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Algunas cosas y demás verdades

Constantes del Holandés

Constantes del Holandés

El Holandés Errante, (the flying dutchman, der fliegende Holländer o de vliegende Hollander, en inglés, alemán u holandés, respectivamente), es el capitán y no el barco que por antonomasia recibe el nombre de “buque fantasma”: un tres palos inmarcesible, pintado de negro, cruzado por luces amarillas o rojizas sobre cubierta.

La versión más antigua de esta leyenda afirma que deriva de la saga escandinava de Stote, un vikingo que robó un anillo a los dioses y cuyo esqueleto, cubierto con un manto de fuego, fue hallado después sentado en el palo mayor de una nave negra y fantasmal. Otros creen que la historia se originó con las aventuras de Bartolomeu Dias, navegante portugués que descubrió el cabo de Buena Esperanza en 1488 y cuyas proezas marítimas llegaron a parecer sobrehumanas, según la biografía que escribió sobre él Luis de Camóes.

Sea como sea, al igual que su barco, el capitán descalzo es inmortal, condenado a cruzar los siete mares hasta encontrar un amor verdadero, alguien capaz de dar sangre por sangre.

Quién se cruce con el Holandés Errante, hombre espigado y moreno, siempre joven, será presa de las mayores catástrofes y desgracias que se pudieran imaginar. Si se topa con su barco, sin ninguna razón, tomará un rumbo equivocado y su naufragio será irremediable. En ocasiones, cuentan, el Holandés Errante envía una carta, dando una cita al capitán de otro barco que, cuando la lee, su embarcación puede darse por perdida.

En caso de que entré en combate singular, raramente acaba con su enemigo, sino que deja su boca rasgada con hoja blanca, como eterna quemadura, señal inconfundible de su batida y, con amargura inextricable, se aleja con la única nota de color del pañuelo rojo anudado en la garganta y el destello apagado de un arete en su oreja izquierda.

A bordo del barco fantasma el vino se agria y la comida, que nunca falta, se transforma en judía y grano, aunque el Holandés está condenado a comer brasas y a beber vinagre. Siempre tiene sed, dirá Cunqueiro.

Sus ojos, profundos, de oscuro brillo, perdidos en lontananza o en el interior de su cuerpo de humo, enamoran incondicionalmente y parece que sufren con el irremediable abandono.

El capitán viaja solo, si acaso con un vigía antropomórfico de origen demoníaco. Hay quien dice en cambio que lo acompaña toda una tripulación fantasmal que lo mismo aparece que desaparece ante los ojos de quien los contempla. Se comenta a este respecto que el Capitán reunió una serie de marineros entre piratas y criminales que terminaron malditos como él.

El Holandés desembarca de cuando en cuando y da pie a algún soñador para componer su historia o alguna soñadora para suspirar continuo de puro enamorada.

* Corto Maltés de Hugo Pratt.

Traductor simultáneo

Traductor simultáneo

Una pequeña anécdota que ocurrió el otro día.

Entre muchas cosas que comparto con mi niño está la de ver películas fantásticas, de acción o de humor, que después comentamos o memorizamos sus escenas y retazos de su conversación para nuestra complicidad. Últimamente estamos repasando los filmes basados en los héroes creados por Marvel, que me retrotraen a mi infancia, más o menos a los diez años, la edad que tiene Juan ahora mismo, creando así un tácito paralelismo cuanto menos interesante, aunque mi acercamiento a estas sagas fuera en papel y en muchos casos en blanco y negro.

Viendo la serie de los X-Men (que yo conocía como la Patrulla X), en su tercera entrega me parece, donde los saltos espaciales y por ende idiomáticos son numerosos, me atrevía, a falta de subtítulos, a traducir del japonés, del ruso del francés, según el contexto.

Juan atendía con gran interés a mis palabras, incorporándolas de inmediato a su comprensión de la historia. A la pregunta de cómo sabía lo que decían, si conocía todos los idiomas, le confesé que no tenía ni idea, que me lo inventaba según fuera viendo la acción y el desarrollo, que podía ser aproximado o podía no tener nada que ver.

Con un amago de desilusión tuve que callarme por un rato, mientras en la pantalla se seguía salpicando las conversaciones en otras lenguas con el intento de mi hijo de descifrarlas.

No pasaron ni tres minutos que me dijo que por favor siguiera traduciendo.

Ahora, siempre lo hago, e incluso buscamos películas sin subtítulos para escuchar la versión fresca y distinta que le pueda interpretar.

* Lobezno en la foto.

Avistamientos del Holandés Errante

Avistamientos del Holandés Errante

Desde mediados del siglo XII el Holandés Errante surca los mares. Cada cierto tiempo (¿nueve meses, siete años?) abandona su barco en cualquier ciudad portuaria por unos días (9, 21) y camina confuso por una tierra que no le pertenece, para encontrar a una mujer cuyo amor pueda redimirlo.

Muchos marineros afirman ser testigos de numerosas apariciones en mar abierto, aunque a veces son sólo espejismos, alucinaciones o visiones debidas a un exceso de alcohol. Entre los avistamientos documentados está por ejemplo el que en 1702 registró Cotton Mather, autor prolífico y célebre pastor puritano, en la Magnalia Christi Americana, historia eclesiástica de Nueva Inglaterra; o el que en el 11 de junio de 1881, a las 4 de la madrugada, anotaron el príncipe Jorge de Inglaterra, duque de York —que después reinó como Jorge V—, y su hermano mayor, el príncipe Alberto Víctor, duque de Clarence —que figura entre los sospechosos de haber sido Jack el Destripador— en el libro de bitácora del Baccante, buque insignia de la armada británica, mientras se encontraban a la altura de las costas australianas (una luz brilla repentinamente en la oscuridad y, a 200 metros más o menos, surge cortándonos el camino un bergantín, rodeado de un halo rojizo siniestro).

Igualmente, Karl Dónitz, comandante en jefe de la flota alemana, y efímero sucesor de Adolf Hitler, en los años 40 del siglo pasado, informa que vio la nave del Holandés Errante mientras se hallaba en una misión al este de Suez. Después confesó que sus hombres preferían enfrentarse con toda la flota aliada antes que vivir nuevamente el horror de ver el barco fantasma.

Se cuenta, por otra parte, que el capitán holandés aparece en tierra firme cuando generalmente alguien —casi siempre una mujer— sueña con él. En muchas ocasiones el Errante cambia de apariencia, por lo cual no es nada fácil de reconocer.

Un erudito flamenco, cuenta Cunqueiro, llamado Michael van der Veen, nacido en Harlem, escribió la cró­nica de sus puntuales apariciones, en diversos luga­res del planeta desde 1614.

Así, en 1718, el Holandés enamora a la hija de un consejero de la Cámara de Cuentas en Saint-Maló; la rapta y meses más tarde la abandona en una playa próxima a Boloña.

En el año 1731, entra con su navío en el puerto de Génova, y un viejo marinero ligur reconoce que bebió con el Capitán en Lisboa en el año 1689. Han pasado cuarenta y dos años pasados (seis veces siete) y lo encuentra igual de joven, con el mismo pelo negro y la misma inquieta me­lancolía”.

En 1736 desde Nueva España navega hasta Lisboa para visitar a una mujer en la Rúa dos Franqueiros, a la que trae noticias del marido, dueño de un mesón en Veracruz.

En 1751, acude a una cita con una dama de la aristocracia napolitana, pero es un ardid y encuentra a su marido y a sus dos hermanos espada en mano. El Holandés hiere a los tres en la boca y huye.

En Londres, en 1779, se sabe que compra dos pistolas que paga con tres monedas de oro que queman la mano del tendero al cogerlas. El tendero se desmaya, Su bella esposa besa al Holandé­s en la boca y le pide que huya antes de que su marido se recobre.

Quizá su última aparición sea en Marsella, el año 1819 (o en 1817, según la fuente) donde sostuvo una conversación con M. Claude Gabin de la Tau­mière, antiguo secretario de Fouché (otros dicen que fue con el propio Fouché) que ya había conocido al Holandés Errante en Lubeca, en los años del bloqueo europeo.

Se trata de rescatar a Napoleón de su exilio en Santa Elena y regresarlo a Burdeos, pero el Holandés ha de ha­cerse a la mar y tardará siete años en poder volver a tocar tierra.

“—¡No podemos esperar tanto! —dijo el marsellés—. ¡Francia hiede!”.

Ahora, estemos preparados, pues el Capitán arribará esta primavera en alguna de nuestras costas, a no ser que alguien lo viera hace un par de años, con lo cual hasta 2019 no enamorará a nadie.

Rasgos del Holandés

Rasgos del Holandés

Una de las características del héroe mítico es la ausencia de un retrato fidedigno que lo represente. Las conjeturas de su fisonomía en cambio muy a menudo son coincidentes por los detalles personales que se han ido resbalando de la literatura oral que alimenta esa hagiografía y, en no menos medida, de la minuta de los caracteres físicos que apuntan los mismos mitógrafos o su acercamiento al cuento, la música o al cine.

Me limitaré no obstante a describir al capitán holandés, Van Straaten o Vanderdecken, a través de los datos (nunca exhaustivos) que poseo.

Hay constantes que retratan al Holandés como un capitán maniático, obstinado y enloquecido, propenso a la ira y al fiero sacrilegio; condenado a recorrer el océano eternamente, sin descanso ni anclaje ni puerto de ningún tipo (el día del Juicio Final será reclamado por el Diablo), siempre en medio de una tempestad, provocando la muerte de todos aquellos que le vieran. Sin cerveza ni tabaco; su único alimento será hierro al rojo vivo o las brasas, su única bebida la hiel y el vinagre, aunque la provisión de pan y agua a bordo, dicen, es inagotable. 

Aunque sabemos de sus nombres y de su tierra, el capitán es un solitario sin nombre ni patria (¡Llámame extranjero!). Siempre está alerta, nunca duerme, porque al cerrar los ojos, siente como una espada traspasa su cuerpo.

El holandés es un tipo siempre joven, alto, flaco, con los ojos claros y el pelo negro (aunque la señora Van Oestjade, de Ámsterdam, a mediados del pasado siglo, lo soñó con el pelo blanco). Es callado e infinitamente triste. Suele andar descalzo, con un pañuelo rojo anudado en el cuello. Siempre tiene sed.

Lleva espada en el cinto, daga afilada y dos pistolas ricamente ­labradas ’que compró en Londres por tres monedas de oro que quemaron la mano del tendero al cogerlas’, por eso también es conocido como el hombre que quema. Casi todos los que entran en contacto con el Holandés Errante, si no terminan muertos, se vuel­ven locos. Su estocada, su señal, es un tajo en la boca de sus adversarios.

A todas las mujeres enamora a primera vista y luego las abandona, o desaparece, que no es lo mismo pero es igual (¡Acuérdate del Holandés, que nunca volverá!).

Es inmune (las afiladas hojas se quiebran como frágil cristal contra la carne del Errante) e inmortal hasta el día del Juicio o hasta que encuentre un fiel amor que lo ‘rescate’ (el señor van der Veen se atreve a señalar que “una sangre inocente, voluntariamente derramada por él, dando vida por vida”, puede ser el precio del rescate, cuenta Cunqueiro).

Tripula un tres palos de roble germánico pintado de negro, cargado de tesoros y por cuya cubierta corren luces amarillas. Alrededor del velero se levantan grandes olas y silba el viento aunque la mar esté en calma. Está envuelto en un temporal permanente que sin embargo respeta sus mástiles y sus velas en cruz.

Se sabe también que el Holandés es políglota. En Nápoles habló italiano, en Lisboa portugués, en Londres inglés y en Marsella francés. Si no nos entiende es por su aire melancólico y por su pura eternidad.

* En la imagen, Corto Maltes de Hugo Pratt.

El Holandés Errante

El Holandés Errante

Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal (El inmortal, El Aleph, Borges)

Según Cunqueiro, este año 2014, el Holandés Errante debe aparecer en algún rincón del planeta, ya sea para enamorar fatalmente a una dama, ya para sembrar un destino de muerte y venganza, ya sea solamente para hacer aguada.

Porque, parece ser que el capitán, “un tipo alto, flaco, con los ojos claros que siempre tiene sed”, desde 1614, pasa largas temporadas en alta mar y algunos días en tierra firme. Hay quien dice que son nueve meses los que se encuentra navegando y nueve días desembarcado; otros, los más, que en su barco fantasma permanece siete años y son veintiún días los que habita entre los hombres.

Pero yo he echado mis cuentas intentando hallar una constante en sus apariciones portuarias documentadas y, no sólo no coinciden los periodos propuestos, sino que es imposible encontrar una regularidad que nos proporcione una mínima predicción.

En 1830 surgió la leyenda, posiblemente de cuentos marineros anteriores (‘desde hace al menos 500 años’), y, a partir de ahí, ha ido creciendo en especificación y versiones hasta, como suele suceder con los mitos, hacer duda de la misma tiniebla.

Una imagen inolvidable en libros y películas de marinería es la aparición de un buque negro en la penumbra de una tormenta, con sus velas rasgadas y sin timonel, aparentemente a la deriva.

El Holandés Errante, en una de sus versiones, es un capitán holandés, llamado Vanderdecken o Van Demien o Van Sartén o Van Straaten o Van der Dechen o Van der Decken o Barent Focke, cuya nave fue atrapada en una terrible tormenta cuando doblaba el cabo de Buena Esperanza. Los marineros, aterrorizados, rogaron por un puerto seguro o por intentar eludir el temporal arriando las velas y encomendándose a Dios, pero el enloquecido capitán se rió de sus súplicas y, atándose al timón, comenzó a cantar canciones sacrílegas.
La tripulación se alarmó por la conducta de su capitán e intentó hacerse con el control de la nave, pero Vanderdecken arrojó al líder de los amotinados por la borda.

En ese momento las nubes se abrieron y una luz incandescente iluminó el castillo de proa, revelando la figura gloriosa del Espíritu Santo, según algunos el mismo Dios.

La figura se enfrentó con Vanderdecken y le dijo que, ya que disfrutaba con los sufrimientos ajenos, de ahora en adelante sería condenado a recorrer el océano eternamente (‘voltejear ininterrumpidamente por la región del cabo de Buena Esperanza’), hasta el día del Juicio Final, siempre en medio de una tempestad, y provocaría la muerte de todos aquellos que le vieran. Su único alimento sería hierro al rojo vivo, su única bebida la hiel, y su única compañía el grumete, a quien le crecerían cuernos en la cabeza y tendría las fauces de un tigre y la piel de una lija. Vanderdecken y el grumete quedaron abandonados a su destino. También puede ser que viaje sin compañía alguna o con toda la tripulación afantasmada.

Otras versiones aseguran que el capitán había salido de puerto por una apuesta de día de Viernes Santo, mal que pesara a Dios. Su blasfemia fue castigada, al decir de la gente de mar, con su muerte y la de toda su tripulación, así como con la desaparición del buque.

Poco después de la época imprecisa en que se sitúa tal suceso, siempre con motivo de malos tiempos (el barco está permanentemente envuelto en tormenta), apareció de nuevo el buque en el cabo de Buena Esperanza, y, según testimonios, sería avistado periódicamente en el océano y, más de tarde en tarde, en tierra firme. Hasta que, parece ser, que este año que ahora comienza, pasee por alguna de nuestras ciudades.

Matar a un hombre

Matar a un hombre

Hace poco, un caso judicial tremendo, aparecido en los medios de comunicación, nos conmovió a todos por la brutalidad y la sangre fría del asesino. No quiero dar más detalles ni recordar la espeluznante historia, pero, a lo largo del proceso, trascendió un detalle que se hilvana con mi historia. Alguien cercano al acusado declaró que en algún momento éste le había confesado que no se moriría sin haber matado a un hombre.

Es una prueba de hombría en diferentes culturas en tiempos de guerra o venganza (hombre por hombre, sangre por sangre, diente por diente). Es motivo en juegos de rol o como iniciación en una secta o en cualquier ‘tribu urbana’. Es una pasión o una fantasía donde el honor entra en escena.

Borges en su libro Discusión, de 1932, hablando de La poesía gauchesca, se acerca a este lance: «La verdadera ética del criollo está en el relato: la que presume que la sangre vertida no es demasiado memorable, y que a los hombres les ocurre matar. (El inglés conoce la locución kill his man, cuya directa versión es matar a su hombre, descífrese matar al hombre que tiene que matar todo hombre.) “Quién no debía una muerte, en mi tiempo”, le oí quejarse con dulzura una tarde a un señor de edad. No me olvidaré tampoco de un orillero, que me dijo con gravedad: “Señor Borges, yo habré estado en la cárcel muchas veces, pero siempre por homicidio”.»

Rodión Romanovich Raskólnikov, el protagonista de Crimen y castigo (1866) de Dostoyevski, mata a hachazos a una mujer sin razón aparente, porque la tenía que matar, para demostrarse a sí mismo la idea del superhombre que está por encima de la ley.

Memoro ahora una discusión a altas horas en una cueva del Sacromonte, cuando uno de los encarados dijo al otro: “Yo soy más gitano que tú”; lo que venía a decir que tuviera cuidado, que él era más lanzado, más hombre, capaz de cualquier cosa.

* Portada en ruso de una edición de Crimen y castigo.

El villancico

El villancico

En estos días, que gloriosamente han pasado, cuando el dulce y el aguardiente corrieron sin medida y se cantaba (y se tocaba) sin vergüenza, me pregunté sobre el origen del villancico como manifestación propia de nuestro folklore. Acudo a Corominas en primer lugar y nos dice que ‘villancico’ o ‘villancete’ o ‘villancejo’ hace referencia al mismo ‘villano’, que era el labriego o el habitante de una casa de campo o villa (en el sentido hispanorromano del término).

Aproximándome a la historia, sin interés exhaustivo y con tiento de profano, diré que el villancico es una de las manifestaciones más antiguas de la lírica popular castellana, genérica entre los siglos XV y XVIII. Tradicional también de Latinoamérica y Portugal.

Originariamente fueron canciones profanas con estribillo, de origen popular, cantadas en las fiestas y armonizadas a varias voces, nacidas a semejanza de las formas estróficas responsoriales (pregunta/respuesta) como el virelai, el zéjel, la ballata o las cantigas paralelísticas.

Las primeras fuentes documentales en las que aparece la palabra “villancico” son el Cancionero de Stúñiga (ca. 1458) y el Chanssonier d’Herberay (ca. 1463), posteriores son el Cancionero de la Colombina y el Cancionero musical de Palacio.

Autores representativos de este tipo de coplas en esta primera época fueron Juan del Enzina, Pedro de Escobar, Francisco Guerrero, Gaspar Fernandes o Juan Gutiérrez de Padilla.

En el siglo XVI, cuando las autoridades eclesiásticas quisieron introducir composiciones en castellano en la liturgia como una forma de acercar al pueblo a los misterios de la Fe católica, el villancico poco a poco fue cambiando su temática pagana por temas de tipo religioso. De esta manera en los albores del siglo XVII se empiezan a utilizar en los responsorios de maitines de las principales fiestas litúrgicas como la Navidad, Hábeas Christi, Asunción, santos locales, Epifanía, Trinidad, etc.

En este siglo XVII los villancicos comenzaron a prohibirse por las instituciones conservadoras, pues, con forma de diálogo hacían mofa sobre pasajes religiosos, como la sorpresa de los pastores ante el misterio del nacimiento de Jesús, y, aprovechando, también se burlaban de las autoridades y los personajes públicos.

El siglo XVIII el villancico seguirá teniendo las características populares del siglo anterior con las influencias musicales que ejerció Italia (estilo recitativo, arias da capo, estilo compositivo de la ópera). Compositores importantes de este periodo han sido el padre Antonio Soler, Antonio de Literes y José de Torres. Estas influencias italianizantes provocaron que el villancico fuera definitivamente proscrito de la liturgia a finales de este siglo XVIII y quedara exclusivamente como manifestación popular navideña.

El alma de las mujeres

El alma de las mujeres

Hasta hace relativamente poco tiempo (¿siglo XVIII?) las mujeres no tenían alma. Creo que fue Aristóteles quien planteó por vez primera la aberración de que “la mujer no tiene moral, no tiene alma, por tanto no es humana”. En su Ética a Eudemo, nos dejó esta joyita: “ La mujer, sin duda, es inferior al hombre, pero su relación con éste es más íntima que la del hijo y la del esclavo, y está más próxima a ser de igual condición que su marido”. Esta sentencia, y otras muchas, hizo las delicias de más de un misógeno, entre ellos del proselitismo religioso (que determinó el paso de un panteón matriarcal al determinante dominio del Dios padre), y relegó a la mitad de la población a un segundo plano. (Aunque es peligroso aventurarse por estos caminos y frivolizar de cualquier forma, ya que no fue una chispa lo que diferenció los sexos, sino una serie de circunstancias socio-biológicas a través de milenios de historia, que quizá se remonten al homo erectus.)

Tertuliano, en el siglo III, llegó a sentenciar que “la mujer es la puerta del infierno, es una permanente tentación. La mujer es el pecado”.

En el Diccionario Infernal, de Collin de Plancy, citado en el Bestiario de Ferrer Lerín, en el apartado Monstruos (junto con los hermafroditas, el licántropo , los pigmeos o las sirenas) se cuenta que “el prelado Macon sostenía que las mujeres no podían ni debían ser calificadas de criaturas humanas. También, el sabio Acidalio Valens, mantenía la misma opinión poco galante en su tesis intitulada: Mulieres non esse homines, tra­ducida por Guerlon al francés bajo el título de Problemas sobre las mujeres. Después de los descu­brimientos de Cristóbal Colón algunos casuistas probaron que las mujeres del Perú y de otras re­giones de la América, eran una especie de ani­males, seductoras en verdad, pero sin alma y sin razón; de cuya opinión se valió un papa para pre­servar a los cristianos del crimen de brutalidad, dando a las mujeres americanas el título de muje­res dudosas de una alma racional y destituidas de todas las cualidades que constituyen la naturaleza humana. Arstoto y otros autores dicen que la pre­sencia de una mujer en ciertos días corrompe la leche, agría la nata, empaña los cristales, seca los campos por donde pisa, engendra culebras y produce la rabia en los perros”.

La larga marcha de la razón dibuja la natural equidad y desempaña una injusticia de inexplicables abismos. La conciencia y la educación son las únicas armas. La luz al final del túnel se vislumbra, pero vamos dando pasitos hacia adelante y pasitos hacia atrás.

René Magritte, The Great Family, 1963.

El lagarto ocelado

El lagarto ocelado

Hace algunos años, en un descanso para comer camino de Cueva Secreta, por la vereda de La Estrella, en Sierra Nevada, donde el río Guarnón besaba ampliamente el camino que lo respetaba con un breve puente de piedra, entre bocado y bocado descubrí, tras una roca asolada, el estridente bermellón de un lagarto mesozoico.

Tan asustado como maravillado estaba por su presencia de alcance métrico, la mayoría cola, que inmovilicé mi imagen como él mantenía congelada la suya, a excepción de sus ojos, que viraban 360 grados en redondo buscando su huida.

Tras eternos segundos, el colorido saurio desapareció entre los cantos secos de la rivera, dejándome la bella estampa que ahora recuerdo.

Nunca vi un animal de tales características ni un lagarto tan extenso y acarminado en mis fatigados caminos. Siempre pardo o verde, de diez a cincuenta centímetros quizá. El lagarto sureño; el lagarto hispano; el lagarto ocelado tal vez, que en buenos latines se nomina timon lepidus.

Es este un lagarto propio de Europa suroccidental y noroeste de África, que puede llegar a los 70 cm. de longitud, es de color verde o moreno, con dos franjas de ocelos azules en el dorso, y que vive una media de 5 años. Cuando se ven amenazados se desprenden de la cola para despistar a su enemigo, como las lagartijas (lo que le decía yo a la novia de uno de los componentes de Lagartija Nick).

En las zonas de Jumilla y Yecla, donde se le llama Ardacho, se ponían sus patas cerca de los niños por creer que tenían propiedades curativas y fortalecían los dientes.

Es interesante la anotación que, bajo el epígrafe de Anfibios y reptiles, desarrolla Ferrer Lerín refiriéndose a este reptil en su impagable Bestiario:

Fue en mayo de 1960, en el barcelonés mercado de libros viejos de San Antonio, donde, en el interior de un fatigado ejemplar de Madame Bovary editado en París en 1930 por Arthéme Fayard, fue hallado, haciendo las veces de punto de lectura, un excepcio­nal e ilustrativo documento. Una cartulina, una ficha, con el membrete de la Universidad de Granada, que parece formar parte de un estudio de campo que se realiza en las provincias de Málaga y Almería en 1951 o 1957 (cuarta cifra borrosa) para conocer la distribución de algunos vertebrados y que incorpora un apartado, «Observaciones», en el que se lee lo si­guiente: «Matías Prolongo Prolongo, vecino de Ca­rratraca, de 75 años, hombre leído, de profesión huronero, sabe muy bien qué es el lagarto, que es abundante en estos parajes, y afirma que es verdad que dicho animal sea goloso del vulvar, que se tira a él cuando la mujer está acuclillada, despreveni­da por el acto de mayores o menores, aunque no esté en despoblado, y que es preferente de las jóvenes morenas velludas almizcleñas y aún más si están reglando».

* El lagarto ocelado con un amigo.

Sobre el sentimiento efímero de la Navidad

Sobre el sentimiento efímero de la Navidad

Las consecuencias sociales de un sentimiento prolongado conllevarían el miedo a la eternidad, la injustificación de la muerte, íntimamente relacionado con el horror vacui, la ausencia de un final. El hombre, de conciencia moral, asume lo efímero de la navidad, y en acto propio de carpe diem se lanza a la fiesta de manera melancólica, o evocadora, con el sentido de la reunión —recuérdese el anuncio de “vuelve a casa, vuelve por navidad”— e incluso con un trasfondo religioso. La Navidad prolongada, en resumen, o de un sentimiento prolongado de manera más exacta, carecería de sentido en lo socioeconómico y traería consigo el peligro de editar almanaques con trescientos sesenta y cinco días en rojo.

Por otra parte, necesitamos de estos convencionalismos. No todo el mundo celebra la Navidad —dejando de lado a los que no pueden o no quieren celebrarla por diversos motivos—. El solo hecho de cambiar de año, ajustándolo a través de los tiempos, después de una oncena de meses alternos de treinta y treinta y un días más uno —febrero— cambiante cada cuatro años, en veintiocho y veintinueve, para ajustar el calendario al ritmo solar, es una falacia si nuestros antípodas mudan de fecha doce horas antes que nuestro reloj anuncie las uvas.

Vuelve la envidia

Vuelve la envidia

Llegué a darme cuenta de que los Diez Mandamientos de la Iglesia en realidad es un decálogo contra la envidia, como ayer evidencié que el averno no es una estancia lúgubre, sino un lugar infernalmente luminoso. El simple “no desearás a la mujer de tu prójimo” o “no consentirás actos ni deseos impuros” es ya una advertencia.

En el judaísmo, el décimo mandamiento lo expone más claramente: “No codiciarás los bienes ajenos. No codiciarás la casa de tu prójimo; no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo”.

Hace tiempo escribí sobre la envidia. Un artículo en que llegaba a decir que nos enaltecía el éxito propio casi tanto como la desgracia ajena. No podemos tolerar que alguien, que consideramos a nuestro nivel (en el amplio sentido de la palabra), sea más que nosotros, tanto en obra como en consecuencia.

Es muy común en mi tierra el pensamiento, cuando alguien triunfa, de “dónde va ese si estudió conmigo” o “es de mi barrio” o “que de chico era más bien tonto”.

No somos capaces de ver la viga en nuestro ojo y sin embargo atendemos con definición la paja en los ojos que nos miran. No entendemos que la vida da muchas vueltas y que Darwin tenía razón al dictar que sobreviven los más aptos (aunque el factor suerte, como opinan los neodarwinistas, sea determinante).

El artículo antedicho estaba sembrado de definiciones de Ambrose Bierce (El diccionario del diablo). Quiero dejar otra más para redundar en mi aserto. El satírico escritor estadounidense interpreta calamidad como el “recordatorio evidente e inconfundible de que las cosas de esta vida no obedecen a nuestra voluntad. Hay dos clases de calamidades: las desgracias propias y la buena suerte ajena”

Juan de Zabaleta en su curioso librito El día de fiesta por la tarde, publicado a mediados de 1664, podemos leer: “¡Oh dulcísimo sabor el del escarnio ajeno...!”.

La envidia está en nuestro ADN, aunque nuestra voluntad (la paz de los hombres buenos) se revele. Mario Moreno ‘Cantinflas’ decía: “yo no estoy en contra de que haya ricos, estoy en contra de que haya pobres”.

Encuentro ahora una Historia del tango, publicada en Evaristo Carriego por Borges en 1930, en la que cuenta, después de hablar de sus orígenes: “el tango posterior es un resentido que deplora con lujo sentimental las desdichas propias y festeja con desvergüenza las desdichas ajenas”.

Evidencias

Evidencias

En una Antología sobre la Joven poesía española de Concepción G. Moral y Rosa María Pereda, editada en 1982, en el venerado número 107 de Cátedra, cada autor, antes de que principien sus poemas, nos ofrece una poética personal. José María Álvarez, para explicar su forma de componer versos, comienza así:

“Estimado señor: Me pide usted una Poética. Me acuerdo de aquella noche en que tocaba Johnny Hodges. Y un curioso le preguntó que cómo tocaba. Entonces Johnny se quedó mirando, cogió el saxo, y empezando JUST A MEMORY [las mayúsculas son suyas], dijo: Esto se toca así”.

Monterroso, en uno de sus apólogos, recuerda que un día una periodista (cuento de memoria, pues no encuentro la referencia), le hizo la pregunta cansinamente obligada de qué estaba leyendo en ese momento. El autor guatemalteco, sin atender mucho a su mesita de luz (como llaman ellos a la mesita de noche donde gravita la lámpara para leer al acostarse, el vaso de agua, el despertador t aun algún pastillero), respondió simplemente que todavía iba por El Quijote.

Jorge Luis Borges, en La poesía gauchesca, perteneciente a su libro Discusión (1932), comienza: “Es fama que le preguntaron a Whistler cuánto tiempo había requerido para pintar uno de sus nocturnos y que respondió: ‘Toda mi vida’. Con igual rigor pudo haber dicho que había requerido todos los siglos que precedieron al momento en que lo pintó”.

Bástenme estos ejemplos para demostrar la ley universal de la relatividad, sin recurrir a don Einstein, y, por ende, a la idea de infinitud.

* Nocturno de James Abbott McNeill Whistler (Nocturno en gris y oro, Nieve en Chelsea).

 

Honorio Bustos Domecq

Honorio Bustos Domecq

Una colección de kiosco de los años 80 (Literatura Contemporánea Seix Barral), en la que compraba ejemplares sueltos, según autor, título y posibilidades económicas, me llevó a interesarme por un título harto estimulante para mi vanidad investigadora. Se trataba de Cuentos de H. Bustos Domecq, que hacía el número 48 de esa serie posiblemente centenaria. Lo adquirí, además de por sus autores y por su trama, una aventura detectivesca urdida por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, por la curiosa coincidencia de mi apellido con el del supuesto autor de las historias de raciocinio, pues de densa deducción se trata.

En varias ocasiones, a lo largo de estos años, he intentado abordar su lectura, pero su prosa densa y terriblemente porteña y erudita, plagada de francaísmos y latines, me lo impedían. En una reciente visita a mi biblioteca, escudriñé este volumen, entre otros más de su colección, oculto en una segunda fila por libros más recientes y, sin duda, más vistosos.

Reconozco que me ha costado entrar, pero, a sabiendas de que cuando le cogiera el pulso narrativo iba a colmar mis expectativas, no he cejado en su lectura.

Llevo unas cuantas decenas de páginas y sus propuestas, inventiva, dinámica e imágenes reconozco que me atrapan. Hay detalles que saboreo con placer e incluso me hacen sonreír.

Honorio Bustos Domecq es el autor ficticio de los relatos que componen este libro, que consta a su vez de tres obras: Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), Un modelo para la muerte (1946) y Crónicas de Bustos Domecq (1967).

Comienza la primera parte con unas notas biográficas de este escritor argentino, que empezó a escribir a la edad de 10 años y que publicó sus obras en la prensa de Rosario.
El origen del pseudónimo, leo en la wikipedia, consiste en la reunión de los apellidos de la abuela paterna de Bioy (Domecq) y de un bisabuelo materno de Borges (Bustos), lo que fantasiosamente me emparienta (o emparenta) con mi admirado invidente.

En el segundo relato de Isidro Parodi (que resuelve los casos desde la celda 273 de una penitenciaría de Buenos Aires), un actor, Gervasio Montenegro, que singularmente también prologa el libro, gana al poker trescientos quince pesos y cuarenta centavos y el diamante de una princesa rusa. Para celebrarlo, cuenta Montenegro: “llamé al mozo y le pedí ipso facto la carta de vinos. Un rápido examen me aconsejó la conveniencia de un Champagne El Gaitero, media botella”.

Varias razones me levantaron el belfo (con todos mis respetos). Dos mentes privilegiadas piensan en una marca de espumoso tan exótica como exclusiva. El Gaitero no es un champagne sino una sidra (aunque, en honor a la verdad, más adelante en el relato lo llaman de esta manera). Además es una bebida asequible, de andar por casa, y nada sofisticada.

(Puede, no obstante, que el champagne al que los autores se refiera, no sea el mismo que yo conozco, lo que estaría justificado por su parte y asaz escurridiza por la mía.)

Aventuras

Aventuras

Inma me decía que estaba sobrestimulado. Desde poco después de que mi hijo naciera, cuando comenzó a tener razón de uso, como saben muchos seguidores de este blog, le he ido relatando, según el momento, cuentos e historias, leyendas y anécdotas, dudas y verdades.

Así, Juan Fernández, tan grande como la ínsula chilena que lleva su nombre en el Pacífico y que albergó las aventuras de Robinson, está familiarizado con Aquiles y Sigfrido, con el basilisco y el monstruo de Bodegones, con la constelación del Toro y su brillante estrella Aldebarán, a la que no debes mirar muy seguido porque hace violento, y con la genealogía de los reyes persas.

También es motivo de su atención mi devenir hasta el punto querer conocerme al detalle y aún más. Quisiera saber mis aventuras, reales o no tan reales (con la edad tendemos a romantizar nuestro pasado), y los detalles de cada día, para comprender quizá el presente y el mobiliario de mi cabeza o simplemente para ir decorando la suya.

Le hablo de mitos universales y de pasajes de la historia, de personas célebres y cuentos inmortales. Le cuento de mi infancia y de mi juventud. De mis intereses y mis razones.

De cuando en vez, le relato sobre mi pasado montañero (una actividad que necesito recuperar, a la que di de baja cuando mis noches comenzaron a alargarse) y mis experiencias de soledad ante el abismo.

Hace poco, por no sé qué conversación sobre la temperatura del agua, me vinieron a la cabeza los baños en las lagunas de la Sierra, el frío extremo, los cero grados que cortan la circulación, la alegría de salir del agua y el abrigo, la limpieza de poros, la relajación extrema.

En una ocasión, en verano, subí a un pedazo de hielo que sobresalía del margen de la laguna de la Caldera, a los pies del Mulhacén. Aposté dos grandes piedras en su centro para alzarme sobre ellas y, golpeando con otro trozo de pizarra, fui separando el bloque de la orilla. Con el viento creciente, rápidamente comencé a navegar hasta el centro del centro de aquel ojo de agua, del que tuve que volver a nado.

El corazón se me encogió y se me paralizaron los miembros. Pero la distancia era pequeña. Sin gran esfuerzo pude regresar junto a los compañeros que hicieron la foto que precede este artículo y arrojaron también alguna piedra (se pueden ver las ondas concéntricas) quizá para ayudar al empuje de la brisa.

Antesdeayer encontré por casualidad el testimonio de la aventura, la foto que hace verídica esta historia y con ella algunas anécdotas más de las que no quedó constancia.

Ermitaños

Ermitaños

Cuando este blog llevaba casi un año de fiel rodaje, apunté unas notas sobre san Simeón el Estilita del que había publicado años atrás un pequeño ensayo, Noticias del viejo San Simeón el Estilita, en la colección Apéndice de Ediciones del Vértigo, en septiembre del año 2000, comentando que me atraía de forma estremecedora la radical decisión de estos anacoretas.

Entre mis notas recojo algunas definiciones y apuntes para poner en orden sus calificaciones.

El asceta o ascético es la persona que se dedica particularmente a la práctica y ejercicio de la perfección espiritual; y el anacoreta, que normalmente es asceta, es la persona que vive en lugar solitario, entregada enteramente a la contemplación y a la penitencia.

Eremita y ermitaño vienen a ser lo mismo. Es la persona que vive en una ermita y cuida de ella, que vive en soledad, como el monje, y que profesa vida solitaria. Por lo tanto podría también ser anacoreta y ser ascético a la vez.

El escéptico es diferente. Es la persona que no cree o afecta no creer en determinadas cosas. No es el ateo, que niega la existencia de Dios. Es más bien agnóstico, que es quien declara inaccesible al entendimiento humano toda noción de lo absoluto, y reduce la ciencia al conocimiento de lo fenoménico y relativo; aunque el ateo también sea agnóstico.

“Porque escéptico, escribe Unamuno en Mi religión, no quiere decir el que duda, sino el que investiga o rebusca, por oposición al que afirma y cree haber hallado. Hay quien escudriña un problema y hay quien nos da una fórmula, acertada o no, como solución de él”

“El escepticismo es el principio de la fe”, dice Oscar Wilde en El retrato de Dorian Gray. Es como el budismo para Chesterton, que no es una religión sino una duda. No olvidemos que Descartes construyó sobre la duda todo su aparato filosófico y la piedra angular de su fe.

Pero todo este devaneo terminológico sólo es un preámbulo a tres acercamientos sobre ermitaños con que me he topado últimamente.

El primero es un cuento brevísimo de Léon Bloy, llamado Los cautivos de Longjumeau. Dice así: “Uno de los hombres más grandes de la Edad Media, el maestro Juan Tauler cuenta la historia de un ermitaño a quien un visitante inoportuno pidió un objeto que estaba en su celda. El ermitaño tuvo que entrar a buscar el objeto. Pero al entrar olvidó cuál era, pues la imagen de las cosas exteriores no podía grabarse en su mente. Salió pues y rogó al visitante le repitiera lo que deseaba. Éste renovó el pedido. El solitario volvió a entrar, pero antes de tomar el objeto, ya había olvidado cuál era. Después de muchas tentativas, se vio obligado a decir al importuno: Entre y busque usted mismo lo que desea, pues yo no puedo conservar su imagen lo bastante para hacer lo que me pide”.

El segundo y el tercero son más crudos. El atractivo de los ermitaños llega hasta tal punto que, en otra época, en Inglaterra (y quizá en más lugares), las residencias nobles contrataban para ambientar sus tierras o jardines a uno de estos solitarios y animaban a los vecinos a visitarlo como se contemplan las rosaledas o se emprende una partida de caza.

Manuel Mujica Lainez, en El Escarabajo, inserta esta costumbre que llega a relajarse de tal forma que la señora de la casa lanza este parlamento: “También hay que concluir con el problema del ermitaño. Ha vuelto a quejarse de la comida, y eso no puede ser. El contrato que establecí con él es idéntico al de mi Tío Hamilton con el suyo: debe permanecer siete años en la ermita, donde es provisto de una Biblia, gafas, un escabel, un reloj de arena, agua y comida de esta casa. Debe vestir un sayal, no cortarse jamás los cabellos, la barba o las uñas, ni hablar con el servidor, ni abandonar los límites de la propiedad. Al cabo de siete años, le pagaré setecientas libras, como mi Tío Hamilton. Han transcurrido tres, y se queja de lo que come. ¡Al Diablo con el exigente! Por lo demás engorda, y no parece un ermitaño sino un burgués barbudo. Hoy hablaré con él en la ruina gótica. Sé que lo han visto jugando a los dados con uno de los palafreneros, cuando un grupo de amigos nuestros andaba por el parque. De continuar así, tendré que cambiarlo. Le daré doscientas libras y tendré un ermitaño flaco, como corresponde”.

Seguidamente Mujica, en boca de su protagonista pone una breve explicación: “Me enteré más tarde de que la sofisticada moda de entonces quería que los señores ingleses más «literarios», añadiesen al numeroso servicio de sus casas solariegas, un individuo a sueldo que representaba el papel de decorativo ermitaño, y que solía residir en su parque, en una «ruina» arreglada o inventada. Los ingleses son muy singulares”.

Hace unos días, la sonrisa de mi asombro volvió a florecer, cuando, nada menos que en El ruido y la furia de William Faulkner, aunque no se trate de un eremita al uso, hallo este pasaje extrañamente paralelo: “Aquí en Jefferson hay un tipo que hizo un montón de dinero vendiendo a los negros cosas medio podridas, vivía en una habitación encima de una tienda del tamaño de una pocilga, y él mismo se hacía las comidas. Hace cuatro o cinco años se puso enfermo. Se llevó un susto de mil demonios así que cuando volvió a estar en pie se fue a la iglesia y se compró un misionero en China, cinco mil dólares al año. Yo suelo imaginarme lo furioso que se pondría acordándose de los cinco mil anuales si se muriese y se encontrase con que no hay cielo. Es lo que yo digo que se muera ahora y se ahorre el dinero”.

Cuando la crítica se equivoca

Cuando la crítica se equivoca

Hace poco tiempo defendía la crítica y a los críticos como extensión indispensable del arte que manejamos, teniendo unos valores y exponiendo un juicio que no siempre es compartido, pero que en un tanto por ciento elevado de los casos el tiempo avala.

Una obra de arte, un poema o la fugacidad de una representación puntual necesitan observadores con perspectiva para reintegrar los museos, permanecer en el tiempo y revivir la memoria.

No obstante, la crítica, entre comillas, no siempre acierta. Ya sea por incomprensión o sesgados puntos de vista, el crítico puede fallar en su valoración. Es más, no es lo normal, el crítico debe equivocarse en alguna ocasión para afianzar su humanidad.

Pero hay un error imperdonable. Cuando los prejuicios, el desconocimiento, las manías o las envidias (que también las hay) mandan en uno de estos visionarios, su valoración está viciada. Es más, su influencia es perversa, puesto que una mala crítica puede hacer un daño irreversible.

Scott Fitzgerald, en Hermosos y malditos, escribía: “Siempre me ha parecido que las críticas son una especie de homenaje a los envidiosos”.

A veces son artistas frustrados que tienen un resentimiento y una acidez sospechosamente verdosa. Un músico me decía al comienzo de mi dedicación que estaba bien que alguien ajeno al ‘espectáculo’ (y sin intención de pertenencia), con sólo su apreciación sensible, escribiera sobre ellos.

No es lo habitual y muchas veces juzgamos a un crítico dependiendo de cómo ha escrito sobre nosotros. Es como los exámenes que hacíamos en el colegio: he aprobado o me han suspendido, casi nunca al contrario. Aunque si apostamos y vamos con la verdad por delante, tenemos muchas posibilidades de ganar, aunque sea en nuestro fuero interno.

Dependemos del jurado. Cuando nos presentamos a un concurso competimos, no con nuestros iguales, sino también, y sobre todo, con los gustos, conocimientos e inclinaciones de quienes nos evalúan.

Otra es ser afamado como hueso. Un crítico con lupa de varios miles de aumentos es tan peligroso como tu madre opinando de tu trabajo. Abel Cortese, en Frases que matan de risa, define al crítico como “Persona que finge ser tan difícil de satisfacer que nadie lo intenta”.

Edmundo de Amicis, en su libro Constantinopla, en el capítulo dedicado al Gran Bazar, escribe: “También es digno de visitarse el bazar de los cuchilleros, aunque no sea más que para tener en la mano una de aquellas enormes tijeras turcas, con las hojas broceadas y doradas, adornadas de dibujos fantásticos, de pájaros y flores, que se cerraban ferozmente, dejando en medio un hueso, en el que podría entrar la cabeza de un crítico maligno”.

Pero alguien que ha hablado de la crítica, a modo de enseñanza, en su vertiente aviesa, ha sido Antonio Machado en Juan de Mairena (1936). Copio alguno de sus de pasajes:

«Si alguna vez cultiváis la crítica literaria o artística, ser benévolos. Benevolencia no quiere ser tolerancia de lo ruin o conformidad con lo inepto, sino voluntad del bien, en vuestro caso, deseo ardiente de ver realizado el milagro de la belleza. Sólo con esta disposición de ánimo la crítica puede ser fecunda. La crítica malévola que ejercen avinagrados y melancólicos es frecuente en España, y nunca descubre nada bueno. La verdad es que no lo busca ni lo desea.

»Esto no quiere decir que la crítica malévola no coincida más de una vez con el fracaso de una intención artística. ¡Cuántas veces hemos visto una comedia mala ceñudamente lapidada con una crítica mucho peor que la comedia!... ¿Ha comprendido usted, señor Martínez?

»Martínez: Creo que sí.

ۘ»Mairena: ¿Podría usted resume en lo dicho en pocas palabras?

»Martínez: Que no conviene confundir la crítica con las malas tripas.

»Mairena: Exactamente».

***

«Más de una vez, sin embargo, la malevolencia, el odio, la envidia han aguzado la visión del crítico para hacerle advertir, no lo que hay en las obras de arte, pero sí algo de lo que falta en ellas. Las enfermedades del hígado y del estómago han colaborado también con el ingenio literario. Pero no han producido nada importante».

***

«Ten censure wrong for one who writes amiss [diez censuran equivocadamente por uno que escriba mal], decía Pope [en Essay on criticism], un inglés que no se chupaba el dedo. Ignoro ―añadía Mairena― si esta sentencia tiene todavía una perfecta aplicación a la literatura inglesa; mas creo que viene como anillo al dedo de la nuestra. Entre nosotros ―digámoslo muy en general, sin ánimo de zaherir a nadie y salvando siempre cuanto se salva por sí mismo― la crítica o reflexión juiciosa sobre la obra realizada es algo tan pobre, tan desorientado y descaminante que apenas si nos queda más norte que el público».

***

«¿Conservadores? Muy bien ―decía Mairena―, siempre que no lo entendamos a la manera de aquel sarnoso que se emperraba en conservar, no la salud, sino la sarna».

Lo preferible, si acaso, es la asepsia, ver una obra sin prejuicios ni influencias, lo más objetivamente posible, como cuando se ve el mar por primera vez, o cuando se recuerda el sabor de un beso. Cuando Borges enumera las obras del apócrifo Menard en Pierre Menard, autor del Quijote, dentro de su libro Ficciones, comenta “un obstinado análisis de las «costumbres sintácticas» de Toulet (…) [donde] declaraba que censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica”.  

Termino con las declaraciones en Diario de un genio. Salvador Dalí comenta: “La crítica es algo sublime. Es digna tan sólo de los genios. El único hombre que podría escribir un panfleto sobre la crítica soy yo, porque soy el inventor del método criticoparanoico. Y ya lo hice”.

* Dalí en la imagen.

Cosas de la luna

Cosas de la luna

Leo el poema No niño novo do vento de Álvaro Cunqueiro, en Cantiga nova que se chama Riveira (‘Cantiga nueva que se llama Rivera’):

No niño novo do vento
hai unha pomba dourada,
meu amigo!
Quén poidera namorala!

Canta ao luar e ao mencer
en frauta de verde olivo.
Quén poidera namorala,
meu amigo!

Ten áers de frol recente,
cousas de recén casada,
meu amigo!
Quén poidera namorala!

Tamén ten sombra de sombra
e andar primeiro de río.
Quén poidera namorala,
meu amigo!

Traducido (‘En el nido nuevo del viento’), así queda:

En el nido nuevo del viento
hay una paloma de oro,
¡mi amigo!
¡Quién pudiera enamorarla!

Canta a la luz de la luna y al alba
en flauta de verde olivo.
¡Quién pudiera enamorarla,
mi amigo!

Tiene aires de flor reciente,
cosas de recién casada,
¡mi amigo!
¡Quién pudiera enamorarla! 

También tiene sombra de sombra
y andar primero de río.
¡Quién pudiera enamorarla,
mi amigo!

La palabra Luar, que transcribo como ‘luz de luna’, el mismo Cunqueiro, a pie de página, anota: que “es una palabra de complicada traducción. Equivale a una serie de efectos ambientales que produce la luz clara de la luna”.

Ya en Castelao podíamos leer: o luar vai entrando, que interpretamos como ‘entrar en el claro de la luna’.

(Llegados a este punto no puedo más que acordarme de la canción Luz de luna del autor mexicano Álvaro Carrillo, cantada como nadie por Chavela Vargas y adaptada para el flamenco por El Cabrero.)

Borges, en el cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, de El jardín de senderos que se bifurcan (1941), propone los verbos lunecer o lunar, que traduce como ‘salir la luna’. Verbos bellísimos que, sin embargo, el Diccionario de la Real Academia no recoge, aunque sí lunear, empleado en Mexico, con el significado de ‘ir de caza, de pesca o de paseo cuando hay luna’.

Corominas (Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico) se acerca al concepto gallego portugués derivando de esta raíz lunación y lunado: ‘claro de luna’ y ‘luz de la luna’ respectivamente. De igual manera comenta más adelante las palabras lunario y lunático: “así llamado porque su dolencia se atribuye a un mal influjo de la luna”, al que Nebrija llamó alunado.

Mis cinco novelas

Mis cinco novelas

Sería al principio de las bitácoras, entre los años 2006-2007, que el poeta y primo mío, por afinidad más que por sangre, Enrique Ortiz, sensible donde los haya, me pidió para su blog, al igual que a muchos otros amigos, una relación de las cinco “novelas de la historia” que yo seleccionaría para hacer una especie de top, puntuándolas del uno al cinco, de mayor a menor. Inmediatamente, a vuelapluma, le mandé este escrito que hogaño, grosso modo, mi opinión no ha cambiado en demasía, aunque, a decir verdad, son muchas las novelas que he gozado y sigo gozando. Supongo que a cada momento la relación sería distinta.

“Antes de pronunciarme para escoger las cinco novelas de la historia, yo, que he sido un lector exhaustivo, me considero algo ignorante. Mis lagunas son más grandes que mis certezas; hay mucha producción que no he tenido en cuenta por puro desconocimiento, por no haber leído todo lo que se considera ‘indispensable’.

En una primera apreciación seleccioné hasta 35 títulos (la mayoría reconociendo al autor y no a la novela) de los que hice un primer expurgo y quité la obra clásica como La Iliada de Homero, El asno de oro de Apuleyo o los Relatos verídicos de Luciano de Samosata precisamente por clasicismo aplastante. Continué cronológicamente descartando a Cervantes y a fray Antonio de Guevara; la literatura oriental de Cao Xueqin y E Gao con Sueño en el Pabellón Rojo; y a algunos románticos como Goethe, Dostoievski o Stendhal, anteriores a nuestro siglo. Descarto autores no hispanos, tan sólo para cerrar el círculo, como Italo Calvino, Albert Cohen, William Faulkner, James Joyce, Vladimir Nabokov, Proust, Saramago o Yourcenar. Pero aún me quedan una docena de nombres imprescindibles.

¿A quién eliminar de la lista? Pues, como, esta votación está ya muy sesgada y es plenamente subjetiva, elegiré a los personajes que actualmente más me interesan, abandonando en la cuneta lamentablemente a Mujica Lainez, Rulfo, Sábato, Eduardo Mendoza, Javier Marías o Torrente Ballester. De esta manera, mi selección queda como la de las cinco novelas (en realidad los cinco autores) contemporáneos, de habla hispana, que recomendaría sin discusión.

Las crónicas del sochantre de Álvaro Cunqueiro (5 puntos)

Las aventuras del caballero Kosmas de Juan Perucho (4 puntos)

El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez (3 puntos)

Pantaleón y las visitadoras de Mario Vargas Llosa (2 puntos)

Madera de boj de Camilo José Cela (1 punto)

(¿O al revés?)”.

* Estatua de Cunqueiro mirando la catedral de Mondoñedo (Lugo).

Sobre la crítica

Sobre la crítica

La palabra en sí es harto delicada, por llamarla de alguna forma. La ‘crítica’ tiene una mala prensa popular, decidida y, en cierto modo, coherente. A nadie le gusta que se evalúe su trabajo, máxime si es un trabajo en el que se ha puesto todas las expectativas, que se ha hecho de todo corazón y en el que se han invertido más horas y más energías de las que uno tiene.

El otro día, en una reunión del colegio, me comentaba la tutora de mi hijo de nueve años, que ella ponía en la pared, después de un dictado, por ejemplo, un cuadrante de autoevaluación, y que el alumno se colocaba la nota que consideraba apropiada a su escrito. Sin lugar a dudas, todos los niños sobrepasaban el siete, decía Cristina. Después, corregía los trabajos con cada alumno e iban entre ambos razonando la calificación real. El niño reconocía, en su caso, que más de un seis no podía tener, incluso insuficiente. Lo veía razonable y él mismo bajaba su baremo.

La crítica es importante. Es importante para el artista que analicen su obra y la pongan en valor; que alaben lo bueno y detracten lo deficiente. Siempre ha habido árbitros y observadores que contemplan el estado de las cosas y razonan, en ese amplio abanico que es el arte (ese jardín de caminos que se bifurcan), por dónde queda el norte (siendo conscientes de que el norte no es un punto sino una dirección). El artista, si tiene cabeza (elemento fundamental) debe atender la crítica y hacer análisis de conciencia y, si acaso, leer entre líneas o, en un momento dado, desecharla casi por completo. Puede comparar los escritos de varios analistas y, si dos o más coinciden, debe pensar que algo pasa y autoevaluarse, como mi hijo y sus compañeros.

También es bueno para el espectador que una pluma de autoridad le informe de lo que hay, de lo que ha pasado y por qué. Quien ve un espectáculo o lee un libro y después atiende la reseña enriquece su visión o corrobora su pensamiento o difiere en algún punto o recapacita sobre sus apreciaciones.

La opinión contrastada, la opinión del ‘experto’ está ahí como un bien social e individual para que la lea o la aproveche quien quiera.

Y por qué son expertos. Porque llevan muchos años formándose en esa disciplina; porque conocen el trasfondo, el fondo y la superficie de ese arte; porque se mueven entre bambalinas; porque observan con los cinco sentidos; porque analizan cada detalle y saben leer entre líneas; porque, en la medida de lo posible, han practicado, de una u otra forma, el arte del que tratan; porque, desde que empezaron su labor de críticos, lo han visto todo y más referente a su disciplina y tienen una gran percepción comparativa; porque conocen el paño y, grosso modo, la trayectoria de los artistas a quienes se dedican; porque saben comunicar de manera clara sus pensamientos; porque empatizan con el público espectador.

La crítica (que, para quitarle yerro, llamamos ‘crónica’, ‘reseña’ o simplemente ‘artículo’), por otra parte, debe ser respetuosa y positiva. Conllevará las tres características que en realidad debe cumplir toda noticia o programa que se precie: formar, informar y entretener.

La cortedad de algún actuante o creador se revela ante el crítico y dice: “quién es nadie para decir si mi obra vale o no vale; acaso sabe tocar la guitarra, acaso pinta o modela mejor que yo, acaso ha sentido el vértigo del escenario, acaso se le ha ocurrido una idea parecida a la mía…”.

Pero una cosa es tener vista y otra es tener visión. En el peor de los casos se puede pensar: “que escriban sobre mí, aunque sea malo”. Pero, de forma inteligente, cualquier individuo que exponga sus credenciales debe estar orgulloso de que alguien opine con sinceridad de su obra, con esa objetividad que otea desde la sabiduría, el aprendizaje y el consejo.

Podía poner cien ejemplos, pues llevo una decena de años ejerciendo de crítico de, pero haré referencia a un episodio habitual. Un valor aritmético del artista es la humildad y la asunción de las opiniones ajenas. Muchas veces, y no siempre por escrito, me he dirigido a un flamenco y le he dado una opinión puntual. Él lo ha agradecido, diciendo que ‘todos’ lo felicitaban por algo de lo que dudaba, hasta que vine y calculé los errores, no decidió cambiarlo.

Quieres venir conmigo

Quieres venir conmigo

Hace unos años, Lorenzo Lunar, autor cubano de novela negra, nos propuso a unos amigos que le expusiéramos un caso verídico, un encuentro personal con las fuerzas del orden o con los fuera de la ley, con objeto de hacer una compilación de sucesos reales o una recreación fantástica con lo que recordáramos.

Sin venir a cuento, este proyecto se frustró. Además, perdí el contacto con Lorenzo o él conmigo. El asunto es que los dos nos dejamos mutuamente. Sin embargo, esos días escribí algo que ahora retomo.

Aconteció poco después de casarme, con mi nuevo estado civil de estreno. La madre de mi hijo, entre otros enseres de mayor o menor importancia, enriqueció la sociedad, que comenzaba a caminar (con contrato eclesiástico), un Renault 11, un buen coche, aunque añoso y con un gran motor. Lástima que la tapa del delco (cosa que nunca he sabido lo qué es exactamente) nos gastara tan malas pasadas.

Dimos trote a ese carro hasta el extremo y se lo vendimos a unos sudamericanos dedicados a la venta ambulante, que seguramente acabaron con su trabajada vida metálica.

Cierto día, después del trabajo, fuimos a comprar algunos comestibles para el abastecimiento semanal de una casa apenas habitada (la mayoría de los días comíamos fuera).

Como siempre, dimos varias vueltas alrededor del supermercado para encontrar un hueco donde estacionar el coche. Cuando encontramos un aparcamiento que había quedado libre, de un auto más pequeño que el nuestro, sin duda, baje para dirigir la maniobra.

Al momento apareció un personaje, rubio y bien vestido, en una moto que indicó que fuera con él. Me alarmé y le pregunté para qué. Lo repitió con la voz algo elevada. Le dije tímidamente que no era mi intención seguirlo a ninguna parte. (A esas alturas, había pensado que era un invertido que pretendía sacar algo de mi deslustrada persona.) Así que comencé a hablar con mi pareja para que viera que no estaba solo.

De pronto se asomó él también por la ventanilla y preguntó con tono imperativo si me conocía de algo. Ella dijo que veníamos juntos, que era su marido, que me había bajado del coche para ayudarla a aparcar. Él dijo bien. Ni que lo sentía ni que disculpara ni nada de nada. Cogió su moto y se marchó con un compañero que lo esperaba más abajo.

En ese momento comprendí que era un policía de paisano y que me había confundido con un aparcacoches.

Agradecí que ella no hubiera dicho que no me conocía de nada. Aunque, en ese caso, le hubiera requerido un par de euros.