Pero de pronto me sentí muy seguro en mis afirmaciones. Mi intención traspasaba el plano de la hipótesis y pasaba a ser una teoría muy certera. Como comparar la prosa nórdica de Laguervich, Hesse, Mann, Grass o Ende, con la latina de Pirandello, Euxepery, Mendoza, Pessoa o Seferis, o con la suramericana de Borges, Márquez, Rulfo, Carpentier o Allende, o con la eslava de Dostoyesky, Tolstoy, Makarenko o Pasternak...».

* Alice Liddell. Fotografía: Lewis Carroll.

Dudas razonables

Dudas razonables

No sólo la duda es razonable, sino, para algunas cuestiones, lo más razonable es dudar. René Descartes, en el siglo XVII, fundamentó todo su aparato filosófico partiendo de la duda.

Descartes era escéptico, o sea, incrédulo. Dudaba. De lo único que no podía dudar es de que dudaba. En la duda halló una verdad imbatible.

Igualmente, Oscar Wilde, en El retrato de Dorian Gray, reflexiona: “El escepticismo es el principio de la fe”. “Porque escéptico no quiere decir el que duda, aclara Miguel de Unamuno, en Mi religión, sino el que investiga o rebusca, por oposición al que afirma y cree haber hallado. Hay quien escudriña un problema y hay quien nos da una fórmula, acertada o no, como solución de él”.

Redundando en el mismo tema, hay un proverbio español que dice “De las cosas más seguras, la más segura es dudar”, como que lo más seguro de la vida es la muerte.

Me produce cierta ‘desconfianza’ la persona que está segura de todo, la que tiene planeada su vida de principio a fin, la mente preclara del iluminado. En cierto sentido, la vida hay que improvisarla. Tenemos que estar preparados a lo qué venga simplemente porque no sabemos lo que vendrá.

Gao Xingjian, en La Montaña del Alma, dicta que “no tener una meta es también tener una meta, y el hecho de buscar es también un objetivo, cualquiera que sea el objeto de la búsqueda. Y la vida misma, no tiene, en principio, ninguna finalidad, basta con seguir adelante, eso es todo”.

Remedando el lema del campo de concentración de Duchau (no su ironía) podríamos decir que la duda nos hará libres, como afirma Cunqueiro (Un hombre que se parecía a Orestes): “Un hombre que duda es un hombre libre, y el dudoso llega a ser poético soñador, por la necesidad espiritual de certezas”.

Para Chesterton el budismo no es una religión, sino una duda (El hombre que fue jueves). Así, ¿puede haber una religión escéptica o incluso agnóstica? ¿Puede una doctrina fehaciente atentar contra sí misma, contra el entendimiento humano toda noción de lo absoluto? Quizá sea la cuestión. Creo porque soy libre de creer o no creer. Pienso que algo existe más allá, porque pienso que más allá puede no haber nada.

“Lo infinito es, por definición (lo dice Gore Vidal en su inmensa novela Creación), no sólo aquello que no es todavía, sino lo que no será nunca todavía”.

También es razonable quien opina lo contrario, como Flaubert: “La duda es la muerte para las almas; es una lepra que afecta a las razas desgastadas, una enfermedad que proviene de la ciencia y conduce a la locura. La locura es la duda de la razón; ¿quizá sea la razón misma?”. Aunque esto lo escribe en Memorias de un loco, y, tratándose de locos, ya se sabe.

* René Descartes en 1649 (¿o no?).

El matrimonio (3)

El matrimonio (3)

Ya he referido el caso de que, la revista Punch Almanac, en 1845, recomendaba a los que habían decidido casarse: “No lo hagáis”. Eso, sin embargo, es contar la feria cómo te ha ido en ella. Hay parejas que no cambiarían el connubio por nada, que tienen espíritu de pareja, que si volvieran a nacer se volverían a casar con el mismo compañero o compañera. Entre sus Máximas, en cambio, François de La Rochefoucault sentencia que “hay buenos casamientos, pero no los hay deliciosos”.

Muchas veces hemos oído decir (o hemos comprobado en gentes cercanas) que un hombre, o una mujer, no resiste la perdida de su pareja y ha muerto a los pocos días. ¿De pena? ¿De amor? Dimitri Karamazov habría sido capaz de quitarse la vida por exceso de felicidad, por extremado amor compartido.

En la duda se asienta todo. Sócrates (cito de memoria) recomendaba a algún discípulo arrojado: “me preguntas si debes o no casarte, yo te digo que cualquier cosa que hagas te arrepentirás”. Miguel Gila lo explicaba de esta otra manera: “el matrimonio es como el metro: los que están fuera quieren entrar y los que están dentro quieren salir”.

Nietzsche, por su parte, en Filosofía general, escribe: “siempre hay algo más necesario que hacer, que casarse: ¡cielos, así me ha sucedido a mí siempre!

El que no está casado se amolda a su vida de soltero. ¿Existe una soltería por vocación aparte del celibato confesional? Puede que sea una creencia. Una filosofía de vida, en todo caso. Solterón o solterona es (o era) despectivo. Sobre todo en la mujer que no había encontrado novio, que se le había pasado el arroz. El hombre podía ser un crápula, un vividor.

Ahora es distinto. Tanto la mujer como el hombre que deciden no ‘compartir’ su vida son simplemente personas independientes, solitarias, autosuficientes. San Agustín alude a que “el pájaro solitario siempre se posa en la rama más alta”.

Tenemos una segunda soltería que llega con la viudez o el divorcio. Muchos llegan a casarse una segunda o una tercera vez (o más veces). El hombre, pensarán algunos, es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra.

¿El matrimonio es una liberación? En determinadas circunstancias puede que lo sea o en un tiempo pasado, como pudo ser el servicio militar. Ambrose Bierce define al matrimonio como “condición o estado de una comunidad formada por un amo, un ama y dos esclavos, que suman en total dos personas”.

El niño que le pregunta a su madre (lo he contado más de una vez) si su padre, después de haber muerto, está en la gloria. La madre responde: "No. Papá está en el cielo; en la gloria estoy yo".

No me importa el cuchillo ni la herida

No me importa el cuchillo ni la herida

La otra mañana me levanté con este endecasílabo en la cabeza. No me importa el cuchillo ni la herida. Era más bien el comienzo de un soneto (que me propongo soñar más adelante). Salté de la cama y apunté cada una de las palabras que me desvelaron.

Fue curioso. No es la primera vez que sueño un verso, la idea de un cuento, un aforismo o simplemente una emoción (no necesariamente erótica).

Fue curioso también porque, por otra parte, el día anterior había soñado con alguien que se quería desprender de libros. A rebuscar en sus anaqueles fuimos Silvia y yo (fue curioso igualmente que soñara con Silvia). Estuvimos saboreando títulos que no recuerdo. Ninguno alcanzó nuestras manos, pero sí le declaré que lo que me gustaría es encontrar el libro definitivo. Así se lo dije y así se quedó grabado en mi memoria inmediata, el libro definitivo. Después, creo, se lo expliqué (o lo recompuse en mi cabeza de soñador). Se trata de un libro entre los libros, que su simple lectura anulara la lectura de los demás. Sería el libro necesario y único, que se leyera y se releyera hasta la saciedad sin necesidad de otra lectura.

Es impensable, pienso. La lectura, entre otras cosas, es un placer. La lectura nos hace libres. Gozamos de las palabras, ampliamos nuestra mente, viajamos, nos reconocemos y hasta nos enamoramos.

A Manolo una vez le pregunté si leía. No estaba seguro, me contestó, pues sólo releía el mismo libro. Se sabía pasajes de memoria.Era Juan Lobón de Luis Berenguer (que ha inspirado algunas películas). No es que fuera el libro definitivo pero le sería suficiente.

Atando cabos, mi sueño quizá respondiera a un pensamiento continuo, a la impotencia de leer todo lo imprescindible, si es que se puede cuantificar ese imprescindible. Muchos han hecho listados de cien, de quinientos, de mil, pero siempre queda algo y, si no, algo más se escribirá. En caso, sin embargo, que un prontuario de esta suerte sea el acertado, sería la historia de nunca acabar. Pues las primeras lecturas irían cayendo en el olvido, simplemente por interferencia del abordaje de otros libros o por el mero transcurrir de la vida.

Volviendo a mi discurso, con el libro definitivo me vinieron a la cabeza algunos antecedentes con los que a continuación cierro este devaneo.

En Discusión, a los postres del volumen, en el apartado Notas, Borges dedica unos párrafos a Gilbert Waterhouse y a su pretendida A short History of German Literature, en donde menciona al marqués de Laplace “que declaró la posibilidad de cifrar en una sola fórmula todos los hechos que serán, que son y que han sido”; así como al inversamente paradójico doctor Rojas “cuya historia de la literatura argentina es más extensa que la literatura argentina”.

El mismo Borges soñó La biblioteca de Babel, publicada por primera vez en la colección de relatos El jardín de senderos que se bifurcan (1941). "El relato, según la Wikipedia (apoyo tan cómodo como dubitable del autor con prisa), es la especulación de un universo compuesto de una biblioteca de todos los libros posibles, en la cual sus libros están arbitrariamente ordenados, o sin orden, y preexiste al hombre".

Por la misma época que el cuentista argentino, el belga Paul Otlet, padre de la biblioteconomía y documentación, concibió, en un intento de facilitar la información para todos, la ciudad libro. Una ciudad donde todas sus calles, casas y demás fueran páginas escritas.

Y cómo no acordarse también de las 'personas libro', en Farenheit 451, de Ray Bradbury, pero esa historia la contaré en otro momento (o no).

El matrimonio (2)

El matrimonio (2)

El matrimonio, en el mejor de los casos, es la material manifestación de un deseo de eternidad. Por tradición, comúnmente aceptada (o irremediablemente aceptada), somos bígamos. Buscamos nuestra pareja ‘para compartir una vida’. Es lo ideal: envejecer junto a alguien, enamorarse de ese alguien durante toda la vida.

Isak Dinesen escribe en Las carreteras de Pisa, texto incluido en Siete cuentos góticos, que “la idea del matrimonio ha sido siempre para mí la presencia en mi vida de una persona con la que yo pueda hablar mañana de las cosas que acontecieron ayer”. Y Nietzsche, en Humano, demasiado humano, advierte: “En el momento de internarnos en el matrimonio nos debemos hacer esta pregunta: ¿crees poder conversar con tu mujer hasta que seas viejo? Todo lo demás del matrimonio es transitorio, pues la mayor parte de la vida en común está dedicada a la conversación”.

Aunque lo normal no es que se busquen los ‘amores’, sino que se encuentren. No es que elijamos, sino que somos elegidos. Así, en la pareja, hay quien busca y quien encuentra, hay quien ama y quien es amado. El que menos quiere es el que manda. Prefiero equivocarme y que esto sea la excepción y no la regla.

Una cohabitación tiene mucho de conveniencia, de abnegación, de conformismo, de rutinario… Oscar Wilde decía en una ocasión que “los hombres se casan porque están cansados; las mujeres, por curiosidad; ambos se llevan una desilusión” y, en otro momento: “cuando una mujer se vuelve a casar es porque aborrecía a su primer marido. Cuando un hombre se vuelve a casar es porque adoraba a su primera mujer. Las mujeres prueban su suerte; los hombres arriesgan la suya”.

“Los únicos matrimonios felices que conozco son los de conveniencia”, comenta Leon Tolstoi en un diálogo de su Ana Karenina. A lo que responde el conde Vronsky: “Sí; pero la felicidad de los matrimonios de conveniencia queda muchas veces desvanecida como el polvo, precisamente porque aparece esta pasión en la cual no creían”. Y seguidamente explica: “Llamamos matrimonios de conveniencia a aquellos que se celebran cuando el marido y la mujer están ya cansados de la vida. Es como la escarlatina, que todos deben pasar por ella”.

Tolstoi nos quiere decir que el verdadero matrimonio es el que no necesita de contrato sacramental y mucho menos civil. El amor une por puro sentimiento, por el viento del ala que corre entre dos pares de ojos que se miran.

Después está la realidad, el día a día, el ‘desamor’ (antagonismo impensable que, cuando se da, infiere en que el amor no era tal). “De todas las borrascas que caen sobre el amor, razona Flaubert en Madame Bovary, una demanda pecuniaria es la más fría y la más devastadora”.

O la aparición estelar de un tercero. A Gila le preguntaban cómo estaba su mujer y él respondía “¿comparándola con quien?”. Groucho Marx ironizaba: “Detrás de cada gran hombre hay una gran mujer. Detrás de ella, está su esposa”.

“Cuando el amor ha sido una comedia, forzosamente el matrimonio tiene que derivar en drama” escribe Alfonso de Lamartine. Siempre ha existido la separación, la anulación, el repudio, el abandono y, formalizándolo todo, el divorcio. Groucho Marx sigue con sus perogrulladas: “El matrimonio es la principal causa de divorcio”. Y el humorista Godoy añade: “Muchos matrimonios terminan bien, pero otros duran toda la vida”.

El matrimonio (1)

El matrimonio (1)

Yo he estado casado. No es un secreto. Ni me arrepiento de ello. Es parte de mi vida. Su conclusión, entre otras, fue un hijo que incide en mis razones para continuar.

En su momento planteé teóricamente que, si el matrimonio es un convencionalismo, lo mismo era firmar un papel que otro. En la práctica difiere, no obstante. Groucho Marx comenta: “el matrimonio es una gran institución. Por supuesto, si te gusta vivir en una institución”.

Jean Markale, en La femme celte, describe que “el matrimonio celta, aun bajo la influencia cristiana de Irlanda, no era más que un contrato provisorio entre dos personas, susceptible de ser rescindido en cualquier momento, por diversos motivos, por cualquiera de las partes”. Una diputada alemana propuso hace relativamente poco tiempo que el matrimonio durase siete años y que después se rescindiría o se renovaba. En La Corte de los Milagros, en Notrre-Dame de París, Victor Hugo dice que el connubio duraba cuatro años.

En el prólogo a Un mundo feliz, Huxley preconiza: “dentro de pocos años, sin duda alguna, las licencias de matrimonio se expenderán como las licencias para perros, con validez sólo para un periodo de doce meses, y sin ninguna ley que impida cambiar de perro o tener más de un animal a la vez”.

“El matrimonio es para los pobres”, escribe Torrente Ballester en su maravilloso Don Juan. En el siglo XVI, en Polonia, se estableció la costumbre de que una mujer podía solicitar matrimonio con un condenado para salvarle la vida. Algunos no aceptaban.

Recuerdo un chiste de un hombre desesperado buscando a su mujer. Un guardia le pide que le enseñe una foto para ayudar a encontrarla. Cuando ve el retrato, le pregunta si en realidad quiere encontrarla.

Shelley Winters confiesa en un escrito que no recuerdo: “hacía tanto frío que casi me caso”.En 1845, la revista Punch Almanac daba un aviso a los que estaban para casarse: “No lo hagáis”.

Henry Miller describe al solterón como el “sujeto que está convencido de que los únicos que hicieron bien en casarse fueron sus padres”. Piensa, al igual que Henry James (“la pareja es una crueldad”), que “cuando dos hombres hacen un pacto eterno, se están marginando del resto de la humanidad, lo cual es un pecado... Esposo y esposa hacen lo mismo cuando se juran amor hasta la muerte, pero yo opino que es al contrario: Cuando dos personas se prometen fidelidad hasta la muerte, a quien están marginando es al resto de la humanidad”.

Sócrates también decía: “Cásate: si por casualidad das con una buena mujer, serás feliz; si no, te volverás filósofo, lo que siempre es útil para el hombre”.

Nietzsche, en cierta manera lo contradice, cuando en Más allá del bien y del mal escribe: “Entre los grandes filósofos, ¿quién se casó? Heráclito, Platón, Descartes, Espinosa, Leibniz, Kant, Schopenhauer no lo hicieron; es más, no podríamos ‘imaginarlos’ casados. Un filósofo casado es un personaje de comedia, tal es mi tesis; y Sócrates, la única excepción, el malicioso Sócrates, parece haberse casado por ironía, precisamente para demostrar la verdad de ‘esta’ tesis”.

Don Manuel

Don Manuel

Lo confesaré, una de las cuestiones que más me atraen de la poderosa prosa que se deriva de las novelas de Mujica Laínez, aparte de la utilización primorosa de un lenguaje eminentemente erudito y con un sabor a construcción clásica, es esa pactada pérdida de destino que aleja el final de cada idea en una enrevesada armazón de explicaciones entre comas y y más comas, entre paréntesis y añadidos (ex profeso), para despertar atenciones orilladas y para regresar tan luego a retomar el hilo de Ariadna y hacer coherente su desmenuzamiento, alcanzando así, con glorioso éxito, el apoteósico post festum de una frase kilométrica.

Tere Bustos

Tere Bustos

Murió hace dos años pero empezó a desaparecer nueve años antes, cuando el alzheimer iba mordiéndole sin compasión los sentidos y el pasado.

La recuerdo a diario. ¡Hay tantas cosas que me acercan a ella! El simple hecho de mirarme en el espejo es determinante. Los genes son los genes. Sobre todo mi boca. Pero lo más que me acerca a ella está en mi interior.

En los primeros tiempos, desde que se le olvidaron las gafas hasta que se le olvidó su nombre, o, hacia el final, cuando íbamos a verla a la residencia, que perdió el habla y los andares, pensaba que todo era un sueño, una suerte de broma macabra que estaba durando ya mucho tiempo y que de un momento a otro se levantaría y mi madre volvería a retomar todo lo que dejó pendiente.

No llegó sin embargo, y la ausencia en vida, como si un eterno sonambulismo se hubiera apoderado de ella, iba arrancándole lo poco que le quedaba.

Así fue muriendo. Empezó olvidándose de dónde vivía y terminó olvidándose de respirar. Fue una muerte tranquila, sin embargo, ausente de dolor, como si fuera un sueño placentero.

Todos los días la echo en falta.

La máquina del tiempo

La máquina del tiempo

Uno de los últimos cuentos que escribí para En un pozo chico (editorial Transbooks, 2013) fue el de un científico que inventó una máquina del tiempo solo para regresar al último día en que fue feliz. Incluso se titulaba así El último día en que fue feliz. Reconozco que la idea era tan maravillosa que el resultado, pienso, quedó desvaído. Pero la idea fundamental, todo el peso romántico que el planteamiento conlleva, está presente.

Al comienzo, el cuento plantea la imposibilidad de dominar el tiempo tal y como se domina la distancia. “La velocidad es un hecho que todo el mundo entiende y experimenta —argumento—. Pero viajar al pasado está fuera de la razón y, si apuramos, la visita al futuro se muestra aún más orate”.

Con todo y con eso, por la infinita facultad que otorga la fantasía, el inventor, como no podía ser de otro modo, logra su objetivo y regresa una y mil veces junto a su amada.

Para abordar el tema, quizá sin necesidad, leí La maquina del tiempo (The Time Machine), del escritor británico Herbert George Wells, publicada por primera vez en Londres en el año 1895.

Ahora, leyendo algunas notas sobre literatura fantástica, en un ensayo de Pedro Fernández Riquelme, me entero con gran entusiasmo que un tal Nilo María Fabrá concibió una máquina del tiempo, en versión novelada, unos años antes que el señor Wells.

Me intereso por la vida y obra de ese escritor y político catalán de finales del XIX, pero, cuál sería mi sorpresa, que las obra de este hombre, padre de poeta (Nilo Fabrá), eran de corte histórico y social, que en su ideario no entraba la ficción, ni siquiera verosímil.

Sigo mis lecturas y, el cuento que inventa la primera máquina del tiempo de la que se tiene referencia literaria, llamado El Anacronópete, es del escritor teatral Enrique Gaspar.

Esta obra vio la luz en Barcelona, allá por el año 1887 (casi dos lustros antes que la inglesa), y en ella se describen las aventuras surgidas tras la invención de una máquina del tiempo.

Anacronópete es una palabra formada por tres raíces griegas. Ana, significa atrás, cronos es el tiempo y petes es aquel que vuela, o sea, aquel que vuela hacia atrás en el tiempo.

Esta obra, no hace falta jurarlo, cayó pronto en el olvido, pero, además del mérito de la invención citada, también resultó ser la primera novela de ciencia ficción española. La máquina del tiempo de H.G. Wells sin embargo es la que se lleva los laureles de ser considerada la precursora del género.

Otra vez que perdemos la carrera, simplemente por no anunciar a voz en grito que hemos ganado.

El origen cambiante de las sirenas

El origen cambiante de las sirenas

Las sirenas, los seres más sensuales del corpus hagiográfico, no siempre sin embargo han gozado del romanticismo de su hermética cola cual falda estrechísima de noche sin fin. Como sabemos, en un principio, para el rapsoda del duodécimo libro de la Odisea, lucían cuerpo de ave. Así corrobora metamóficamente Ovidio, “pájaros de plumaje rojizo y cara de virgen”. Para Apolonio de Rodas, en su Argonáutica, siguen siendo de medio cuerpo para arriba mujeres, y en lo restante, pájaros.

Hay que esperar hasta algunas leyendas nórdicas o a nuestros románticos, a la heráldica o al ‘maestro’ Tirso de Molina para concebirlas "la mitad mujeres, peces la mitad". (La mitad mujer, añado yo, siempre es de mujer desnuda, con breve pecho apuntado, seguramente por la frigidez del agua, cubierto voluptuosamente por su cabello, quizá turquesa.) En el Fausto de Goethe, no obstante, las sirenas, a las que llama estymfálides, siguen conservando el antiguo aspecto de ave.

La explicación puede ser (leí en no sé dónde y luego lo olvidé) que alguien pudo confundir la traducción de la palabra latina pennae, que significa alas, por pinnae, que puede representar las aletas de un hermoso pez.

Una de las primeras cuestiones por resolver es sin duda su naturaleza dentro del panorama de los seres vivos o imaginados. Borges se queja de que en un ‘brutal’ diccionario catalogan a la sirena como un “supuesto animal marino”. La verdad, hasta el siglo XVI, la sirena formaba parte como un ser real de los diccionarios zoológicos. El diccionario clásico de Lempriere entiende que son ‘ninfas’, el de Quicherat que son ‘monstruos’ y el de Grimal que son ‘demonios’ (‘malditas’ las llaman algunos y William Morris ‘brujas del mar’).

El Diccionario de la Real Academia describe a la sirena como “ninfa marina con busto de mujer y cuerpo de ave, que extraviaba a los navegantes atrayéndolos con la dulzura de su canto” y, seguidamente, con la ampulosidad categórica que se otorga, nos confunde diciendo que “algunos artistas la representan impropiamente con torso de mujer y parte inferior de pez”.

Tradicionalmente, a partir de Homero, habitan en una isla del poniente mediterráneo, cerca de la isla de Circe (Eea). El cadáver de una de ellas, llamada Parténope, fue encontrado en Campania, y dio su nombre a la ciudad que ahora lleva el de Nápoles.

Nápoles, cuenta la Enciclopedia libre de Internet, se construyó a unos kilómetros de una ciudad existente, “Parténope” o “Palépolis” (ciudad vieja). En la mitología griega Parténope era la menor de las tres sirenas que desde las rocas de Capri intentaron con sus cantos seducir a Odiseo, quien se ató al palo mayor consiguiendo así ser de los pocos mortales en disfrutar de los bellos cantos sin morir ahogado después. La sirena, desesperada, se ahogó de pena y su cuerpo llegó a la costa de la ciudad vieja. Los colonos griegos sin embargo, prefirieron un área cercana que bautizaron como Νέα Πόλις o Νεάπολη (pronunciado Néa Pólis), la ciudad nueva. Más tarde el término en napolitano pasó a pronunciarse Napule y en italiano, Napoli.

Las sirenas, como vemos, si no consiguen su objetivo de embaucar a los marineros y cobrar su vida en pago a la osadía de haberlas visto, de haber escuchado su canto, acaban con su propia existencia. De esta forma, Parténope no resiste a Ulises encadenado ni las sirenas todas sobrevivieron el dulce canto de Orfeo desde la nave de los argonautas, nos cuenta Apolodoro en su Biblioteca, y añade “que se precipitaron al mar y quedaron convertidas en rocas, porque su ley era morir cuando alguien no sintiera su hechizo”. Borges apunta en Discusión que las ninfas de los mares aducen una “felicidad que es vaga como el agua”, mientras Orfeo “canta oponiendo las venturas firmes de la tierra”.

* La última sirena descubierta, con permiso de Olga Pericet.

Grande

Grande

La pasada semana murió Félix Grande. El flamenco otra vez está de luto. Con su ida perdemos una de las voces más sensibles que hemos tenido en el arte de la queja y del dolor. No fue cantaor, sólo hilvanaba palabras de sabiduría. Lo conocía antes de conocernos. Tenía bastante ajada de tanto oírla su grabación estremecedora, junto al Lebrijano, sobre el acoso de los gitanos en España. Una obra imprescindible para el conocimiento del flamenco y del pueblo caló. Una obra, llamada precisamente Persecución (1976), donde Juan Peña con una voz envidiable, madura y torrentera, y con un eco flamenquísimo, va desgranando con pasmoso sentimiento los cortes que jalonan el disco. Y, Félix, de forma desgarradora, pausada pero contundente, nos va guiando, como narrador entregado y autor del libreto, por los vaivenes de este pueblo, su condena por ser gitanos, su castigo por amar la libertad.

Hace tiempo, quizá ocho años, quizá diez, me lo presentó el artista gráfico David Zafra no sé en qué circunstancias. Puede que fuera en una de las pasadas ferias del libro aquí en Granada, que viniera a presentar algún volumen, o quizá fuera con motivo de alguna conferencia. Nos vimos tan sólo en esa ocasión o tal vez un par de veces. No recuerdo. Mi memoria es flaca como filamento. Se interesó por mi ‘trabajo’ y aseguraba haberme leído en algún momento. Quedamos en colaborar en un futuro. Compromiso que se llevó el viento como nuestras conversaciones telefónicas a raíz de una colaboración en Letra Clara, revista de la Facultad de Filosofía y Letras, la cual gestionaba en su aspecto técnico. Colaboración que nunca llegó porque fue el tiempo fatídico de la enfermedad y muerte de su compañera.

Félix me impresionó. Era un hombre tranquilo y carismático, exacto en su criterio y centrado en sus ideas globalizantes de entrega y respeto. Era alto y de rubios rizos, o blancos a esas alturas. Era un ángel que trasmitía paz.

Hablamos sobre todo de flamenco, de libros y de poesía, sin importarnos la rotación del mundo.

Ahora estoy convencido de que esos momentos son enormes en su sencillez y que, a la larga, nos aprehenden como si fueran definitivos en nuestras vidas.

El refuerzo de lo absoluto

El refuerzo de lo absoluto

Si Dios es todo también es nada, porque todo abarca la nada, aunque la nada sea la ausecia de todo. Si Dios es inmensamente bueno, también tendrá ese punto de maldad que refuerce su benevolencia. Los dioses primitivos eran crueles, despotas, autoritarios y castigadores. Nuestro Dios, hasta no mucho, era igualmente estricto. El diablo antes fue ángel. Mefistófeles, en la obra de Goethe, prometía hacer el mal y solamente ejercía el bien en el atormentado Fausto. En Dostoyevski, el demonio que se le aparece a Iván Karamazov, presume de lo ‘bien’ que hace el mal y estuvo a punto de cantar ¡Hossanna! cuando el Verbo crucificado subió al cielo.

El gran secreto andalusí para preparar el ajoblanco es mezclar una almendra amarga entre todas las demás. El bien (la belleza, la dulzura…) se evidencian por su contraste.

El budismo chino era una religión rústica, grosera, armada (como el jesuíta católico). Se dulcifico con la escuela chan (‘zen’ en japonés). El budismo zen no se entiende sin esa vena creadora que le proporciona el teatro Nô, la ceremonia del té, la composición de haiku o el ikebana.

Todo debe ser lo suyo y lo opuesto en un mismo ser. El camino es largo o es un soplo. El descanso es merecido cuando el desaliento nos ciega. Lo más desesperado que conozco es la esperanza perdida, aunque nunca se pierda, como el imperdible que pincha y cose.

San Jerónimo, siguiendo los pensamientos de Orígenes, confiaba en la salvación final del diablo. Esperanza que firmaría más tarde San Gregorio de Nysa y Papini. Maquiavelo, por su parte afirmaba que “quien ve realmente al Diablo, no lo ve con tantos cuernos ni tan negro”.

Hay momentos de debilidad, luces que indican la absoluta penumbra, trasparencias que definen la opacidad. ‘La excepción confirma la regla’, aunque Ambrose Bierce nos recuerde que la expresión original latina es Exceptio probat regulam que significa que la excepción ‘pone a prueba’ la regla y no que la confirma.

Iguales en la diferencia, diferentes en la igualdad. Hermafroditas al fin y al cabo.

 

Sobre nuestros demonios

Sobre nuestros demonios

A diferencia de Sartre, que opinaba que “el infierno son los demás” (A puerta cerrada), Dostoyevski afirmaba en Los hermanos Karamazov que “todos los hombres llevan un demo­nio en su interior”. Lo mismo decía san Hilario “los principales demonios habitan en la cabeza de las personas, y las tentaciones son los demonios que tientan a los mortales”.

Torrente Ballester va más allá e insinúa en el prólogo de su Don Juan que el infierno somos nosotros mismos. Quizá por eso Clemenceau exclamara “quien tiene genio, tiene mal genio”.

Cavafis, por su parte, poetizaba en Itaca: “A Lestrigones y a Cíclopes, / y al fiero Poseidón no los encontrarás, / si no los llevas dentro de tu alma”.

Todos tenemos la dualidad en nuestras entrañas. Todos somos potencialmente buenos, como soñaba Rouseau, pero también ‘lobos’ para nosotros mismos, como Hobbes dejó escrito. (Una de las frases más conocidas de la artista holiwoodiense Mae West, maestra del doble sentido, dice “cuando soy buena, soy buena; pero cuando soy mala, soy mucho mejor”.)

Todos somos el doctor Jekyll, pero también mr. Hyde. No sólo hacemos daño sin querer o por venganza o por defensa o por despecho, sino también por gusto, por el placer del sufrimiento ajeno, por el poder que nos otorga el sadismo. Nuestra cabeza está bien enrevesada y en nuestro corazón hay rincones bien oscuros: alma de malvado, de castigador, de ladrón, de pirómano, de asesino. Sólo falta dar el paso. Dicen que quien mata una vez ya le es más fácil seguir matando.

Cada cual sabe de sus bondades y de sus fobias, de su simpatía y de su crueldad. “Si los espejos reflejan las cosas en su apariencia, detrás de los espejos debe haber fabulosamente el ángel o el diablo, la verdad o la mentira”, escribía Joan Perucho en La sonrisa de Eros. Nadie se salva. Somos yin y yang, noche y día, hombre y mujer (aunque nuestra participación del otro sexo sea mínima, aunque admitamos esta dualidad).

Así, la imagen animada del diablito que nos tienta, en lucha continua con al angelito que nos marca el buen camino, no es tan fantástica como creemos. Tenemos alas celestiales que nos elevan, pero también un largo rabo infernal que nos arrastra y ennegrece. Mujica Láinez en El Laberinto sentencia que “de la tentación sólo escapan (a veces) el santo y el filósofo”. ¿Pero acaso queremos escapar?

Escribo para cuatro

Escribo para cuatro

No sé realmente cómo me dio el volunto de hilvanar palabras en un papel y depurarlas a través de los años hasta serme tan vital como el comer o el amar. Quizá empezara a escribir antes de buscar justificación. Quizá alguna lectura me llevara a materializar mis propios pensamientos. Quizá quise incentivar una memoria que nació flaca y sigue creciendo enfermiza.

El caso es que en una libreta, de tamaño de bolsillo, comencé a apuntar frases o ideas (lo que ahora se llaman aforismos) hasta que se terminaron sus hojas. Después compré otra y otra más. Y al mismo tiempo leía a Khalil Gibran y a Tagore y pensaba que si ellos escribían lo que escribían, por qué yo no podría escribir igualmente mis ocurrencias.

Después soñé que Platón dijo que el hombre que lee es incompleto si no escribe. Y leí a Borges y Bioy Casares que, uno de sus personajes de Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), en Cuentos de H. Bustos Domecq, comenta esto mismo con más claridad: “el que no escribe todo lo que le fermenta en la testa es un eunuco de la Capilla Sixtina”.

La necesidad fue creciendo y se fue afinando. Relativamente pronto dejé de lado la poesía: el verso, la medida, el ritmo, están fuera de mi alcance. Aunque algo hago en forma de poema breve o ligera cancioncilla.

En la prosa nado sin vértigo. El cuento, el pensamiento e incluso la novela. Algo he publicado. Mínimo y sin entidad tras los muchos años que llevo juntando letras y emborronando papeles. También me dediqué al artículo de opinión en forma de crítica flamenca, que tantas bondades me ha ofrecido (también momentos acres).

En 2006 inauguré este blog, precisamente por el flamenco. Los artículos, escritos para el periódico, no siempre se editaban y a veces se publicaban incompletos. Así, decidí tener una tribuna propia para elevar mi voz sin cortapisas.

No obstante, no quise limitarme al flamenco. De esta forma, en esta bitácora es una miscelánea donde se encuentran todas mis inclinaciones narrativas, desde el cuento hasta la anécdota, desde la denuncia a la reseña, desde el pensamiento hasta la comedia.

Se han alternado momentos de gran movimiento, de casi un post diario, hasta días y días de silencio (los menos). Entre mis visitas también ha habido altibajos. Temporadas de fuerte actividad lectora combinadas con otras huérfanas, que he intentado reflejar con estadísticas y contadores, pero se me han ido perdiendo por el camino y ahora, desde octubre de 2013, llevo poco más de 4.500 visitas. Los amigos vienen y se van (los enemigos se acumulan).

Todo esto me lleva a una conclusión: escribo para cuatro. Soy un autor mínimo, poco leído (¿a la minoría siempre?). No por esto, sin embargo, dejo de escribir y de alimentar este cuaderno, que se convierte en una especie de diario o de cajón de sastre (desastre). Soy empecinado y orgulloso, metódico y responsable más de lo que parece. Soy un corredor de fondo al que atrasan cada vez más la meta.

* Jorge y Adolfo.

Mutaciones

Mutaciones

Desde Darwin sabemos que el mundo evoluciona, los seres que lo habitan, debido a los cambios genéticos o estructurales de los mismos y que se trasmiten por herencia. Dicho con otras palabras (para aumentar la duda, como decía uno de mis profesores) el órgano crea la función. Es decir, cuando se engendró una jirafa con cuello largo, más apta para sobrevivir, pues alcanzaba los brotes elevados, dio pie a procrear otros rumiantes de este tipo.

La dicotomía huevo/gallina, así, esta solucionada. Cualquier tipo de gallinácea primitiva puso un huevo del que surgió la primera gallina tal cual la conocemos para hacer el caldo de ídem. (Las ponedoras fueron un invento posterior.)

El hombre juega con esta genética. Investiga y experimenta en plantas y animales, e incluso en el hombre. Tenemos melones todo el año. Existen burros del tamaño de un perro o pollos de color. Conocemos a niños probeta o madres de alquiler.

El avance evolutivo programado no tiene fin. Se piensa en vacunas y en logros conseguidos por el hombre, pero se piensa también en virus y enfermedades, en pasos que rayan en la aberración. Tenemos tanta confianza como temor a estas metamorfosis artificiales, aunque también tenemos leyes y minutas éticas a tener en cuenta, líneas que no deben traspasarse y terrenos prohibidos.

La ciencia anda a pasos largos. La ciencia ficción no tiene límites, pues no los tiene nuestra cabeza.

Llevo un tiempo con mi niño viendo las películas basadas en Marvel, con sus superhombres y sus planteamientos maniqueos. Basados en esta idea darwinista, las historias referidas nos plantean que el hombre puede evolucionar, puede experimentar unas mutaciones para hacerse más competitivo en esta tierra insegura. Así vemos en la pantalla desde el hombre que atrae al hierro hasta el que puede volar, desde el que regenera sus heridas hasta el que lee la mente.

En realidad sabemos que estamos capacitados para utilizar un tanto por ciento muy pequeño de nuestra mente. Si pudiéramos aumentar el uso de esa capacidad cerebral, estaríamos más cerca del superhéroe, sin profundizar en los niños superdotados e hiperactivos.

Los niños, y los no tan niños, conviven con esas mutaciones, con esos efectos especiales, en el cine y la televisión, con noticias impensables y el avance continuo de las tecnologías.

Por eso, cuando a mi hijo le refiero cualquier mito de extraordinarias dimensiones, ya sea la participación de los dioses griegos en las cuestiones mundanas, ya sea el descenso a los infiernos de algunos héroes legendarios, ya sea la inmortalidad de Sigfrido al bañarse en la sangre de un dragón, ya sea la multiplicación de los panes y los peces, el paseo por encima de las aguas o la resurrección de Jesús de Nazaret, no sólo lo asume completamente, sino que anula la labor proselitista perseguida.

* Jesus sobre las aguas del lago Tiberiades en el mar de Galilea.