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Poesía/Cuento/Teatro

Ha pasado un ángel

Ha pasado un ángel

El milagro es levantarse cada día en un canto perdido en el desierto. Andaba de explorador. Coincidí en un sueño con una chica de pelo rojo y rostro velado. Sin apenas hablar, nos adentramos en la floresta sobre el bamboleo de un paquidermo cansado. Los sonidos de la selva agudizaban el silencio, la soledad. No supe cómo, después de fatigar intrincados caminos que aparecían a nuestro paso, como quien escarba en gelatina, nuestro elefante se trocó en dromedario que alimentaba la fila interminable de una caravana de beduinos. El sol caía generosamente relajado en ese infinito de arena. El lomo de la bestia precedente identificaba nuestro camino.

Ya, por la noche, con un descenso abismal de la temperatura, en una carpa de índigos velos nos hablaron del ángel. Cayó de puños en una alquería, cuyo nombre se perdió en la tiniebla de los tiempos. Su destino era alimentar las huestes calcinantes del erebo, pero se topó con la herida de este mundo y, hecho carne, habitó entre nosotros, condenados a vagar en la rutina de un desierto sin sentido. Borges interpretó que el mejor laberinto no contaba con paredes ni galerías. El simple vacío, el silencio intemporal, monótono, era el dédalo más profundo.

Quizá fuera la condena del ángel, quizá fuera su bendición postrera poner fin a las brasas y a la arena infinita alentando el último paso con un hálito de sombra, con una gota de agua, con verdor entre las dunas. Más que alígero era palmera, era pozo, era el oasis milagroso.

Quien nos hablaba parecía no tener cuerpo, como tampoco tenía rostro mi compañera. Era sólo un turbante azul arrollando un hueco negro que consumía el espacio, empero con ojos de fuego, fijos en nuestra imagen.

Era premonitorio el anuncio del ángel. Si queríamos abandonar ese desierto —si queríamos despertar—, había que encontrar al ser alado. Sentí anhelante a mi amiga, que quizás me tomara de la mano. ¿Sería yo un ser sin facciones, como ella era para mí?

Cuando abandonamos la tienda, la nada reinaba afuera. El viento había borrado todo signo de vida. Ni gentes ni animales ni objetos. Ni rastro de la caravana que habitamos.

Un rumiante echado en tierra, tal vez el nuestro, con los ojos ocultos y la cabeza gacha, superaba las batidas del viento. Montamos a horcajadas, uno detrás de otro, y nos adentramos en la noche fría, sin huella ni destino. Las túnicas y pañuelos, que servían tanto para la sombra como para la luz, se sucedían con pasmosa velocidad. Atravesamos dunas sin fin hacia un horizonte que jamás alcanzamos.

Una fortuita tormenta de arena nos avanzó hasta un caravasar donde unos chiquillos pizmientos jugaban en una poza. Mi compañera desapareció, aunque dejó el recuerdo evanescente de su pelo rojo a juego con sus labios.

Algunas cabañas de adobe y palma se arracimaban al lado del hontanar, bajo las datileras altas. Más alejadas, unas ruinas denunciaban viviendas de tiempos mejores. Columnas truncadas y arcos sin fundamento, de piedra y poro, salpicaban un suelo comido por la arena. Mis pasos buscaron la sombra de un dintel. No más sacarme las botas de caña advertí a un anciano a mi costado que reposaba sus años. Se llevó la derecha al pecho en señal de saludo y volvió a recostarse bajo las dovelas leprosas. Me acerqué. No tenía edad. Su cara era como un tubérculo seco enmarcado por una barba cana. Le interrogué de inmediato por el ángel.

—Ya no vive —dijo sin apenas mover los labios.

Creía que era un rumor, pensaba mientras me acuclillaba a su lado enjugándome el sudor con un pañuelo blanco. Si lo conocía, pregunté. Si lo había visto. Si era verdad lo que contaban, que podía purificar las ánimas y liberarnos de este sueño de arena, seguí anhelando.

—Eso dicen —respondió.

Era parco. Tendría que desmenuzar mi interrogatorio. Pero, antes de volver a abrir la boca, el anciano, mascando la nada, retomó nuevamente la palabra.

—Vivió en esta alquería —dijo incorporándose breve—. El desierto comenzó a acabar con su presencia. El verde y el agua se extendieron. Era la esperanza. El hombre del laberinto hallaba la salida. Crecieron los palacios y los templos, las plazas y los barrios y con ellos los artesanos, los comerciantes y los reyes con sus riquezas y sus ejércitos. El primero de los reyes logró capturar al espíritu celeste y encadenarlo a su lado. Se erigió en dador de vida y de muerte. Hasta que el ángel no quiso ser ángel, abandonó su luz y su condición, se fracturó las alas. Fue condenado a grilletes de por vida. La desaparición de su esencia, empero, conllevó el reino aniquilado. Se retiraron las aguas y la arena engulló la piedra y el vegetal.

¿Y el ángel?, fue pregunta obligada que se atoró en mi garganta, cuando el hombre, incorporado fatigosamente, se adentró en las ruinas donde una mano de sombra envolvió su cuerpo. Dos protuberancias blancas, sangrantes, se dibujaban en las rasgaduras de su espalda.

* Ruinas cristianas en el oasis de El-Kharga

Escritos antiguos

Escritos antiguos

Hace unos años abrí una carpeta en mi escritorio a la que llamé Escritos antiguos en la que ir agregando todas las notas, poemas y relatos que aparecen entre las carpetas y papeles que conservo. Llevo unos días alimentando este archivo y fechando lo más acertadamente posible estos textos que, en la mayoría de las veces, aparecen como una frase suelta, un aforismo o una idea.

Ayer añadí al título del recopilatorio la coletilla: “para mi vergüenza”. Hay escritos, la mayoría, que dejan mucho que desear (a veces todos). No hay por dónde cogerlos, están plagados de tachones, faltas de ortografía, incongruencias y carencias de estilo. A veces creo que mi hijo, de once años, lo haría mejor (salvando las distancias). Pero, pienso, que esos eran mis comienzos, hay cosas rescatables, como si fuera una gran base de datos de mi pasado.

Son cuadernos, en general, grapados e ilustrados (antes dibujaba), llenos de erratas y limitaciones, como digo, que abarcan desde los diecisiete o dieciocho años hasta los veinticinco más o menos.

No me arrepiento, pero no creo que trasciendan. Descansaran en la sentina de mi ordenador y haré uso de ellos conforme los necesite.

Gozan, sin embargo, de una frescura y flexibilidad, que quizá ya no tenga, de una agudeza y de un compromiso que la vida me ha hecho olvidar.

Valga como ejemplo esta pequeña muestra, fechada es 1982, cuando tenía diecinueve años. La titulé: No sólo la guerra y leva el subtítulo de: Luchando conmigo. Dice así:

No, no por mucho luchar vamos a vencer, aunque ganemos la batalla. Pensemos por un momento en los otros, en el otro bando, los contrarios, el enemigo. Ellos, como nosotros, sacrifican luchadores, que pierden o ganan, añorando, queriendo, rogando la victoria. Pero no basta…

A menudo nos preguntamos: quiénes somos y quiénes son ellos. A menudo nos preguntamos e interrogamos a nuestro entendimiento: ¿quiénes son los buenos y quiénes los malos? ¿Ellos o nosotros? ¿Nosotros o ellos?…

¿Y si todos hiciéramos el bien, o, por el contrario, todos fuéramos aliados del mal? Unos huyen primero y otros después. A veces nos persiguen y otras tantas perseguimos.

Ahora, cuando la batalla está en ‘auge’ (seguramente por el elevado número de miseria, muerte y dolor), miramos en nuestro interior y nos encogemos de hombros ante nuestro inmaduro corazón y, sin esperar respuesta alguna, le preguntamos si luchamos por y para nosotros o por y para otros, o para nada, para intereses ajenos. ¿La guerra es nuestra o no nos pertenece?

No, no sabemos quién lleva más razón y quién menos. No adivinamos quién tiene más derecho a ganar y quién menos. No nos explicamos por qué estamos nosotros aquí y ellos allí…

Preguntamos y volvemos a preguntar, y ¿quién responde?

Yo lo sé, nadie responde.

¡Si en la pelea no sabemos cuál es nuestro bando es inútil luchar!

Me encuentro un compañero herido. ¿Qué hago? Me tropiezo con un enemigo herido. ¿Qué hago? Hiero a alguien. ¿Qué hago? Me hieren. ¿Qué hago?

Y, en mi interior, mi corazón, Jorge y yo nos lamentamos y gritamos: ¿por qué?

Bámbola

Bámbola

Me lo contó como algo trascendental mientras paseábamos. Del cuerpo habíamos pasado a la razón y, después de manifestar su futilidad, habíamos aterrizado en el alma. En un bar de carretera, acudió al aseo para enjuagar unas uvas que había comprado por el camino y en ese momento le apetecían los granos tintos en vez de tomar cualquier otro aperitivo. Sus amigos se quedaron en la barra apurando sus consumiciones. Frente al lavabo, cuando el espejo reflejaba inconscientemente su imagen y el agua corría libremente entre las frutillas granate, le pareció percibir algo, quizá un reflejo, puede que su propia imagen. Estaba cansada y volvería a dormirse en el coche cuando emprendieran el camino. En el mismo instante de cerrar la puerta con el pie, a dos centímetros de su cara, encontró otro rostro, exuberante, de dientes dorados y exceso de maquillaje, que, saliendo del aseo de señoras, a la derecha, según reflejaba el azogue, con una voz gruesa le dijo: “Cómo estás, preciosa”. Ella, emocionada por la situación, deseosa de no se sabe qué y con algo de miedo, se vio a sí misma en la sombra de esa prostituta drogada buscando sexo a granel. “Cómo te llamas”, continuó la aparición. Ella, casi intimidada, le dijo su nombre, preguntando a su vez el nombre de su asaltante que dijo llamarse Bámbola, como la película de Bigas Luna. Era grande y elegante. Se tambaleaba rosa y carmín. Las manos se le iban de las piernas a los pechos. La chica del racimo, mi amiga, con un miedo inexplicable, para ocultar su nerviosismo, elevó la fruta entre las dos, como si fuera un muro, y le ofreció unos granos —¿quieres uvas? — mientras ella comía igualmente para rellenar la inestabilidad. La buscona, arrancando tres uvas, le dio las gracias y propuso darle un beso. Un no titubeante y sin convicción culminó el encuentro. La joven, que ya había advertido la androginia de un travestido, salió del baño con ideas encontradas, advirtiendo que algo suyo, presente o porvenir, quedaba en aquel lavabo.

* Fotograma de la película de Bigas Luna.

En la sala blanca

En la sala blanca

En la sala blanca recapacitaba, hacía balance somero de su vida; una vida coronada de logros que la enorgullecía, pero experimentaba a la vez una especie de nausea profunda con sus espirales. Ella, nacida para la política, nieta de concejal e hija de un miembro de la Cámara Alta, esperaba con abnegación el lógico desenlace de su vida. Siendo diputada hasta ayer, con una trayectoria intachable, era fruto y refuerzo de sus mismos ideales. ‘La Dama Impasible’, llegó a ser llamada por sus arriesgadas propuestas legislativas, por su agresividad en el Congreso, por su impúdica firmeza. Abogó con exitoso resultado por el aborto, por la castración de los violadores, por la pena de muerte, por la eutanasia activa, no sólo cuando la enfermedad es degenerativa e irreversible hasta convertirnos en un vegetal, sino también cuando la edad supera la autonomía personal o el periodo productivo… Creía a su manera en la limpieza de sangre, en la oligarquía, en un mundo escogido, aséptico y ordenado. El problema de la humanidad radicaba en la masificación descontrolada, en el tumulto irrazonable. Tras la ausencia de guerras y pandemias, fatigaba en los plenos, se había suprimido la selección natural de la especie. El mundo se había convertido en un reptil que se devora a sí mismo por falta de recursos.

Ahora, pasados los sesenta años, recapacita en la sala blanca, qué le llevó a impulsar la ley que trunca ciegamente la longevidad.

Septimio de Ilíberis

Septimio de Ilíberis

En este mes saldrá publicada mi novela ’Septimio de Ilíberis’. Dejo, como anticipo, el primer capitulillo y un enlace donde lo van leyendo, para facilitar las cosas:

Con una mano sujetándose el vientre ya cumplido, y con la otra arrezagándose las ropas en las aguas canoras del río Síngili, algunos metros más abajo de donde las mujeres de los alrededores peonaban hasta el atardecer en los lavaderos de oro, se acercó con cuidado para no resbalar en las hermanadas rocas que sujetaban entre junqueras y grandes cantos rodados los ardides fluviales, para ver cómo había ido la captura de la jornada. Una paleta de madera bien dispuesta entre los dientes le serviría, en caso de necesidad, para rematar al escamoso que emprendiera la fuga.

En momentos como esos, anhelaba las virtudes del pulpo flexible con sus ocho tentáculos adiposos que facilitaran su tarea, y de paso, por qué no, sus tres corazones para repartir un querer que con los años había aprendido a dosificar y distribuir de la forma menos dolorosa posible. A una mujer se le acorta la vida conforme le crece el corazón.

Hacía rato que la anochecida había difuminado los últimos rayos de un sol que en esta época se rezagaba para abandonar la esfera celeste. Mientras la cristalina y gélida corriente, venida de cumbres de nieves perpetuas, le mordisqueaba los dedos de los pies y las bajeras de sus muslos, pudo comprobar que en la nasa tan sólo se debatía una lamprea que la miraba atenta con sus nueve ojos, como avisándola de que un pez corpulento se hallaba más al fondo. No quiso arriesgarse. Un siluro, con su boca grande, poblada de varias carreras de dientes, era capaz de embestir y trastornar a un caballo que pasara en descuido a su lado.

Volteó entonces la trampa de mimbres entrelazados y desanudó su fondo dejando escapar a los dos ocupantes y a una pequeña carpa inadvertida que se esquinaba tras el bicho. La crudeza de su hígado, de haber atrapado al fisóstomo, hubiera supuesto un beneficio añadido a sus últimos momentos de gestación.

En general era buena paridora. Los dos hoyuelos bajo su espalda así lo confirmaban. Llegó a tener y criar catorce hijos, sin ayuda de lechuza cocida que le colmara los senos, aunque en sus comienzos, cuando la vida demanda experiencia, perdió las dos primeras criaturas, hembras a la sazón. El fruto no era vano, sin embargo. Los retoños nacieron enteros y con ansias, sin problema alguno, pero se fueron secando durante las primeras horas de vida, hasta que, antes de traspasar el umbral del séptimo día, se agostaron definitivamente y volvieron a la tierra, para nuevamente ser tierra al pie de las moreras.

Su llanto fue ahogado y cauto, había que seguir adelante. Era delgada y huesuda, joven y valiente, emprendedora e inconformista. Con el tiempo, como comprobó de inmediato, germinarían nuevas semillas en su vientre. No basta dejarlo en manos de la naturaleza, concluyó la partera.

En ese tiempo hacía uso de las manos y la sabiduría de la vieja Edelvira, maestra en plantas, raíces y brebajes, reedificadora de doncellas y encubridora de canas. Desde el quinto embarazo, sin embargo, ladeó cualquier tipo de ayuda, no tuvo necesidad de comadrona.

El fruto en sus entrañas maduraba sin contratiempos y sin apenas dolor se desprendía, resbaloso como los huevos del lagarto, enemigo de las avispas.

Su empeño era mayor, en cambio. La juventud, la templanza y la experiencia, que jugaban a su favor, se debían enriquecer con el pescado crudo, recién capturado, y anudando a su cuello con cuerda tripera, como amuleto para mejor parir, la piedra llamada aguileña, de un color greda turbio, traída de los riscos, donde las más veloces de las aves la tomaban para combatir hechizos y brujerías. Esta piedra, vomitada por las imperiales de Júpiter, pasaría posteriormente a la cuna del bebé para evitar aojadas.

Un vaso de leche de burra todas las mañanas, cuando podía permitírselo, completaba su dieta. Dos únicas orejudas había en el establo, que servían para acarrear en sus serones los racimos de las vides al lagar, para desbrozar los campos o para el genérico transporte, uncidas a la lanza de un viejo carromato de enormes ruedas, engrasadas de vez en vez con dos libras de tocino rancio, para evitar el rechinado, que no el zarandeo.

Una de las bestias se mostraba huera y no permitía alimentar su vientre de algo que no fuera forraje, heno o cebada, y las algarrobas que sobraban en la escueta mesa. La otra paría cada dos años, fecundada por el Bóreas, de cabellera intonsa, sin necesidad de jumento ni macho alguno. Volvía grupas a septentrión y se dejaba empopar. No como las cabras, inventos de Prometeo, inseminadas por el tibio viento del sur, al que llaman Austro, y que paren a los cinco meses. De manera que, bianualmente, la agraciada daba leche, casi un litro y medio diario para compartir con su pollino, que mamaba hasta los seis meses o simplemente era destetado y en paz.

Tras la esforzada tarea de infausta pesca, las enaguas sin remedio quedaron empapadas mientras se orillaba con los trastos. Sentada en un guijarro de plana pizarra sintió las primeras punzadas. Los avisos a manera de contracciones, apremiados por el esfuerzo, se sucedían. Más el instinto que los pies la llevó a la parte adyacente de la covacha de piedra labrada y madera curtida donde habitaba hacinada toda la familia, en la confluencia de los dos ríos saltarines, profusos en mineral.

No alcanzó lecho ni manta. Encomendándose a Juno Lucina, protectora de los alumbramientos, se acuclilló junto al corral de las gallinas para apretar entre aguas y sangres, apoyada en la higuera cuajada. Las aves se le acercaban confundiendo ignorantes la hora de comer. Al no recibir grano, empero, regresaban a su cloqueo de indiferencia en la sombra, encaramadas en barandales ciegos.

Con los ahogados jadeos, que escapaban entre masticaciones de hierba de San Juan para aminorar los dolores, crecida junto la albahaca y la hierbabuena, vio pasar ante ella un pollo sin cabeza corriendo como orate desde la cocina, donde alguna de las hijas mayores lo sacrificaba para el guiso nocturno. La cabeza, sobre las tablas del hogar, parpadeaba su independencia, mientras el cuerpo aleteó todavía durante algunos días, lo que cualquier augur hubiera visto como una premonición. Así confirmó Edelvira mirando a lo eterno.

Al igual que la tortuga decapitada que pestañea, llegando incluso a morder, tanto pollo como cabeza quedaron en paz hasta que expiraron, casi al unísono, al cabo de tres días y tres noches de aleteo y piar dislocados.

Después fueron ofrecidos a la diosa Ceres, querida de Baco. Hubiera sido un desatino sacrificarlos antes de tiempo o comerlos sin miramiento. Los prodigios deben seguir su curso.

Tras cortar el cordón y limpiar cuidadosamente al nacido con sus mismas ropas, todavía mojadas, para asegurarle una cabeza sana, se abrió el corpiño y se lo llevó al pecho casi instintivamente, naneando una melodía improvisa cargada de vocales. Nació varón porque, según Anaxágoras de Clazomene, el flujo seminal corría por el lado derecho en el momento de concebir. Al rato volvió al hogar, secándose el sudor con el antebrazo, enjuagando sus manos en una tinaja. Arropó al hijo en un cuévano musitándole palabras dulces y se puso a secundar para la cena, mientras aguardaba a los hombres que faenaban al cuidado de las ordenadas viñas y los surcos paralelos de tierra oscura. Dentro de unos días comenzaría la siega en los campos de la vega.

* Audiolibro (donde leen este primer capítulo).

Hace demasiado calor

Hace demasiado calor

No entiendo por qué quedó conmigo para mañana si sabía que no podía cumplir su compromiso. No vendrá mañana ni ningún otro día. No sé lo qué le he hecho; si tenía algo en contra mía. Yo que sólo lo he tratado bien desde que estamos juntos. Quizá no me quisiera. No quería a nadie en el fondo. Ni siquiera se quería él mismo. Pero yo sólo cuidé de él, le presté mi hombro cuando le hacía falta. Intentaba alegrarle sus días. Era depresivo, pero llegaba a arrancarle sonrisas. Se reía sinceramente conmigo. Yo estaba para lo que hiciera falta.

Recuerdo que bromeaba con la idea de quitarse de en medio. Cuando salíamos y se tomaba unas cuantas copas de más me decía que le gustaría acostarse y no despertar jamás. Pero nunca lo tomé en serio. Nadie lo tomaba en serio. Pensábamos que quien quisiera suicidarse realmente no hablaría de ello.

En el trabajo era eficaz. Aquí en la imprenta hacía lo que le mandaban. Con su mono azul grisáceo y sus puñetas crudas se pasaba el día de máquina en máquina poniéndolas a punto. Engrasando esta, echándoles tinta a las otras, apretando un tornillo por aquí, una tuerca por allá… Acababa hasta arriba de polvo y suciedad. No era muy hablador, pero se le veía contento. Parecía que ese era su mundo.

Es un suicidio muy raro, como si quisiera estar seguro. Cuando entramos en su domicilio, el hombre se había ahorcado después de tomarse un puñado de barbitúricos suficientes para acabar con un elefante, y sus venas estaban abiertas en las muñecas. Me muero sí o sí, parece que pensaba. No le daba opción al milagro. La puerta estaba atrancada por dentro. No cabe ninguna duda que fue un suicidio, un triple suicidio. No se conoce el móvil, pero se encontró una nota que decía: “Hace demasiado calor”. ¿No es extraño?

Lulú

Lulú

Mi carrera es fabulosa. Puede que sea el actor más cotizado del país. Sí, sin lugar a dudas, mi prestigio, popularidad, caché y demanda así lo avalan. Mantengo un puesto envidiable en la profesión. No dejan de lloverme las ofertas, tanto de cine, como de teatro o comerciales, que suponen un dinero fácil y una popularidad extra. No me es difícil cambiar de registro y adoptar cualquier papel, ya sea dramático o cómico. He sido desde obispo hasta rey, desde romano hasta vaquero, desde empresario de éxito hasta vagabundo, desde Lawrence de Arabia hasta el Judío Errante, desde Hamlet, príncipe de Dinamarca, hasta Cuasimodo, el tullido de Notre Dame.

En una ocasión, cuando contaba ya con un nombre más que acreditado, en pleno rodaje de mi cuarta película como protagonista, se hallaba entre los técnicos una chica morena, muy delgada, que apenas tenía pecho y exhibía un look asaz andrógino. De las que, genéricamente, bajo ninguna circunstancia, me habría llamado la atención.

El personal del equipo de maquilladores se solía alternar para prepararnos y restaurar nuestro aspecto continuamente. Para cada nueva escena, era normal visitar, aunque fuera someramente, el sillón de retoque. Incluso, en pleno rodaje, se hacía imprescindible que se nos acercara un chico o una chica con un algodoncito, tras las órdenes del director, para opacar brillos en la cara o evidenciar el sudor, las ojeras o la sangre si fuera preciso; para pulir esos detalles que dan credibilidad a la expresión.

Se llamaba Lulú. No reparé en ella hasta que no descubrí su extraña torpeza y sus ojos grandes y esquivos, como los de un meloso gato de compañía, que pedían clemencia cuando, en su habitual descuido, resbalaban los tarros o caían las brochas al suelo que, a falta de manos, solía mantener en la boca o sobre las orejas. A veces terminaba más maquillada que el mismo actor.

Sin embargo era eficaz en su trabajo. Una buena profesional que sabía lo que tenía entre manos. Resuelta, veloz e imaginativa, no era difícil que más de una vez, por propia iniciativa, mejorara lo pactado.

Evidentemente, este equipo, como la mayoría, trabajaba a contrarreloj, pues el vértigo de un rodaje así lo exige. El tiempo es oro. Tenían que maquillarnos rápido para dejar paso a los peluqueros, a los sastres y a otros profesionales que también cumplieran con su misión.

Lo que cuento corresponde precisamente a la película de Lawrence del desierto. Rodábamos en el arenal de una provincia cercana que simulaba el desierto de Arabia en el que debía soportar mil penalidades. Era normal que estuviera presente en los episodios más riesgosos. No estaba acostumbrado a que se me doblara. Era temerario, aunque cauto y responsable.

El trabajo tras las cámaras era arduo y concienzudo. Debían mantenerme en un estado de derrotismo extremo, pero con un punto de vigor y entereza que diera esperanzas al espectador. Mi abnegación y el dolor soportado debían de ser de superhombre. No había que desfallecer por muy crudas que se pusieran las circunstancias.

Sugerí que Lulú se mantuviera permanentemente a mi lado para mayor eficacia. Había cogido cierto aprecio a sus formas, a su estilo abigarrado, a su desaliño y a sus manos de alambre.

En una escena de especial dramatismo, donde debía aparecer exhausto y vencido por la sed, el cansancio y el calor extremo, donde me volvía literalmente cadáver andante, con los ojos cegados y la boca agrietada, Lulú, con profusión de utensilios, me iba recomponiendo aquí y allá, los ojos y la frente, los pómulos y las comisuras. Iba cambiando rápidamente de frasco y algodón. Ya no sabía dónde poner tanto apero. Una brocha en cada mano, un bote entre las rodillas, un pincel en la oreja… Había que finalizar los últimos retoques. Sin pensarlo sobre mis labios posó varias veces los suyos para fijar bien las estrías y difuminar la pintura.

Yo me dejaba besar mientras la miraba a los ojos que, ajenos, no perdían de vista su trabajo. Terminó y se fue sin más, tan inocente como había venido, pero a mí me dejó una huella tan indeleble que quise incluirla en la película y que tuviera algún roce, aunque fuera fugaz, con mi persona, o sea, con el protagonista.

Después de varias discusiones con el director y con el equipo encargado del guión, logré que le dieran un papel de una enigmática joven nativa que, sin ningún diálogo, me encontraba una noche, después de salir de un local ligeramente embriagado, y de la mano me llevara a una casucha para hacer el amor conmigo. Después, con toda indefensión, me daría cuenta que me habría robado la cartera.

Esa fue la primera de un gran número de películas que le siguieron con su presencia. Primero en mi compañía, después por su cuenta hasta que acabó adoptando un papel protagonista. Su naturalidad, su imagen frente a la cámara, su estilo descuidado pero eficaz le granjearon el aplauso del público y una impepinable necesidad de los directores de contar con ella.

Ni qué decir tiene que en la primera época, durante sus primeras películas fuimos amantes. En la cama era espectacular, o éramos espectaculares. No se nos acababa la fantasía en la que, como preámbulo, repetíamos el primer beso descuidado que me dio mientras maquillaba mis labios.

Todo estaba bien o casi bien, hasta que me empezó a robar protagonismo. Subió su caché y el mío se estabilizó. Ahora me preguntaban si yo quería participar en una película con ella y no al revés.

Quizá decidiera acabar con ella por celos profesionales más que por convicción. Y aquí comenzó mi tortura. La quiero, la envidio, la admiro, pero ya no hay nada que hacer. Ahora sale con un director de prestigio. Me debo atener a la realidad. Mi carrera es fabulosa. Puede que sea el segundo actor más cotizado del país. La primera es Lulú.

El hombre que no se parecía a su fotografía o la fotografía que no se parecía a su hombre

El hombre que no se parecía a su fotografía o la fotografía que no se parecía a su hombre

Ya está dicho. El título cuenta el cuento. Así es. Resulta que un hombre va a renovarse el carné de identidad. Le hace falta una foto reciente y decide hacérsela ese mismo día, en el establecimiento fotográfico que hay en la puerta, que dan las fotos al instante. Qué más reciente que aparecer con la misma ropa y con la misma cara de lunes que ese lunes. Espera su turno y, cuando el funcionario, en este caso una mujer rubia y cansada, de mediana edad, le pide su fotografía y éste se la entrega, le dice, mirando alternativamente al positivo y al usuario, que no se parece. Pero, si se la acaba de hacer, responde. Que es muy parecido, asiente ella, que las ropas coinciden y algunos rasgos, pero que definitivamente él no es el de la instantánea. Jura y perjura el individuo que sí que es, que la fotografía le pertenece, que se la acaba de hacer aquí en la puerta, que, aunque no es muy fotogénico, su nombre es la persona que mira desde el retrato. La funcionaria admite que sí, que evidentemente la fotografía coincide con el nombre indicado, que quien no coincide es él, se ponga como se ponga. Pero bueno, dice el hombre, si soy yo quién ha venido a renovarse el carné, la foto es circunstancial, es lo que yo aporto, como mi huella o mi firma. Imposible, opina la rubia, dígale al titular que venga, hay mucho engaño y suplantaciones últimamente. Esto es absurdo, se indigna el señor, y hace venir a los inmediatos superiores para dilucidar el tuerto. El jefe de negociado y el inspector jefe coinciden con la mujer, el hombre es un impostor que no coincide con su fotografía. Cada vez menos. Un agente de paisano, que también se ha acercado, comienza a dudar y, al punto, los demás lo censuran, mandándolo a otros menesteres. Ese no reconocería ni a su madre. El hombre dice de hacerse nuevas fotos allí mismo, acompañado por alguien de la comisaría. No tienen tiempo para eso. Además, el problema no es el retrato, sino el hombre que lo porta. Váyase, concluyen, y cuando venga el titular, le daremos su carné y sus fotos. ¡Qué pase el siguiente!

Impresiones de Alice Munro

Impresiones de Alice Munro

Sin querer hacer una crítica, reseña o nada parecido, quiero a vuelapluma apuntar algunas impresiones de Alice Munro, Premio Nobel 2013, recién acabado el libro Demasiada felicidad.

Demasiada felicidad es el primero y el único libro que me he leído de esta autora canadiense, que, si bien tuve referencias de ella, hace relativamente poco tiempo, cuando recibió el galardón más importante de las letras universales, su nombre sonaba nítido en mi cabeza.

La Academia sueca destacaba “su maestría en el arte del relato” y Carmen me la recomendaba fervientemente, pues ocupaba un lugar privilegiado en su cabecera.

Compré el volumen en los descuentos (10 %) de San Jorge de este año (fecha inexcusable para visitar alguna librería y regalarme lectura). Con todo y con eso, adquirí el más barato.

Tuve que leer tres o cuatro cuentos para introducirme realmente en la poderosa construcción de la autora. Sus cuentos son más bien largos y cada uno de ellos corresponde a una vida. Son verdaderas sagas, donde todo está relacionado. A veces, la mayoría, no cuenta nada específico, si no que va relatando, y, el mismo relato, los mismos personajes son excusa para exponer argumentos colaterales que recuerdan a un extenso Carver.

Es consecuente y fácil de leer. Es voz femenina sin ambages. Incluso, cuando se mete en el papel de un hombre, tiene esa inclinación al delicioso detalle tan coloquial que sólo una mujer o un ser afectado puede exponer con toda naturalidad.

Es rica en imágenes y anécdotas. Sus títulos son simples y a veces alejados de la idea del cuento en sí. Los finales, aunque trabajados, a veces intrascendentes. La sorpresa no es siempre su punto fuerte.

Hay dos cuestiones empero que me descolocan en su narración. La uno es lo poco creíble que se me hace en los relatos de época (me parecen todos contemporáneos); y, segundo, el baile arbitrario de los tiempos verbales.

No obstante, acabo su lectura con entusiasmo y deseando retomar de nuevo otra de sus obras.

El calor del amor en un bar

El calor del amor en un bar

—Buenos días. Me pone un café con leche muy caliente.

—Buenos días, señor. ¡Marchando un café con leche muy caliente! ¿Quería algo más?

—¿Qué?

—Si quería algo de comer. Una tostada, algo de bollería… Una magdalena quizá.

—No, gracias. Sólo el café. ¿Tiene usted el periódico deportivo?

—No, lo siento. Sólo compramos el periódico local. Ahora se lo llevo.

—Gracias. ¿Siempre está tan vacío?

—¿Me decía algo?

—No, sólo preguntaba si siempre está tan vacío el local.

—No me lo explico. El único cliente que ha entrado por esa puerta en toda la mañana ha sido usted…

—¿Siempre es así?

—¡Qué va! Esto se pone de bote en bote los días de diario. Pero se ve que los domingos se nos pegan a todos las sábanas.

—No es tan temprano.

—Para un domingo, las nueve de la mañana, es temprano.

—A mí me gusta madrugar cuando no trabajo. Es como si tuviera más tiempo de descanso.

—Dormir es descansar.

—Sí. Parece una paradoja: “madrugar para estar más tiempo sin hacer nada”.

—Es una buena forma de verlo. Aquí tiene su café.

—Gracias.

—¿Y dónde dice que trabaja?

—No se lo he dicho. Soy bombero. Normalmente trabajo los domingos, pero hoy me ha tocado librar.

—Ya decía yo, con esos brazos, tenía que tener un trabajo poco convencional.

—Me puede dar otro sobre de azúcar.

—¿Le gusta dulce?

—No especialmente. Es que la taza es muy grande. Un azucarillo se queda corto.

—Y es verdad que son grandes las tazas. Lo hago por mi madre que le gusta el café en un buen recipiente. Cuando abrí la cafetería, fue lo primero que me dijo. “Compra tazas grandes, que no se quede nadie con falta”. Y así lo hice.

—Está bien pensado.

—Claro. Tratándose de mi madre. Pero así gasto el doble de azúcar.

—Eso sí.

—Ah, el periódico.

—Sí. Estaba a punto de recordárselo.

—Aquí lo tiene y su azucarillo extra. Será el primero en leerlo.

—El azúcar ya me lo he leído.

—Es usted ocurrente.

—Sólo le devuelvo la broma.

—Aunque no crea. Algunos sobres son interesantes.

—A veces ni los leo.

—Se repiten mucho y, además, la mayoría de las frases están sacadas de contexto y parecen ñoñas.

—Eso me parece…

—Te preguntas, por ejemplo, cómo Shakespeare pudo decir esa chorrada.

—Una vez leí una de Machado que hablaba de las mujeres. No me imagino yo a don Antonio diciendo esas frivolidades.

—Es lo que le digo… Pero, tómese el café, que se le va a enfriar.

—No. Por eso lo pido muy caliente.

—Y muy caliente se lo he puesto.

—Sí. Ya veo. Y es de agradecer, porque no en todos sitios entienden el concepto de ‘muy caliente’.

—Le importa que me siente.

—No. Qué va. Tómese un café aquí conmigo, si quiere. Prefiero desayunar acompañado.

—No es mala idea. Hasta que no entre nadie…

—Bueno. Me llamo Pablo.

—Y yo Ángel. Encantado. Pero no te levantes. Voy a por un café para mí.

—De aquí no me muevo.

***

—He traído algunas galletas también, por si acaso.

—Gracias. Menuda trifulca se está liando entre el entrenador del Atlético y el presidente.

—Yo no entiendo de fútbol. Me tiene sin cuidado.

—Según como lo mires, puede ser muy interesante. ¡Con la cantidad de dinero que mueven y que se líen por cuestiones de entrepierna!

—¿Cómo?

—A ver quién los tiene más gordos.

—Ya.

—Los jugadores y la afición están con el mister; pero la directiva, que es la que maneja la pasta, tiene todas las de ganar.

—Eso pasa.

—¡Qué asco!

—A mí también me han jugado una mala pasada.

—...

—Mi socio se ha ido con todo el dinero.

—¿Y eso?

—Nos peleamos el mes pasado. También éramos pareja, ¿sabes?

—Entonces es más grave.

—El local es mío, pero el trabajo lo compartíamos.

—Una pelea laboral.

—No. Sentimental. Se fue con otro.

—De veras que lo siento.

—No te preocupes. Llevábamos ya tiempo mal. Somos muy diferentes.

—Suele pasar en las parejas. A veces buscas alguien distinto y, cuando lo tienes, te quejas y quieres cambiarlo.

—Me gustaba su forma de ser. Nos complementábamos bien. Pero Alfredo es muy promiscuo. Hombre que se le insinúa; hombre para el que va.

—Sí, hay gente así. Muchas veces son problemas de la adolescencia.

—¿Cómo?

—Sí. Mi mujer, por ejemplo, desde niña ha sido gordita. En ella no se fijaba nadie, hasta que empezó a salir conmigo. Se le cambió el metabolismo, pero el trauma la persigue. Necesita que la quieran y tiene facilidad para dejarse querer.

—¿Y tú que haces?

—Bueno, yo soy muy abierto. Hasta que no haya vuelta de hoja, hasta que no me abandone…

—…

—Lo siento. No quería decir eso.

—No pasa nada. Tienes razón. Cuando ya no hay vuelta de hoja lo mejor es pasar página.

—Verás como todo se arregla.

—Qué manos tan frías tienes.

—Siempre.

—Pues, para ser bombero…

—No es fácil de creer, pero, incluso en un incendio, tengo las manos frías.

—Manos frías, corazón caliente.

—Pues las tuyas están bastante calientes.

—Quizá porque estoy contigo.

—¿Y si cierras el local y desayunamos tranquilamente?

El hombre que aprendió a enamorar sirenas

El hombre que aprendió a enamorar sirenas

Delfino. Se llamaba Delfino Sanabria y desde siempre había creído que su nombre encerraba alguna suerte de premonición. Aunque era de interior (había nacido en un pueblo de la Alpujarra granadina), el mar le llamaba la atención sobremanera. Desde muy niño, quizá de bebé, había aprendido a nadar y a sumergirse como si el agua fuera su elemento vital. Cuando podía, conforme iba creciendo, bajaba a la costa y se familiarizaba con todo lo que tuviera que ver con el azul.

En La Herradura, una playa aneja al municipio de Almuñécar, relativamente próxima a su vivienda, entró a formar parte de un club de submarinismo donde descubrió la grandeza y el colorido de los fondos marinos. Nunca quiso utilizar el arpón. Mientras algunos de sus compañeros simpatizaban con la pesca subacuática, Delfino se inclinó por la fotografía. Llegó a participar en alguna exposición colectiva.

Las bombonas de oxígeno le proporcionaban una gran autonomía en el fondo, pero su peso relativo y sus burbujas continuadas, mermaban su libertad, espantaban sus modelos y enturbiaban sus instantáneas. Pronto, a raíz de este impedimento, aprendió a bucear a pelo y a aguantar la respiración como un cazador de perlas micronesio.

Aunque no era rico, sus padres, desaparecidos en un accidente múltiple cuando Delfino era todavía un niño, le habían dejado una pequeña fortuna en tierras e inmuebles, lo que le permitió dedicarse a la mar por completo. Se hizo con un pequeño velero, donde estableció su habitación, en el que salía a navegar días y semanas, casi siempre de cabotaje, aunque alguna vez se aventurara piélago adentro casi hasta Alhucemas, ya en costas africanas.

También fue componiendo una biblioteca especializada para reconocer lo que la práctica le había enseñado. Así supo ponerle nombre a todos los seres que contemplaba y que aparecían de vez en vez en sus retratos oceánicos. La gaviota también se llamaba larus y los mejillones mytilus; el cangrejo ermitaño eupagurus y el pulpo octopus. También aprendió de botánica. Se familiarizó con el musgo de Irlanda y con las lechugas de mar, con los sargazos vejigosos y con las anémonas.

Por el oeste atravesó el Estrecho de Gibraltar y conoció el océano abierto, y, por el este, intimó con una tortuga mediterránea (testudo hermanni) en las islas Baleares, donde arribó un día de mar en calma. Pero donde más disfrutaba era en las aguas límpidas de Cabo de Gata, donde escasísimo se le presentó la foca Monje (monachus monachus) y donde le pareció ver fugazmente los cabellos azules de una breve sirena.

En vano persiguió la estela blanca de su cola plateada, mientras su mente le repetía una y otra vez que no era posible. Un banco de atunes tergiversó su huella y al cabo dio con la aleta dorsal de una tollina que emergía para tomar aire.

Desde ese momento, a Delfino Sanabria no le quedó más entendimiento que para aprender abundoso sobre la sirena. Llegó a conocer desde su nacimiento vivíparo, por eso carecen de ombligo, hasta su canto, distinto para cada ejemplar; desde el color de su cabello y su peine de nácar hasta los arrecifes donde viven y atraen a sus enamorados; desde sus avistamientos más recientes hasta el conocimiento de las sirenas que han existido, tanto de mar como de torrentera.

Supo también de su escasez o de su existencia ajustada a la hagiografía, a la que se resistía a creer, o a no creer, que en este caso es lo mismo. De quedar ejemplares en las costas españolas, aparte de la joven almeriense de cabello índigo, que no volvió a ver, se hallarían en el norte de Portugal y en el litoral gallego, próximo a las rías. También entendió que aún existían entre sus habitantes descendientes de sirenas, desde que el paladín Roldán tuvo tratos con una sirena en la playa de Arosa, que actualmente abrazan los apellidos Mariño de Lobeira o Cunqueiro.

Se interesó por varias cuestiones. Cómo encontrarlas, cómo comunicarse con ellas y cómo enamorarlas, moría por averiguar el sabor de sus besos. Terminó de esta guisa siendo gran experto, no sólo en lo referente a sirenas, sino de todo el litoral que ellas contemplaban.

Había aprendido sin ningún género de dudas minuciosamente sus detalles, incluso a enamorarlas como ambicionaba. Pero el joven Delfino, que ya no era tan joven, nunca vio sirena alguna que no fuera el recuerdo del destello blanquiazul que prendió en el Mediterráneo.

Ya viejo e impedido para el mar, se sentaba en la marquesina de su casita costera, viendo a las olas romper contra las rocas o morir en la orilla, a los pescadores atentos a su faena y a los barcos que fatigaban sus sueños, mientras en un bastidor de bolillos practicaba el arte de componer encajes.

* Playa Dos Espiños, a illa de Arousa.

Soy tan inútil...

Este 'poema' puede tener veinte o veinticinco años:

Soy tan inútil... Un idealista.
Un ser utópico. 
que vive de las rentas.
Soy espartano.
Contingente en tener.
Poco apego a las cosas materiales.
No tengo memoria, además.
Nací con doce años cumplidos.
Soy autista. Llamadme Olvido.
Muero un día tras otro.
Hay noches que no sueño.
Si tuviera un revolver en la mano...
Mi vida es un caos que arrasa.
Debería pararse el tiempo,
unirse de nuevo los continentes,
comenzar una nueva vida
sin siquiera nosotros,
los dinosaurios.

Alguien muy parecido a mí

Alguien muy parecido a mí
habita en mi interior.
Unas veces sonríe y canta,
otras calla y se esconde
entre las sombra más profundas.

Cuando se manifiesta exclama
que soy yo revestido de colores;
pero en la oscuridad 
sigo siendo yo con un punto 
de melancolía que duele 
en las entretelas de un sueño
    tardío.

El hombre más viejo

El hombre más viejo

Vuelvo a publicar este cuentecito sobre la relatividad de la vida:

―El hombre más viejo, más viejo, de la tierra, tan sólo llegó hasta los ciento veintidós años. Se apagó definitivamente en la canícula de un verano de vil sequía. Se llegó a agostar con los primeros calores, hasta secarse del todo antes que asomaran las primeras lluvias ―le contaba la joven tortuga a su hermana pequeña en su trescientos quince cumpleaños.

*Editado en el libro digital En un pozo chico (ed. Transbooks, 2013).

Fui a tu país

Fui a tu país
para instalarme 
en tu memoria
y hallé tu cuerpo.
Y, cuando puse
mis manos en tu piel
de ajenas huellas,
todos los pájaros
en ellas anidaron 
como si hubiera 
un solo árbol perdido
en todo el horizonte.

* Un poemita antiguo.

Un paraguas frente al espejo

Un paraguas frente al espejo

Corrían los años noventa, más a principio que a final, cuando nos juntamos Jesús Herrera, Alfoso Salazar y yo mismo, todos los lunes en casa de un servidor con una tarea impuesta, como si fuera una terapia creativa. A saber, escribir cuatro versos sobre un tema impresionista.

Después, todos los versos, en general de forma alterna, entraban en la coctelera de mi entendimiento, para coordinar tiempos, géneros, ritmos y biorritmos. Y allí teníamos un poema colectivo con más altibajos que el Otoño de Vivaldi.

Los títulos sugeridos fueron varios, fruto de mezclar dos palabras sin relación aparente. Así surgió Un picaporte sin remedio, Una planta carnívora ciega, Una puta en un ascensor, Un oficinista en el baño, El timbre del hormiguero o este último, Un paraguas frente al espejo, que comparto a continuación:


Ahora llueve en el paraguas
elegante y quietamente en el espejo revela su imagen
encorvado sobre su silencio de escudo entretejido,
soportando la impotencia en aguacero.
Su puño de madera no recuerda guante alguno,
se refleja tenebroso en una negra lámina.
Un hierro atraviesa la tela, la del fondo,
aumenta su sombra, más larga si cabe;
una conversación cóncava, una esperanza enraizada
de ese cielo que le llora.
Sin embargo no intercambia ni aquel sonido,
y en la esquina las lágrimas son de barro.

Aunque sospecho cuáles son mis versos en estas cuatro trilogías, sería dificil precisarlo. Al cabo de tantos años, puedo asegurar con satisfacción que este poema no me pertenece,

En el funcionariado

En el funcionariado

Como no tenía nada que hacer esa mañana, me levanté temprano, me puse la barba postiza de tres días y el sombrero de copa de vino y me dispuse a salir de casa para entrar en la calle sin un rumbo ni concierto. Un sol tímido, apenas desdibujado, se adivinaba entre unas nubes empeñadas en apelmazarse y empezar a llorar con lágrima viva. El aguacero no fue tan tormentoso como prometía, sin embargo, sino un calabobos insistente que amenazaba mi chaqueta de los domingos estrenada ese jueves que no tenía nada que hacer y me dispuse a perder el tiempo. Una tienda de todo a cien me guiñaba desde la otra acera mientras a mis pies se disolvía una tertulia de gorriones a causa de la llovizna. No venía nadie, la calle estaba desierta como aquella playa de la canción. Crucé sin mirar y subí los dos escalones que alzaban el baratillo en el mismo momento que un cuatro por cuatro racheaba rechinando en el charco número ocho y por poco acaba con mis sueños de ese día. El tendero, de alguna nacionalidad lejana, me preguntó con voz cantarina qué quería. Cogiendo un paraguas que hacía juego con mi estado de ánimo pregunté su mecanismo, pues no hallé manera de extenderlo. Poniéndose los impertinentes y examinando el artilugio, el hombre me dijo que no se podía abrir, que era un ejemplar único de paraguas unamunionamente cerrado. Cuando fui a pagarlo, al tiempo que lo envolvía, pues decidí no llevármelo puesto, me preguntó sobre el partido de anoche. Lo siento, le dije, no entiendo de fútbol. Pero él sí controlaba los equipos y las alineaciones, los campos y los partidos, los linieres y los guardametas. Con una parsimonia semanasantera me fue explicando que un equipo de segunda be había ganado a uno de primera que bajaría a no sé dónde, y otro de tercera regional subía a segunda efe, y otro de cuarta estaba a las puertas de subir a primera. Con una idea confusa del mundo de los ascensores egresé al asfalto. Había escampado y alguien había pasado papel secante por las calles donde ya no había ni rastro de agua y los pájaros reanudaban su algarabía. El paraguas se lo ofrecí a unos niños que alcanzaran algún objeto que se le había colado en una alcantarilla y me dirigí al funcionariado. El calor era mayúsculo en su interior, aunque todos andaban con suéter de pico sobre la camisa pastel o a rayas o bicolor y camiseta debajo. Unos andaban —los menos— llevando papeles de un lado a otro que después devolvían de nuevo en un correveidile a su lugar original. La mayoría de los que estaban sentados llevaban gafas y tenían forma —dependiendo de su opacidad— de bombilla o de pera. Pedí número y me senté a esperar. Un hombre de color que había antes de mí tamborileaba sobre la mesa con la yema de los dedos y una señora a su lado, con un cigarro apagado entre los dedos, marcaba el ritmo con sus tacones. Cuando tocó mi turno, el funcionario de la mesa cinco me preguntó de dónde venía. De la sala de espera, le dije. Con buenos modales me mandó al piso de arriba, a la mesa catorce, donde me darían una instancia para llegar como dios manda. Tuve que aguantar una breve cola, donde un niño lloraba en la sostenido en brazos de su madre, antes de llegar al nuevo control. La chica que me atendió, con el pelo largo, muy rubio, olía a frutas y tenía los labios pintados por encima de los labios. Me dio un visado que por suerte me valdría para cualquier mesa, de la uno a la nueve, menos la cuatro que estaba vacía. Bajé de nuevo a la mesa cinco. Esta vez sólo aguardé de doce a quince minutos. El hombre-bombilla, con barbita perfectamente rasurada y pelito de punta, me dijo que ahora sí, que todo estaba correcto y me mandó a la ventanilla tres be. El secretario de dicho apartamento un era joven y sin gafas que me dio un impreso con papel autocopiativo para rellenar con letras de molde y me indicó un rincón habilitado para tal efecto. Un bolígrafo con muelle gravitaba en la única mesa que quedaba libre en el recinto aludido. Al lado un hombre con mono de trabajo escribía con la lengua fuera, como si la boca tuviera un papel importante en el proceso de hilvanar letras. Más allá una chica repetía en voz alta conforme leía las preguntas —nombre, domicilio, estadocivil, correoelectrónico…— y se alegraba de saber las respuestas, como si fuera un examen de reválida. Con el impreso relleno regresé a la mesa cinco donde lo sellaron y me dieron cita para la semana siguiente, alrededor de esa misma hora. Así, con el convencimiento de que había aprovechado la mañana, volví a casa.

Quieres venir conmigo

Quieres venir conmigo

Hace unos años, Lorenzo Lunar, autor cubano de novela negra, nos propuso a unos amigos que le expusiéramos un caso verídico, un encuentro personal con las fuerzas del orden o con los fuera de la ley, con objeto de hacer una compilación de sucesos reales o una recreación fantástica con lo que recordáramos.

Sin venir a cuento, o por causas por mí desconocidas, este proyecto se frustró. Además, perdí el contacto con Lorenzo o él conmigo. El asunto es que los dos mutuamente nos dejamos. Sin embargo, esos días escribí algo que ahora retomo.

Aconteció poco después de casarme, a poco de estrenar mi nuevo estado civil. La madre de mi hijo, entre otros enseres de mayor o menor importancia, enriqueció la sociedad, que comenzaba a caminar (con contrato eclesiástico), un Renault 11, un buen coche, aunque añoso y con un gran motor. Lástima que la tapa del delco (cosa que nunca he sabido lo qué es) nos gastara tan malas pasadas.

Dimos trote a ese carro hasta el extremo y se lo vendimos a unos sudamericanos dedicados a la venta ambulante, que seguramente acabaron con su trabajada vida de metálico ronroneo.

Cierto día, después del trabajo, fuimos a comprar algunos comestibles para el abastecimiento semanal de una casa apenas habitada (la mayoría de los días comíamos fuera, por razones ajenas a esta historia).

Como siempre, dimos varias vueltas alrededor del supermercado para encontrar un hueco donde estacionar el coche. Cuando encontramos un aparcamiento que había quedado libre, de un auto más pequeño que el nuestro, sin duda, baje para dirigir la maniobra.

Al momento apareció un personaje, rubio y bien vestido, en una moto que indicó que fuera con él. Me alarmé y le pregunté para qué. Lo repitió con la voz algo elevada. Le dije tímidamente que no era mi intención seguirlo a ninguna parte. ¡Estaría bueno! (A esas alturas, había pensado que era un invertido que pretendía sacar algún provecho de mi deslustrada persona.) Así que comencé a hablar con mi pareja para que viera que no estaba solo.

De pronto se asomó él también por la ventanilla y preguntó con tono imperativo si me conocía de algo. Ella dijo que veníamos juntos, que era su marido y, quizás dijera, que me había bajado del coche para ayudarla a aparcar. Él dijo bien. Simplemente bien. Ni que lo sentía ni que disculpara ni nada de nada. Cogió su moto y se marchó con un compañero que lo esperaba más abajo.

En ese momento comprendí que era un policía de paisano y que me había confundido con un aparcacoches.

Agradecí —bromeamos— que ella no hubiera dicho que no me conocía de nada. Aunque, en ese caso, le hubiera requerido un par de euros por la maniobra.

Problemas de cálculo

Problemas de cálculo

La casa estaba fría en la crudeza de aquel invierno por lo que decidieron abrirse un hueco para dormir junto a los animales en el establo justo la noche en que ella rompió aguas y el infante rosado se desprendió sobre la paja donde su madre lo aseó con mimo y lo amamantó en el pesebre mientras un lucero errante se posaba en el ventanal y cien pastores de buena voluntad se juntaron en la puerta para ver lo que pasaba a los que se les unieron tres reyes venidos de oriente con profusión de ropajes y martas que descendieron de sus camellos para ofrecer al nacido onerosos presentes pero al día siguiente la estrella se mudó unas cuadras más abajo pues había errado su descenso obligando a todos a darse la vuelta y a recobrar los reyes sus presentes entregándoselos a ese otro niño el día seis de enero del año uno rompiendo los sueños de grandeza de los primeros padres que no quisieron llamar al niño Jesús por puro coraje.

Caminantes

Caminantes

Camina pesadamente. Con paso quedo. Ligeramente vencido hacia la izquierda, como si un brazo le pesara más que el otro. Si hubiese sido más largo arrastraría por el suelo como la flácida probóscide de un elefante cansado.

Aquel, fino y espigado, va dando saltitos cual si caminara en cama elástica o ingrávido en un astro cercano. Muellemente traspasa a los que en su misma dirección avanzan y con regateo etiquetero esquiva a los que se le topan de frente.

Ella repiensa su caminar. Cual tentempié despreocupado, marca el sofoco balanceo de preñada primeriza. Arreboles sonrosados fatigan su cara cuando sonrisas sorpresivas saltan a las chispas de sus ojos. La abundancia de sus nuevos pechos y sus palmas regordetas contribuyen su inestabilidad.

Con punto de apoyo robledo arrastra encorvado su cojera añosa. Inclinado sobre el piso difícilmente visualiza la dirección de la perezosa marcha. Las piernas vienen pesando como plomizas hace ya. Barre el piso sauróctono a cada rumiada huella.

Va y viene. Sus pasos son redondos y cargados de nervios, rebosante de aristas. Esféricos sus ojos en un bosque de piernas. De cuando en vez agarra una mano suave, faro de madre que impone seguridad en la noche de sus pocos años.

Son largas y elásticas sus canillas lampiñas. Deportivo camina remolinando los brazos al compás de su respiro. Impone su juventud la prisa decidida y una mirada fuera de este mundo que antagoniza con los fatigados transeúntes de las esquinas.

Con un pie detrás de otro, guarda una misma línea de equilibrio. Trote cochinero impone su falda estrecha, como si en la calle se sintiera fuera del agua. La precede el rouge estridente de sus labios carnosos y el torso abultado de talla justa o casi y los ojos sombreados de holgadas pestañas que sueñan ante el neón del inmediato escaparate.

Si fuera un animal de hiénido se trataría. Encorvado sobre sí mismo más que alzar los pies los arrastra como la oruga de un carro de hierro. El cuello hundido en unos hombros que preguntan si no camina solo. Si pudiera intentaría menores en las farolas. Su sonrisa lo delata.

Más presta atención a su auricular que a su marcha. Como si fuera un gepeese lo mantiene delante de sus narices y de a ratos se para a contestar con media sonrisa, como quien tiene la mano llena de hormigas, el vértigo de la conversación. Es ajeno a la calle, es ajeno a sí mismo, sólo un cruce, un traspié o el ruido inesperado lo vuelve a esta dimensión.

Copetona camina recién lacada con aires de venado orgulloso. Visones en el cuello tal vez o seda con pedigrí desborda el halo del perfume que precede sus pasos. Es plomiza y apretada aun sin carne apenas. En las mientes le asalta la tarea huera de cada día que le impele su continuo pastilleo.

Sin venir a cuento canta su alegato. Está ofendido con el mundo. No importa si lo escuchan. Camina paralelo a la marea, hacia un lado o hacia otro, le es indiferente, que mira sin cesar. Ya se para y cuenta su leyenda cuando un chaval le huye y otro lo aguijonea. Se agacha para recoger una pava apenas sin fumar.

Con los libros apretados al pecho incipiente recorre soñadora el camino de diario. Los recuerdos de un pasado inmediato la llenan de suspiros. Con sus trenzas amarillas, quizá helénicas, tiene todo el horizonte por delante.

Arrastrado por su can tropieza de esquina a farola, de alcorque a pared con su correa extensible que escolla a los demás trashumantes. Quién pasea a quién, se preguntan estas gentes. Con una prisa que no le asalta, quizá lleva bolsas en las manos o un periódico en la axila.

Torpe, pasea sin rumbo como mosca de otoño. No tiene prisa. Con su cámara al hombro sorprende cada instantánea. Lleva calcetines bajo las sandalias, y pantalón corto aún con la brisa. Sonríe a las aves y a los perros y a los gatos y aun a los cocodrilos.

Con su cara roja y su carne derramada, que se empeña en apretar, jadea a cada instante con el ronroneo abisal de los cetáceos. Las columnas flácidas de sus piernas apenas sostienen su balanceo inestable. Lentamente avanza como si fueran dos y agradece la luz roja frente la calzada que permite un obligado estanco.

Él no camina que espera. Junto a la pared entre las lunas de dos escaparates es todo cuello. Se asoma nervioso hacia los dos flancos como una mangosta en su agujero. Mira el reloj de continuo y arregla sus ropas sobre el arreglo anterior.

Con tacones de vértigo inseguro, más que andar, salta como los pájaros que no están hechos para abandonar el vuelo. La melena corta de moreno inflado marca el compás de sus movimientos. Es elegante en su delgadez, acostumbrada a atesorar miradas. No obstante los demás se apartan de su halo.

Camino caminando el caminar de los caminadores para a vuelapluma esbozar esta minuta de siempre truncada.

* Caminantes de la ciudad©, de Manuel Molano.