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La televisión

La televisión

A veces se ha dicho, siempre hemos oído, que tenemos la televisión que nos merecemos. Quizá sea cierto. Pero lo más seguro es que no.

La televisión tiene un doble efecto. Por un lado educa y por otro idiotiza. Nuestro pesar estriba, sin embargo, en que el tanto por ciento de basura es mayor que el porcentaje informativo, formativo, pedagógico.

Es más ‒afirmo‒, el común de los televidentes eligen libre y conscientemente la programación que aplatana a las neuronas y rechazan la calidad y el sentido crítico que puede tener la televisión (si no, vean las audiencias).

El mando a distancia se ha convertido en el símbolo de mayor poder en las tertulias televisivas. Quien tiene el mando, quien lo maneja ‒que muchas veces es democráticamente quien llega primero al ídolo sin igual‒ domina en el seno familiar. Y es envidiado por eso, odiado, temido. Es el rey del mando.

La tele, aparato proselitista sin igual, además de alienante, se ha convertido en el primer factor de influencia en nuestra sociedad. Influye en nuestra forma de expresarnos, en nuestra forma de vestir, e incluso, en nuestra forma de actuar. La pantalla nos informa (nos deforma) de nuestros gustos y necesidades. Sólo es importante quien sale en la televisión. Y es mucho más conocido, más aclamado, más vip, cuanto más aparezca en esa caja. Da igual si hace algo o no hace nada, si aporta algo a la sociedad, al arte, al mundo o se dedica a decir sandeces o a gritar más que nadie o a mostrar su mala educación, su falta de respeto o su libido imparable... Solamente por asomar su palmito por la ventana de los sueños, se ha ganado un puesto en nuestro panteón particular.

Pero nosotros no tenemos culpa. Los simples consumidores de las trescientas sesenta y cinco líneas somos inocentes. El pecado lo sustentan quienes rellenan nuestro aparato de morralla. ¿Que nos dan lo que demandamos? Sinceramente no lo creo, como apuntaba al principio. Aunque me consta que hay quien se harta de hacer zaping para estacionarse finalmente en el programa más cutre de la emisora más escandalosa. La abundancia de ofertas. La multiplicidad de cadenas a veces sirve solamente para multiplicar a su vez esa telebasura que nos atonta.

A la gente, a nosotros, a los telespectadores, se nos ha educado para ver, para oír, para tragar. Pero no se nos ha acostumbrado a elegir, a renunciar, a descansar, a conocer lo verdaderamente instructivo. Debemos aprender a abrir un libro, a encender la radio, a hablar con los amigos y con la familia; a salir a la calle, a dar un paseo, a visitar a alguien; a ir al cine, a un museo o a ver una puesta de sol; y a exclamar continuamente: ¿La tele?, ¡no gracias!

* Leído el 29 de febrero del 2000 en La plaza humana, revista literaria, radiada en Mujeres en la Onda (FM 88.8, Granada).

Hombre rico, hombre pobre

Hombre rico, hombre pobre

“Es más difícil que un rico se salve a que un camello entre por el ojo de una aguja”, dijo Jesús un día que estaba especialmente inspirado. Y es que ya, en los albores de la historia, se sabía que, en general, ningún hombre honrado se puede hacer rico con su exclusivo trabajo. Sin embargo, el hijo de dios no le dedicó en ese momento ni una mínima sentencia al hombre pobre. Si después de su frase lapidaria, que nos ha hecho pensar en camellos muy pequeños o en agujas excesivamente grandes, hubiera dicho, aunque fuera en petit comité, que “es más fácil que un pobre se salve que encontrar una aguja en un acerico”, otro gallo nos cantaría. Pero, si encima de ser pobres, no tenemos garantizada la gracia de una segunda vida, una nueva oportunidad más afortunada, apaga y vámonos.

Tampoco se asegura, por otra parte, la condena del millonario, sino que su salvación es más dificultosa. Y, poniéndonos a elegir, es preferible un probable infierno (quizá ventilado, como apuntaba Pirandello) tras una vida opulenta, que un cielo dudoso después de haber vivido arrastrado.

Seguramente, lo ideal sería que todo el mundo fuera igual de rico (o igual de pobre, que quizá sea más fácil, pues muchos son los que no tienen y los que tienen mucho son pocos). Y, puestos a soñar, que fuéramos todos iguales ante la ley, que tuviéramos todos las mismas oportunidades... Habría que luchar por esta equidad, pero no acabando con los pobres -como muchos dirigentes se plantean- ni eliminando a los ricos -como se puede pensar. ¿Quizá repartiendo?

Yo, humildemente, me afilio a Mario Moreno “Cantinflas” ─que no es Dios, pero sí divino─ cuando dijo en una de sus películas: “yo no estoy en contra de que haya ricos, yo estoy en contra de que haya pobres”.

Porque la pobreza es un mal que se siente a cada minuto y para la riqueza es algo incómodo. Es incómodo y hasta peligroso que los pobres se organicen, se manifiesten en contra de su estado y hasta que deseen el dinero de los que tienen. ¡Dónde vamos a parar!

El mundo ha quedado reducido a dos estados, a dos clases sociales antagónicas, separadas por el dinero. El mundo tiende al feroz capitalismo y, salvo algunos reductos, el dinero llama al dinero, y la falta de éste a la carencia total. Ya no nos importan los de otra raza, los de otro color, si traen divisas. Las puertas del mundo, las fronteras se derrumban ante el todopoderoso dólar (o el euro, que ya lo aventaja), ante un jeque árabe, blanco por fuera y negro por dentro, que te ofrece de propina un reloj de oro.

Con dinero, en muchos casos, se acabaría el racismo y la xenofobia. Los negros pasarían a ser personas de color, los moros magrebíes y los sudacas serían sudamericanos.

Cuanto más avance el mundo ─me temo─, cuantos más logros alcancemos de bienestar, de calidad de vida, menos adelantaremos en igualdad de clases, más diferencia habrá entre el hombre rico y el hombre pobre.

* Radiado en el 88.8 de FM-Granada, “Mujeres en las Ondas”, el 21 de diciembre de 1999.

Sobre la perfección

Sobre la perfección

Al principio fue el verbo que habitó entre los hombres. Y el verbo era perfecto. Y la perfección era Dios.

Después vinieron los verbos irregulares, que éramos nosotros. Gloriosamente imperfectos.

Lo perfecto es siempre pretérito. “El mejor tiempo ya pasó”, decimos. Pero sólo es nuestro instinto de supervivencia. Intentamos borrar lo malo para dulcificar nuestro pasado y así continuar viviendo. Olvidamos los momentos tristes, borrascosos, para construir un pasado romántico, alegre, heroico incluso.

Pero sólo somos irregulares en nuestra existencia, imperfectos muchos, pluscuamperfectos los más.

Sonreímos a nuestro futuro y ocultamos los trapos sucios del ayer. Nadamos y guardamos la ropa sin nadie que la vigile. Presumimos de nuestros logros, cuando son en realidad nuestros fracasos los que nos definen.

Y nos creamos un Dios. Un ser supremo cuya esencia es la perfección. El Ser con mayúsculas, el Ser a imitar, a temer, a envidiar, a odiar.

Sin embargo, la perfección lleva un alto grado de imperfección, y viceversa. Dios no sería Dios si no fuera un poquito imperfecto. Satanás envidia la imperfección del Supremo.

Nuestros primeros padres tuvieron al alcance de la mano seguir los senderos de Dios a pies juntillas, y caminar hacia la perfección. Pero lo tuvieron claro, y en vez de elegir la perfección imperfecta que divinamente se les ofrecía, escogieron la imperfecta perfección que les brindaba el diablo. Aprendieron a pecar con la mano izquierda. Tuvieron el buen gusto, como dijo alguien, de decir “no, gracias” a las propuestas de eternidad que Dios vendía por aquel entonces.

¿Es más perfecto un ángel sin sexo que el hermafrodita con los dos? ¿Es más perfecto el homosexual (que según Carlos Cano es la mujer perfecta) que el heterosexual, que se complementa?

La perfección no puede existir sino en el mundo de las ideas, en un mundo platónico donde todo es blanco o negro, en un estadio maniqueo en el que se glorifica o se castiga por las acciones de un sólo día.

Los griegos esculpían torsos perfectos. Hombres y mujeres ideales que educaban nuestro gusto. Nosotros elegimos, hace ya años, a una mujer como el animal perfecto. Un profesor de filosofía decía que quien se cree perfecto es un perfecto imbécil.

Pero, ¿no será la perfección un espíritu abierto y global?, ¿no será la tolerancia?, ¿o la humildad? Recordemos que el hombre feliz no tenía camisa.

* Radiado el 1 de febrero del 2000 en La plaza humana

*ILUSTRACIÓN: MC. Escher, Main dans une boule de cristal, 1935

La danza de la lluvia

La danza de la lluvia

Llevamos ya varios días de primavera que ha venido cargada de lluvia, ese elemento líquido que cae del cielo en forma de constantes gotas. Nunca llueve a gusto de todos. Llueve ahora, en Semana Santa. Y llueve en los ojos de los cofrades que no pueden sacar su paso.

La lluvia, por lo general, en mi tierra, nos encuentra desacostumbrados por los largos meses de sequía que la anteceden. Tanto es así, que se nos olvida cómo caminar debajo de ella. O quizás, nunca hemos sabido cantar bajo la lluvia en una ciudad tan seca como Granada.

Las bajas temperaturas, cuando ya nos sobraba la rebeca, el ambiente húmedo, tras el lengüetazo seco de la Sierra, los innumerables charcos, después de pisar las desérticas calles, nos sorprenden como la visita de alienígenas.

Los coches, a los que antes nos acercábamos como toreros, ahora nos salpican sin compasión. De una vez a otra no nos acordamos que hay losetas sueltas en las aceras, rellenas de agua que salta, que son bombas de relojería para quien las pise.

Y entre otras cosas, el paraguas. Sí, el paraguas, eso que venden los nigerianos por las esquinas. Cerrado, decía Unamuno es de una elegancia completa. Pero su utilidad sólo se encuentra cuando está abierto. A veces un paraguas sin lluvia, cerrado y en la mano, pasa a ser algo ridículo.

Se deberían dar unos carnets especiales para portar paraguas. Las normas más elementales de levantar el brazo cuando se nos cruza otro paraguas más bajito, ceder las marquesinas, lo cubierto, a los peatones sin protección, cuidar de las gotas que resbalan por sus varillas... parece que se nos ha olvidado.

De cualquier forma -propongo-, podíamos salir descubiertos a la calle y disfrutar del agua que tanto se ha hecho esperar. Granada, debería dedicar un día a la lluvia, el primer día del año pasado por agua, y salir todos a mojarnos. Y chapotear alegres como Gene Kelly.

Cuento chino

Cuento chino

Pedro Soriano cantaba eso de América demostró con su bomba en Hiroshima que la vida es un cuento chino. Pues bien, no voy a hablar de América ni de Hiroshima ni de bombas. Os voy a contar, sin embargo, un cuento chino.

Esta pequeña historia entronca con la mitología y la poesía, con la filosofía y con la explicación oriental de las cosas, que es una forma de interpretar lo sobrenatural y lo desconocido por medio de ejemplos cotidianos, de anécdotas de andar por casa. En primer lugar, para ponernos en situación, habría que decir que en China, entre los dioses, entre lo divino, se encuentran una serie de animales celestiales que ayudan a éstos en su tarea. Y estos animales celestiales son simplemente los que tienen cuernos.

Así en el cielo amarillo se encuentran las vacas y los búfalos, el rinoceronte y el caracol. Pero también la serpiente, el dragón o la gallina. Incluso el pez retoza entre nubes. ¿Cómo lo hacen? Pues muy fácil: representando a estos animales con cuernos. De forma que la bóveda celeste está habitada por animales cornudos, los tengan o no los tengan en la realidad mundana.

«Un buen día, el dios celestial, se acordó de los hombres. Un buen día envió a su súbdito el buey, cornudo donde los haya, para averiguar la situación y los problemas de los seres inferiores. Fue hace mucho, mucho, tiempo. La mayoría de las cosas de la tierra aún no tenían nombre. Los hombres trabajaban de sol a sol. Sin descansar apenas. Y comían lo que podían. Devoraban como los animales más voraces. Comían sin freno. Necesitaban alimentarse sin parar para sobrevivir.

Nunca, los habitantes de la tierra, habían visto un buey, cuando éste se les apareció y les interrogó por sus cuitas. Que cómo va el mundo. Ellos sólo tenían una queja (la queja eterna) el trabajo. No hacían nada más que trabajar para bien comer. Trabajar sin descanso para medio alimentarse. El cornilargo subió al cielo y explicó lo que había visto y oído de los hombres. El dios misericordioso, cuando terminó de escuchar, dictó sentencia. Sólo tendrían necesidad los humanos de comer una vez al día y de descansar en tres momentos.

El buey (oído el cielo); bajó a traerles a los hombres (a traernos a los hombres) la buena nueva. Todo orgulloso y feliz, el enviado divino, reunió a los hombres y les dijo que tan sólo deberían descansar una vez al día, pero que era necesario comer tres veces para estar alimentados. Los hombres pensaron que la propuesta no era tan divina (su dios sería de Granada). Como es fácil colegir: el buey se había equivocado.

Al subir de nuevo al cielo, satisfecho como un marrano en un charco por haber cumplido su misión. El dios protector le tiró de las orejas. Pero qué has hecho alma de cántaro, le dijo. Has estropeado la noticia. Ahora tendrán que trabajar hasta que se ponga el sol para poder comer tres veces en una jornada. Así que, continuó el señor del cielo, baja y quédate junto a los hombres y trabaja con ellos. Ayúdalos en su tarea de abrir surcos, de sembrar, de recoger...

Y así, desde ese momento, el buey estuvo junto a los hombres y su trabajo, facilitando las tareas más pesadas, para poder comer por la mañana, al mediodía y al atardecer (y sólo descansar por la noche)».

Inocentes

Inocentes

El día del cruel aniversario de la matanza indiscriminada de los nacidos en Belén y alrededores dictada por el rey Herodes hace 2.006 años tenía que haber salido este artículo, exáctamente el 28 de diciembre, pero por abandono involuntario (léase febril) de este blog, no apareció ni éste ni ninguno. Así que, retrospectivamente, retomo el Día de los Inocentes y recupero algunos pensamientos sueltos.

¿Quién no ha deseado en más de una ocasión recibir un indoloro golpe, no necesariamente físico, y perder la conciencia por un tiempo determinado? ¿Quién no ha deseado entrar en un coma profundo, en un prolongado letargo, que le inhabilite para realizar las funciones cotidianas más vitales, como por ejemplo levantarse una mañana para ir a trabajar? ¿A quién no le gustaría, en definitiva, desconectar con el mundo y llegar hasta el aburrimiento de tanto relajo?

He estado tentado en más de una ocasión, para el día de hoy, de cambiar las migas de pan que le esparzo a las palomas por pequeñas bolitas de chicle de menta, a modo de pesada broma propia del último 28 de diciembre. Pero he recapacitado (la retirada es una victoria).

¿Qué tienen que ver las inocentes aves blancas con la perversidad -políticamente correcta- de la festividad en que nos encontramos? Pues de eso se trata, dirán algunos lectores, de burlarse de quien no se da cuenta, de reírse del vecino inocente. Y tienen razón -por qué negarlo-, en el Día de los Inocentes lo normal es gastarse bromas.

Pero pienso, y conmigo los emisarios alados de la paz, que el Día de los Inocentes sería más bien para llorar, para lamentarse, para pedir perdón, para arrepentirse. Un día de dolor y no de risas, un día de luto y no de fiesta. Porque inocentes somos todos. Todos somos víctimas de los tiempos, del sistema, del poder, del dinero...

Víctima inocente es el hijo, de apenas unos meses, asesinado por sus padres entre los golpes de una pelea doméstica. Inocente es un níveo bebe foca que muere de un certero palo en la cabeza con el primoroso cuidado de no estropear su piel. Inocentes son las miles de personas arrojadas de sus casas, de su tierra, por tener un color de piel diferente, por rezar a otro dios, que seguramente es el mismo con distintos ropajes. Inocentes son los millones de niños explotados en todos los rincones del planeta. Inocentes son los que ven caer las bombas sobre sus cabezas acusados falsamente de terroristas. Inocentes son los que mueren de hambre mientras otros tiran toneladas de comida a la basura. Inocentes son todos en una guerra, porque todos pierden. Inocentes son los perseguidos y sus hostigadores que sólo cumplen órdenes. Inocentes son las víctimas de la violencia disfrazada de enemigo declarado o de cabeza rapada o de marido fiel o de terrorista ilegítimo.

Quizá, muchos de los problemas que atenazan al mundo sean por esa inocencia. O, mejor dicho, por falta de ella. Si todos fuéramos un poquito más inocentes, con menos prejuicios, más trasparentes... el mundo rodaría con más suavidad. Porque la inocencia es un bien indispensable para la paz y la tolerancia.

A río revuelto

A río revuelto

A río revuelto, ganancia de pescadores. O, dicho de otra forma, siempre hay alguien que saca provecho de las calamidades de los demás. (Los palos al burro caido.)

En la escuela, y en otros ámbitos, nos han hablado de los orígenes de la humanidad. Y siempre hemos dado en concederle un pasado honroso al hombre mostrándolo como cazador y recolector, antes de ser productor y ganadero en la revolución agropecuaria que supuso el Neolítico. Como cosechador de bayas, frutos y raíces, no hay ninguna duda. Tampoco se jugaba nada en el intento. Pero sobre su segunda actividad, sí habría algo que especificar. Más que cazador, el hombre primitivo era un carroñero, que se esforzaba más por estar al acecho y espantar a los verdaderos cazadores después de atrapar su presa que de cazar él mismo.

Esta ancestral costumbre es la que ha permanecido en lo más profundo de nuestro cerebelo o de nuestras entrañas. Llevamos la misma estructura genética que las hienas y los buitres. Somos carroñeros más que animales de presa, parásitos, sanguijuelas.

Sólo me basta para sostener esta afirmación algunos sucesos que ocurren a menudo en las costas de todo el mundo, que nos impulsan a repudiar la condición de ser humano. Por ejemplo, me estremece el naufragio de petroleros y el vertido incontrolado de crudo, esterilizando toda probabilidad de supervivencia durante muchos años. Me alarma aún más que el petrolero Erika o el Prestige se hayan partido tan cerca de nuestras costas (que exploten en cualquier lugar del mundo duele como la extracción de todos los dientes superiores de la boca, pero oler -como quien dice- el chapapote en la puerta de nuestra casa, revuelve las tripas casi tanto como las guerras fratricidas). (Los restos del Prestige aún siguen soltando fuel.)

Pero lo que en verdad me hace vomitar es que algunos otros barcos carroñeros aprovechen esta debacle para limpiar sus bajos. Uno de estos petroleros inhumanos, cogido in fraganti en pleno día limpiando sus grasientos despojos, era de nacionalidad española.

Otra de mis repulsas viene de la mano de los desastres naturales. No sólo por la tardanza en reaccionar del resto del mundo, que es verdaderamente grave. Sino porque la primera ayuda viene del cielo, los primeros botes salvavidas son los helicópteros, y, aprovechando esta circunstancia, algunas compañías privadas alquilan sus aparatos entre 330.000 y 580.000 pesetas, al cambio, la hora de vuelo. ¡Es, como poco, asqueroso!

Ante estos ejemplos, sobran las palabras. El hombre ya no es sólo un lobo para el hombre, sino que es un caníbal hambriento para sus vecinos.

El futuro

El futuro

El futuro es una montaña que sólo permite ascender, subir y subir hasta el fin de los días. Y el vértigo se produce al mirar hacia arriba, nunca volviendo el rostro.

Desde pequeño el futuro ha tenido fecha. Siempre he creído que el futuro comenzaba el año dos mil. Películas, libros, documentos... todo apuntaba a que este año vestiríamos ropas de neopreno y el mobiliario sería ergonómico, que volaríamos por las estrellas y nos teletrasportaríamos molecularmente.

Pero ahora vemos que no es así. Que del año pasado a éste no ha cambiado nada, que la década anterior fue semejante a la que vivimos. ¿Hasta cuándo hay que esperar? ¿Es que nunca vamos a comenzar el futuro prometido?

Sin embargo mi cosciente dice que el futuro ya está aquí. El futuro es un recorrido, no una meta. Es el viaje de Ulises y no el paño de Penélope. Cada día lo alcanzamos y cuando llegamos a él ya es pasado.

Los logros actuales eran impensables hace unos años. Toda la autopista de la información es motivo suficiente para afirmar que rozamos la meta, que este es el principio del fin. ¿Y los ordenadores? Los biológicos, me refiero que son del tamaño de un grano de azúcar y superan cien mil veces a los que utilizamos actualmente...

También hay otros inventos: los peines que te analizan el cabello y el cuero capilar; los baños inteligentes, que controlan nuestra salud a través de las heces y la orina y te recomiendan una dieta según el caso; los fármacos previsores, que residen en nuestro organismo y se activan cuando los necesitamos; la pantalla plana del televisor; otras energías alternativas provenientes del sol, del viento o del agua de mar; el hidrógeno como combustible (el hidrógeno ya se aplicó con éxito en una de las últimas naves tripuladas enviadas al espacio y los astronautas bebían esta misma agua que producía el combustible)...

No es ciencia ficción, como se podría llegar a pensar, son realidades en fases de experimentación o de expansión, con las que conviviremos muy pronto (los japoneses antes).

Igualmente podría hablar de la píldora adelgazante, del frigorífico inteligente, del robot multiusos, de las casas que se construyen y se reconstruyen a voluntad como quien hace un puzzle en sólo seis horas, de las gafas universales que se gradúan solas, y de un etcétera así de grande, que podría, cuanto menos, causar un respingo de asombro al más crédulo de nuestros conocidos.

Son pasos de gigante para la humanidad. El siglo avanza vertiginosamente. El mundo ha avanzado en unos pocos años más que en gran parte de su existencia.

¡Y está bien! Está bien todo lo que sirva para mejorar nuestra calidad de vida, para prolongar, si no la vida, sí la salud del ser humano. Estaría bien, sin embargo, si sirviera paralelamente para salvar al mundo para los que nos precedan, para evitar guerras y hambres inútiles, para lograr una igualdad real entre los hombres, para derrumbar las fronteras, para acabar con el fanatismo...

Por mucho que avancemos en tecnología y en ciencia, me temo, que para un futuro humanista, como en el que pienso, aún queda mucho.

La noticia muerta

No hay nada más efímero que el diario. Un periódico de otros días sirve para liar pescado; y el informativo del mediodía, por la noche ya es pretérito. Hay noticias que hacen vomitar ríos y ríos de tinta, para después ser olvidadas. Una información novedosa envejece por minutos.

Estamos acostumbrados a lo fugaz, y es que llevamos una vida de vértigo. No he visto estadísticas ni he consultado estudios sobre la cantidad de información pasajera que somos capaces de retener y durante cuánto tiempo, aunque seguro que los hay. Me parece que nuestra capacidad de olvido es directamente proporcional a la capacidad de retención que poseemos. Que, según creo, es bien baja.

Hay, sin embargo, noticias que no pasan tan fácilmente, por lo que duran como actualidad, por lo increíble del suceso o por el empeño de los medios o de nosotros mismos por recordarlas, por retenerlas.

Las noticias que permanecen hacen historia y las que no intrahistoria, como diría Unamuno. Son columnas de relleno en los periódicos. Páginas pares y notas marginales que se escriben para el olvido instantáneo.

Luego, existen otras que, sin venir a cuento no tienen repercusión, no continúan. Me refiero a algunas noticias buenas. Buenas noticias que me llegan de refilón, sesgadas o de rebote, que me llaman la atención, pero si te he visto no me acuerdo. A mi cabeza viene, por ejemplo, el caso de un chileno que patentó la Luna. ¿Cómo puede un chileno patentar la Luna? No porque sea chileno, sino por el hecho de registrar la Luna a su nombre. Este personaje diría: ¿la Luna es de alguien?, ¿no?, pues yo me la quedo. Y, como un explorador en el nuevo mundo (que ya es tan viejo como el nuestro, si no más), conquista el territorio sin conocerlo si quiera.

Pues bien, de esta noticia no se habló nada más o no escuché nada más, que no es lo mismo pero para lo que nos atañe es igual.

Otro ejemplo fue cuando vi y oí en televisión (audioví podría llamarse) el anuncio de que desaparecerían las caries de por vida, con una simple medicación al niño pequeño. Esta sí que era una gran noticia que nos imprimiría a todos una sonrisa colgate, pero que dejaría en paro a dentistas, protésicos y mecánicos dentales, fabricantes de pastas y de cepillos, de elixires y de pegamentos y almohadillas para la dentadura postiza... Es una noticia que traía hambre para hoy pero pan para mañana, aunque fuera duro, porque con esos dientes velazqueños (de José Vélez y no de Velázquez) se podría roer. Pero igual, puede que fuera un escándalo, y esa información ha sido vetada por unas u otras razones.

Pero tranquilos, mientras haya fútbol, que son las noticias que realmente nos interesan, aquí no pasa nada realmente importante.

Almuerzo renacentista

Almuerzo renacentista

Os propongo un almuerzo. Yo pondré la fecha y propondré el menú. Ambientaré la mesa e impondré el estilo.
Os invito a una comida de gala (la ocasión lo merece). Será un banquete opíparo, no es para menos, pues compartiremos mesa y mantel con el mismísimo emperador Carlos V, el día de su coronación.
Estamos en Bolonia, en el año 1530 de Cristo. Es el día 8 de las calendas de marzo. En honor del divino Carlos, César Quinto de su nombre, rey de reyes, suprema autoridad de España, Germanía e Imperio Romano, se han congregado fastuosamente clérigos, príncipes, legados, prohombres de diversas provincias del Imperio, así como toda la nobleza italiana y una multitud de pueblos que han venido a venerar a nuestro Señor.
Espera también, en lugar destacado, el santísimo Padre Clemente VII, Sumo Pontífice de los romanos, quien dirigirá la ceremonia.
No todos están invitados al banquete imperial, sólo los principales. Tenemos suerte de encontrarnos entre ellos. No llegamos a mil.
Las mesas son largas, cubiertas con manteles blancos, en las que no falta ni un detalle. Hay hasta tenedores, ese invento italiano de dos púas que sirve para pinchar la carne de la bandeja central y llevarla a tu plato antes de comerla "elegantemente con los dedos".
Los que no han podido entrar al enorme comedor, la plebe vocinglera que asiste a la coronación, se agolpa en la plaza pública asando grasientos bueyes, a los que se le han pintado las pezuñas y los cuernos dorados. Estos bueyes están rellenos, llevan por dentro pequeños animales, tanto de clase volátil como cuadrúpeda. También comen buñuelos, tortas, bizcochos, frutas confitadas y sin confitar, castañas, nueces, avellanas, almendras... que el populacho reparte desde las puertas de sus casas para esta ocasión.
A la hora señalada, se sienta con pompa el emperador y después, según el orden prescrito, los príncipes y los demás invitados. Los meseros y sus ayudantes, sirven el pan en castillos de plata y, en doradas marmitas, manjares exquisitos a manera de introducción: salchichas de origen celta, ajoblanco con gallina, fritos diversos...
A continuación, en grandísimas bandejas, nos traen guisados densos y copiosos, asados, caldos variados, pastas de hojaldre rellenas de picadillos... y platos preparados con la más grande variedad de salsas que se conocen en toda Europa. Por último, se sirven los postres: confituras con azúcar quemada, garbanzos tostados, uvas, pasas...
Durante el convite nos han servido vinos generosos de las clases más variadas. Los coperos han permanecido vigilantes, atentos a las copas de todos los comensales. Pero antes de servir cualquier caldo, los catadores de vino lo prueban, para asegurar su calidad y evitar su ponzoña.
Al final, se vacían los recipientes con las sobras inmensas de este banquete, que son echadas por las ventanas a la multitud reunida en la plaza, que, con gran tumulto y agradecimiento las recogen para su solaz.
Así realmente sería el banquete de coronación del emperador Carlos V, relatado por Enrique Cornelio Agripa, natural de Colonia, que acudió como invitado y erudito cronista a la ceremonia, a la cual, por leyes fantasiosas, yo os he invitado.

* Radiado el 7 de marzo de 2000 en "La plaza humana" (Radio INFE)

Bahí de la Pera

Bahí de la Pera

A mediados del siglo XIX y por tierras catalanas cabalgaba, sin ser rondeño, un famoso bandolero que operaba en la Garrotxa y en el Gironés, de quien nos hablan sesgadamente las exquisitas letras de Joan Perucho.
Aparte de esta afición de buen ladrón, Bahí de la Pera fue una indiscutible eminencia en el arte de curar los males más diversos y extraños. Las ideas y recetas de Bahí de la Pera fueron en su tiempo despreciadas y sospechosas por ineficaces, sin embargo, llegando a nuestros días, se inaugura todo un proceso de rehabilitación y al bandido se le titula como “célebre doctor”.
También se afirma que, habiendo hecho un pacto con el demonio, podía transformarse en mujer de gran belleza, si bien con aliento fétido y corrompido. Así, el curandero catalán, fue temido, envidiado y remedado hasta nuestros días.
El admirado Perucho en su libro Estética del gusto, nos ha brindado algunas fórmulas de Bahí de la Pera, de las que nos asegura sus bondades y excelencias.
De estas pócimas y tisanas, seleccionamos una gavilla de recetas, que transcribimos para nuestros fieles oyentes, dejándolas en su pintoresco lenguaje.

REMEDIO PARA EL HÍGADO PAJIZO: «Cójanse tres boñigas gordas de caballo o bien cuatro pequeñas y secas; bien desmenuzadas, mézclese con medio porrón de vino digestivo, déjese reposar y guárdese en una botella que permanecerá al sereno por espacio de veinticuatro horas; cuélense y háganse tres porciones que se tomarán por la mañana en ayunas durante tres días; si en los tres días no se logra la curación, repítase la misma operación. Es conveniente preparar al paciente ocho días antes de tomar dicho remedio, dándole una bebida de agua de cebada después del chocolate.»

REMEDIO PARA LA SORDERA:  «Cójanse unos pocos escorpiones y, con unas tijeras, arránquense cabeza y cola, cójase una porción de huevos de hormiga y, colocado todo ello en un plato, cuézase con aceite común, jugo de cebolla y aguardiente; hiérvase hasta que el jugo de cebolla se haya consumido untándose con dicho aceite las orejas por dentro.»

REMEDIO PARA LAS LOMBRICES Y PARA HACER DE VIENTRE, NIÑOS Y MAYORES: «Cójase pepinos silvestres o pepinillos, trujetas, lombrices de tierra y piel de serpiente y, una vez cocido con aceite natural, úntese el vientre.»

REMEDIO PARA CURAR LLAGAS CENCERADAS: «Cójase una porción de tocino muy rancio o viejo, déjese fundir en un plato y luego mézclese con una porción de polvos de vendín y un poco de agua de arroz; remuévase fuera del fuego hasta que se haya enfriado y, una vez hecho el ungüento, aplíquese a la llaga o cáncer con un paño pequeño.»

REMEDIO SEGURO PARA EL MAL DE PIEDRA: «Cójase en primavera una porción de flor de nogal, déjela secar a la sombra y en el momento de su uso y, una vez hecha polvo, por la mañana échese lo que quepa en una moneda de media peseta en un vaso de vino blanco y tómese en ayunas; si sigue con el tratamiento se curará.»

Palabras

A nadie hay que convencer de que vivimos la edad de oro de las comunicaciones. Quizá sea el principio, pero la información es el pan nuestro diario. A los periódicos, con doscientos de existencia, y los cientos de revistas que los acompañan; la radio, desde comienzos del siglo XX, y la televisión, un poco más adelante, hay que añadir ahora la autopista de la información, los ordenadores, las enciclopedias electrónicas, internet y los blog.

Nunca como ahora se ha escrito tanto, nunca hemos tenido tan al alcance de la mano cualquier noticia que se produzca en cualquier punto del globo. Nunca hemos sido tan alfabetos. Conocemos y entendemos de todo. La cultura es general y es popular. Somos aficionados de muchas cosas, algunas de ellas de dudoso valor, pero maestrillos de poco. Aunque los pensadores opinan lo contrario: encasillados en un sistema de especialización, cada vez sabemos más de menos, cada vez dominamos casi todo de casi nada.

Salvando esta marginalidad, razonable por otro lado, el hombre de a pie esta superinformado. Se puede decir que hay “ruido informativo” (que en el mundo de la comunicación quiere decir que hay un exceso de noticias). Sobran palabras. Se escribe demasiado, pero se habla más.

Hace tiempo asistí a una obra de teatro, donde la protagonista medía sus palabras con una cinta métrica. Al final de la obra habría hablado metros y metros de palabras. Pero las palabras se las lleva el viento, según dicen. Sin embargo, cuando se pronuncian estas palabras ocupan un espacio. Una letrilla flamenca habla que una mala lengua es más peligrosa que un verdugo, pues un verdugo mata a un hombre y una mala lengua a muchos.

En realidad, a donde quiero ir a parar es a la importancia que tiene la palabra en sí. El avance del habla ha jalonado la historia de la humanidad desde sus comienzos. Quizá la facultad de hablar sea lo que nos separó definitivamente del reino animal y nos hizo racionales, la segunda articulación del lenguaje nos impusó a unirnos en sociedades y dominar el medio. El origen de la escritura nos envolvió en la historia, abandonando el siempre balbuceante hombre primitivo. La invención de la imprenta marcó el final del oscuro medievo. La popularización de las comunicaciones: el teléfono, la radio, el ordenador, el móvil, internet, la televisión... nos hacen concebir el mundo como más cercano, como más nuestro.

Tópicos

Como tenemos parabólica, visitamos de vez en cuando las cadenas de otros países. El otro día me estacioné en un programa televisado desde Alemania, al que llegué después de un concurso patético portugués, que alcancé tras sintonizar con un noticiario de la BBC, donde Bill Gates, siempre con un as en la manga, realizaba unas declaraciones imperialistas a la “masa media”; que vino seguido de un partido de fútbol, en el que no me detuve para averiguar el idioma en que lo emitían.
El espacio teutón al que me refiero, era un programa de videos musicales, presentado por dos tipos con los pelos de colores, tatuajes en los brazos y “piercing” en la cara, que introducían los video-clip mientras hacían comentarios hilarantes (lo que deduje porque se reían bastante entre ellos).
En ese momento, llegué a preguntarme: cómo podían tener gracia los alemanes. El sentido del humor necesita un clima atmosférico más benigno, un idioma menos gutural y gentes más llanas, no tan cuadriculadas, no tan marciales. Fíjense el humor inglés —en medio entre centroeuropeos y mediterráneos— es negro y casi sin palabras (y, a veces, casi sin gracia). Pero fue precisamente Nietszche, un alemán, quien se cuestionaba: “si los que cantan son felices, por qué cantan los rusos". Tampoco entendía que un pueblo subyugado podía ser feliz. Pero, por lo que a mí me consta, los rusos son muy cantarines (si no que se lo pregunten a mi amigo Andrei Smirnov).
Si atendemos a tópicos y generalizamos entre las naciones o los lugares, cometemos una injusticia con un principio que se podría titular: “biodiversidad individualizada”.
Si no pensamos en todas estas diferencias infinitas, creeremos que nadie trabaja más que un chino ni lo pasa peor que un negro ni es más celoso que un moro ni es mas orgulloso que un siciliano ni es más puntual que un ingles ni tiene más mala follá que un granadino.
Nada más lejos de la realidad, aunque ejemplos los hay. Y no hay nada como la fama y echarse a dormir.

Pequeñas perversiones

Pequeñas perversiones

Cuenta un conocido y viejo chiste, aunque no por ello menos efectivo, que una señora lleva a un inspector a su vivienda con la indignada queja de que su vecino se pasea escandalósamente desnudo por su casa. El agente, después de mucho mirar, aclara que, por muy desnudo que se encuentre el exhibicionista colindante, desde la ventana del dormitorio de la buena mujer no se ve nada. La señora indignada explica que hay que trepar al armario para poder verlo en toda su extensión.

Y es que el arte de mirar lo tenemos todos bien arraigado, aunque no lo reconozcamos. El hombre es mirón de nacimiento. Somos voyeur sin remedio. Y, en gran medida, también exhibicionistas. Pues estas dos pequeñas perversiones de cada día van tan unidas como la movida al escándalo.

Ya no esperamos para mostrar nuestras rosadas redondeces a la canícula de una discreta cala en el verano o a un febril tiempo de carnestolendas. Cualquier ocasión es buena para lucir nuestro palmito y para admirar el cuerpo serrano del vecino con la brandónica camiseta sudada.

Nunca hemos sentido más la necesidad de gustar. Nunca hemos sentido con más delectación la necesidad de ver. De verlo todo, de que nos vean, de observar y de criticar, sin connotaciones positivas o negativas (que casi siempre es el objetivo del ojeador).

Hace unos, en Inglaterra se hizo la experiencia de exhibir una casa transparente con una inquilina dentro durante algún tiempo. (Recuerdo la noticia, no los detalles.) La chica hacía vida normal y los transeúntes la observaban. Ella se levantaba y se duchaba, desayunaba y realizaba las labores más habituales, se desnudaba y se dormía. Todo con la mayor naturalidad. Y la gente miraba con curiosidad, con asombro, con alarma o con morbo. Provocó aplausos y escándalos, pero la performance (el hapening, dirían los hijos del 68) estaba consumado. (Me abstengo de comentar Gran Hermano, La Isla de los Famosos o La Casa de tu Vida.)

Ignoro si, en el tiempo en que duró la experiencia, la chicha metería algún amante en su cama. Pero, si así fuera, esto no aumentaría el efecto causado. Pues el exhibicionismo consistía más en violar la intimidad de un ser humano que en actos concretos, como ponerse el pijama, untarse crema o defecar.

Esto demuestra:

Primero: el mirón no sólo fisga la desnudez, o sea, que nuestra ansia de espectadores dista mucho de encontrar en el sexo su argumento exclusivo. Miramos con igual intensidad a alguien que se desnuda, como a un accidentado, como a alguien que trabaja.

Segundo: una condición impepinable del mirón es ser anónimo. Tanto la chica del fanal, como la película en la televisión, como la ranura de la llave en la puerta, nos permiten ver sin ser vistos, pasar desapercibidos, ocultar nuestros deseos.

Tercero: siempre que alguien se exhibe es muy probable que haya alguien dispuesto a mirarlo. Es decir, el que se muestra lo hace porque sabe que lo van a mirar. Confirmándose así una tácita teoría de los contrarios. Al igual que el sádico encuentra la horma de su zapato en un masoquista, el exhibicionista se complementa con un voyeur, y viceversa. (Si no coinciden las dos inclinaciones en una sola persona, que es de lo más habitual y lo más sano.)

La reina Victoria ya murió y el pudor y el sonrojo pasó a mejor vida. Hoy nos preciamos porque nos vean y por ver a los demás. Hay páginas de internet que muestra fotos de sus poseedores desnudos en zonas poco habituales, como un supermercado o un parking, hay videos de “pornografía” casera que se comercializan con gran éxito...

Quizá el observador y el mirón, el ojo y el cuerpo desnudo, signifiquen el principio de una vida más igualitaria, el comienzo de un mundo sin fronteras. Recemos para que la autopista de la comunicación no sea sólo virtual.

Acoso

Primero.- Una mirada insistente y descarada de un joven, en un asiento cercano, recorre el cuerpo de esa chica nerviosa en el autobús. La chica no lleva la falda excesivamente corta ni un escote pronunciado. El hombre viste de vaquero y sonríe satisfecho. Ella junta sus piernas y cruza los brazos sobre sus libros en un intento de proteger su intimidad. Disimula, mira la hora y voltea la cabeza asomada a la ventanilla sin ver nada. El muchacho, consciente de su triunfo, se relame, se alisa el pelo, abre sus piernas para contrarrestar el recogimiento de su víctima. Ella ve que se están quedando solos. Uno tras uno, todos los pasajeros, van abandonando el autobús en los sucesivos estacionamientos. Él confunde el nerviosismo de la niña con el deseo irresistible de complacerle. Ella tiembla y no hace frío. Él arde por fuera y por dentro. Finalmente, aliviada, baja del autobús con el penúltimo viajero, dos paradas antes de su destino.

Segundo.- Esa jefa de personal, no muy mayor, le ha echado el ojo al chico nuevo en la oficina. Lo llama repetidamente a su despacho con las escusas más peregrinas. El muchacho está un poco harto por la esterilidad de ese ir y venir sin sentido, por la poca aplicación de sus conocimientos en el puesto que ha sido seleccionado. Ella piensa que hizo bien en fijarse más en la anchura de sus hombros y en la estrechez de sus jeans que en su currículum. Ya irá aprendiendo con el tiempo. Además se deja mirar. Él se planta un día y no cede ante sus proposiciones cuando la señora se coloca entre su persona y la salida. La jefa, tan segura de su poder, le dice que ya no es apto, que no le puede renovar el contrato.

Tercero.- La esposa sumisa siempre se dejó hacer. Su marido, fiel a la tradición, está convencido que adquirió una mujer en propiedad: esposa, amante, madre y puta a la vez. Su libertad acaba donde empiezan los ilimitados derechos del hombre. La mujer tiene bastante con las tres “k” alemanas: Küche, Kinder, Kirche (cocina, niños, iglesia). El varón tiene derecho a beber cuando ella lo espera, a descansar cuando ella se ocupa de la cocina, de los hijos, a pegarle y abusar de ella cuando no cumple con sus deberes maritales, sólo porque no le apetece, porque está de mes. Ella termina por abandonar el hogar, con un ojo morado y las costillas rojas. Él espera sus escusas.

Cuarto.- Érase una madre que no podía alimentar a todos sus hijos y los enviaba a mamar de las ubres de las vacas gordas europeas. Pero aquí se les trata como a patitos feos por muy cisnes que sean. Y había también una pequeña isla acosada por un continente, estrangulada en su aislamiento. Había también un país que pedía su libertad, pero su papá grande, el rostro pálido, lo arrasaba por sus ocurrencias y sus guerras preventivas. Había pueblos irreconciliables, había odios profundos, había ansias de poder, había sonrisas que escondían los trapos sucios, lobos con piel de cordero...

Decidme ahora ¿qué no es acoso?

El olvido

El olvido se me antoja imaginarlo, si fuera una figura alegórica, como un anciano de luenga barba blanca; como el náufrago perdido en una isla perdida y perdido en el tiempo; como el sabio cargado de años y de arrugas, incivilizado y alejado de la civilización; como el loco incomprendido, apartado de un mundo que no le pertenece o que no le acepta (que para el caso es igual).
El olvido es necesario para continuar viviendo, para seguir aprendiendo, para continuar perdonando.
Se puede olvidar por desuso. Un número de teléfono de un antiguo amor, acaba por borrarse de la mente. La tabla periódica, las ecuaciones de segundo grado, la lista de las capitales de Europa... sólo adivinamos haberlas aprendido alguna vez. Como Cernuda, recordamos olvidos.
También podemos olvidar por interferencia. Datos que tenemos en la cabeza, se ocultan o desaparecen con el aprendizaje de nuevos datos. Si leemos una novela, tendemos a olvidar la anterior o, por lo menos sus detalles —no digamos del libro leído hace unos años—, cuando otra obra ocupa nuestra mente.
La tercera forma de olvido, quizá más lenta, quizá más dolorosa, es por voluntad. Nuestro deseo e instinto de conservación nos hace relegar a los rincones más profundos de la mente los episodios desagradables del pasado. Intentamos olvidar los fracasos que hemos tenido, los malos ratos que hemos pasado, los desequilibrios en nuestro devenir...
Pero, aunque el olvido sea vitalmente positivo, nos gusta recordar. Deseamos poseer una memoria de elefante para tener presentes muchos momentos que hemos vivido y comemos zanahoria o rabos de pasas para recordar ese examen excesivamente largo, o ese poema que le cantaremos a nuestra amada o esa receta que vamos cocinar o esas fórmulas que se resisten a establecerse en la mente. Nos encomendamos a santa Rita o le atamos los cojones a san Cucufato cuando algo se nos ha perdido, cuando no recordamos su paradero.
A veces, queremos recordar lo bueno y agradable para continuar saboreándolo por muchos años. Por otra parte, deseamos no olvidar lo borrascoso para no tropezar muy a menudo con la misma piedra, para tener motivos para llorar y así poder apreciar las espinas de una rosa.
Tanto como el olvido, necesitamos el recuerdo. Rememorar lo bueno, lo que se llama melancolía. No olvidar lo malo, lo que entendemos por precaución. O el dolor bien hallado —la sarna con gusto—, la saudade.
Pero ahora, últimamente, veo al olvido rejuvenecido; con traje nuevo y sonrisa perfecta. Nunca me ha sorprendido tanto lo pronto que olvidamos. En un país de la "Unión Prospera" (en contra de los "Estados Empalmados"), que raya en la derecha, aunque se vista de rojo o de rosa palo. La historia se repite. Siiempre la más negra. Vergüenza del ser humano. La humanidad ya no se cree las voces unánimes de ¡¡NUNCA MÁS!! Ya no tiene sentido el desesperado grito de ¡¡BASTA!!

El perdón de los vencidos

Es cosa sabida que la historia la escriben los vencedores. Y los que la conocemos, en cierto modo, somos también de este mismo bando.
    Nosotros —los que hemos ganado— nos convertimos muchas veces en perdonavidas. A menudo, un ataque de misticismo y buena voluntad se apodera de nuestros corazones y amnistiamos a los pobres vencidos.
    Excarcelamos, de esta manera, en Semana Santa, a un delincuente reducido por la justicia. Un gobierno perdona a sus exiliados por causas políticas. Los países ricos condonan la deuda externa a las naciones que perdieron en el juego del capitalismo. La justicia inglesa liberó a Pinochet por dudosas cuestiones humanitarias...
    Pero el perdón más sentido. El más ejemplar y modélico, es el de la victoria. Muchos ganadores, reconocen sus pecados y piden excusas por ellos. Como la Iglesia, que a final de siglo (en el papado anterior), hizo un examen de conciencia y decidió disculparse con la humanidad, con los sacrificados, con los torturados, con los marginados, por los abusos cometidos —llamémosle así— en nombre de su Dios, para empezar el milenio limpio: una Iglesia inmaculada, como su madre.
    De esta forma, el Papa, en nombre de toda su comunidad pasada y presente, pidió perdón al resto del mundo. Se arrepiente de la inquisición y de las persecuciones religiosas. Pide excusas por su participación, o connivencia, en el holocausto nazi y por su odio ciego en las Cruzadas. Lo que aún queda pendiente, será porque España siempre viaja en el vagón de cola, es pedir clemencia por el partidismo, acaso violento, en la Guerra Civil.
    A veces, los vencidos, sin esperar —ni siquiera— desear las dispensas de sus opresores, los perdonan sinceramente. Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, reza el Padrenuestro, y es punto de unión en todas las doctrinas.
    No es fácil perdonar a los que nos ofenden, a quienes nos roban, a los que incendian nuestra hacienda o matan a los nuestros. No es sencillo exonerar a quien se cruza con nosotros con malas artes, a quien nos apuñala por la espalda, a quien mancilla nuestro honor, a quien pisa nuestra cabeza.
    El checheno no perdona al ruso, ni el servio al albanokosovar. El israelita se la guarda al palestino y los hutus a los tutsis.
    El odio engendra odio y la violencia, violencia. Quien a hierro mata, a hierro muere. Somos humanos, demasiado humanos —como dijera Nietzche— y lobos para nosotros mismos —apostilló Hobbes—. Nos hemos estancado en la Ley del Talión, y si nos sacan un ojo, pedimos ojo, y si nos arrancan los dientes, exigimos dientes.
    Sin embargo, se me ocurre otro perdón. Y éste es el de los ganadores a su mismo equipo. El perdón por agregar a sus filas a seres apartidistas, por abonar el odio en corazones puros, por enrojecer los ojos de ira a los que sólo ven limpio el horizonte, por convencer a gente sencilla de ser los elegidos y obligarles, como poco, a ningunear a los que no son como ellos...
    Por ejemplo, se me ocurre, que al pedir perdón a los perseguidos, habría que pedirle también a los perseguidores. Cuando la Iglesia se disculpa ante los sarracenos por las Cruzadas, tendría que arrepentirse también ante los cruzados por haberles hecho sacrificar su vida en nombre de su ciega religión. Es sacar la paja de los ojos ajenos, pero también extirpar un poquito de viga en los propios.

Estadísticas

No me asaltan deseos, por ahora, de debatir sobre la calidad de la televisión (esa caja alienable que consume nuestro tiempo, presumiblemente libre). Aunque mucho habría que hablar sobre este tema. Lo que me interesa es preguntarme sobre la validez y alcance de las estadísticas, que en ese medio proliferan como el flamenqueo en nuestro país.
Desde que llegó la democracia, las estadísticas se han establecido en nuestras vidas, evolucionan una tras otra empresas encuestadoras, avezadas en realizar estudios de todo tipo para alarmar o, cuando menos, sorprender a la población.
Se clasifica y se barema todo con un relativo acierto o interés. Se estudia el número de fumadores de una determinada edad, la cantidad de votantes en unas elecciones, la cifra de operarios de la madera que montan en bicicleta mientras silban una melodía de moda.
Pero lo que llama la atención —al menos al que suscribe— es el índice de audiencia de cualquier programa televisivo, generalmente hortera, cutre, cursi... basura, al fin y al cabo; o entretenido, informativo, formativo (que también los hay). Un buen día me entero de que varios millones de españoles estábamos viendo en tal cadena, a una hora determinada, un programa chorra (dicen que "sobre gustos no hay nada escrito", yo opino, sin embargo, que desde que apareció la escritura no se deja de hacer apología del gusto).
Inocentemente, pregunto a mi alrededor y nadie coincidió (ni siquiera zapeando) con dicho programa. Y me pregunto con suma curiosidad si esa estadística la harán casa por casa, vidente por vidente o simplemente a boleo. En honor a la verdad, debo decir que tengo una idea bastante aproximada de cómo se hacen estos balances. Pero, también es verdad, que sea como sea, se realicen de una u otra manera, estas estadísticas son sesgadas y harto parciales.
La Estadística no es una ciencia exacta. Porque todos sabemos, Alberto nos lo recordó, que todo es relativo. Las estadísticas no son fiables. Son engañosas. Cuando las encuestas hablan de un partido preferente para aventajar a los demás en las elecciones, es posible que las pierda sin remedio. Cuando anuncian que un programa está arrasando, de repente puede que se vaya a pique por falta de audiencia.
Ni siquiera los hombres del tiempo se ponen de acuerdo (sempiternos soporíferos hieráticos). Valga decir que en Antena 3 siempre llueve más que en Tele 5 y que en Canal Sur el tiempo es sorprendentemente más estable que en Tele Nieve.
Está visto: si entre tu y yo nos fumamos seis paquetes de tabaco al día, las cuentas dicen que cada uno fuma sesenta cigarrillos. Sin embargo, yo no fumo, ¡gracias! Y tú, con una colilla enciendes el siguiente pitillo.
Otro ejemplo. Un ciudadano es atropellado cada cinco minutos en Estados Unidos. ¡Pobre hombre!
Donde sí encuentro que las estadísticas coinciden es cuando se realizan como aproximación o muestreo arbitrario o, sin lugar a dudas, en base a una cifra que ya tenemos. Por ejemplo podemos comprobar el número de días que llovió el mes pasado o la cantidad de niños que se han orinado en la cama una noche en un orfanato. O, como cuentan Les Luthiers en una de sus representaciones, "de cada diez personas que ven la televisión, cinco son la mitad".

La Plaza Humana

La Plaza Humana es, actualmente, una revista literaria en internet (laplazahumana.com) en la cual se pueden ver algunas de mis letras. Pero tal plaza comenzó siendo un programa de radio sobre poesía y otras literaturas que se emitía los jueves por la noche en la emisora municipal del INFE, en el ochenta y ocho punto ocho. No duró mucho, creo que alrededor de medio año, desde finales de 1999. Una de las lecturas que se incluía en el ecuador del programa, con una introducción musical de Luis Pastor y su hijo ("por el mar de mi mano, un barquito de papel te busca en vano"), y un trasfondo de Van Morrison, era una holandesa de opinión que construía sin ningún método o imposición. Mi alias, o sea, mi espacio, era "El que echa de comer a las palomas".
Ahora, me apetece recuperar esos textos que rezuman actualidad (intemporalidad, en todo caso) y exponerlos en este blog, que comenzarán en la proxima entrega.