La televisión
A veces se ha dicho, siempre hemos oído, que tenemos la televisión que nos merecemos. Quizá sea cierto. Pero lo más seguro es que no.
La televisión tiene un doble efecto. Por un lado educa y por otro idiotiza. Nuestro pesar estriba, sin embargo, en que el tanto por ciento de basura es mayor que el porcentaje informativo, formativo, pedagógico.
Es más ‒afirmo‒, el común de los televidentes eligen libre y conscientemente la programación que aplatana a las neuronas y rechazan la calidad y el sentido crítico que puede tener la televisión (si no, vean las audiencias).
El mando a distancia se ha convertido en el símbolo de mayor poder en las tertulias televisivas. Quien tiene el mando, quien lo maneja ‒que muchas veces es democráticamente quien llega primero al ídolo sin igual‒ domina en el seno familiar. Y es envidiado por eso, odiado, temido. Es el rey del mando.
La tele, aparato proselitista sin igual, además de alienante, se ha convertido en el primer factor de influencia en nuestra sociedad. Influye en nuestra forma de expresarnos, en nuestra forma de vestir, e incluso, en nuestra forma de actuar. La pantalla nos informa (nos deforma) de nuestros gustos y necesidades. Sólo es importante quien sale en la televisión. Y es mucho más conocido, más aclamado, más vip, cuanto más aparezca en esa caja. Da igual si hace algo o no hace nada, si aporta algo a la sociedad, al arte, al mundo o se dedica a decir sandeces o a gritar más que nadie o a mostrar su mala educación, su falta de respeto o su libido imparable... Solamente por asomar su palmito por la ventana de los sueños, se ha ganado un puesto en nuestro panteón particular.
Pero nosotros no tenemos culpa. Los simples consumidores de las trescientas sesenta y cinco líneas somos inocentes. El pecado lo sustentan quienes rellenan nuestro aparato de morralla. ¿Que nos dan lo que demandamos? Sinceramente no lo creo, como apuntaba al principio. Aunque me consta que hay quien se harta de hacer zaping para estacionarse finalmente en el programa más cutre de la emisora más escandalosa. La abundancia de ofertas. La multiplicidad de cadenas a veces sirve solamente para multiplicar a su vez esa telebasura que nos atonta.
A la gente, a nosotros, a los telespectadores, se nos ha educado para ver, para oír, para tragar. Pero no se nos ha acostumbrado a elegir, a renunciar, a descansar, a conocer lo verdaderamente instructivo. Debemos aprender a abrir un libro, a encender la radio, a hablar con los amigos y con la familia; a salir a la calle, a dar un paseo, a visitar a alguien; a ir al cine, a un museo o a ver una puesta de sol; y a exclamar continuamente: ¿La tele?, ¡no gracias!
* Leído el 29 de febrero del 2000 en La plaza humana, revista literaria, radiada en Mujeres en la Onda (FM 88.8, Granada).