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Palabras devaluadas

Palabras devaluadas

Si rebusco en mi memoria quizá halle bastantes palabras y expresiones que, por un frecuente uso específico, han adquirido en determinados ámbitos o latitudes connotaciones diferentes a su desnudo significado.

Existen agrupaciones de todo tipo que adoptan un término y lo monopolizan, a conciencia o sin querer, como identidad corporativa.

Ejemplos meridianamente claros los tenemos en la política, empezando por los colores, como el azul, el rojo y aún el negro. Por no hablar de conceptos como ‘patria’, ‘populismo’ y ahora ‘ciudadanos’.

Sin querer abundar más, se me ocurre también el nombre de Ariel, que asocio impepinablemente a un conocido detergente, siendo originalmente un bello ángel caído de la teología judeocristiana, que en hebreo significa león de dios. (Uno de los miembros del grupo de rock argentino Tequila y después de Los Rodríguez se llamaba Ariel.)

El crimen más atroz

El crimen más atroz

Dice un proverbio masai, al que me suelo referir con abundancia, que la tierra no es un regalo de nuestros padres, sino un préstamo de nuestros hijos. Esta puede ser de las sentencias más animistas y comprometidas, ecológicamente hablando, que conozco. Extendería, sin embargo, el dicho keniata, no sólo a los bosques y a los ríos, a los montes y a los animales, sino también a los logros de la humanidad, a su huella en la fabricación y el invento, muestras evolutivas de la climatización del ser humano con respecto al medio.

Dentro de esos logros, se encuentran por descontado las manifestaciones artísticas. El arte es la bella interpretación que realizan los hombres en un lugar y una época determinados. El arte es útil en sí mismo. El arte es lo que perdura. Todo lo demás es humo.

Ahora, para nuestra indignación y la ofensa de todas las generaciones futuras hasta el fin de los tiempos, asistimos atónitos a la destrucción de unas obras que se han conservado, las más antiguas, tres mil años. La televisión y las redes nos acercan los actos vandálicos acaecidos en el museo de Bagdad y en la ciudad asiria de Nimrod, a 30 kilómetros al sureste de Mosul, o la destrucción de los budas de Bamiyan, en Afganistán, en 2001.

En todas las épocas se ha querido acabar con el arte como escarmiento al pasado, a la otredad o los contrarios ideales. La destrucción de estatuas y símbolos de regímenes anteriores es casi habitual y ‘comprensible’, la quema de libros no es nada extraña en nuestra historia, una historia que manipulan los vencedores, un pasado que no es sino el que nos venden, un presente de clausura, un futuro domado.

En nombre de un dios, cualquiera que sea su nombre, se justifica cualquier aberración. En nuestra memoria occidental, o en nuestro olvido genérico, se acumulan las atrocidades de las Cruzadas o de la Inquisición, de la quema de brujas o del holocausto judío. Pero nos revienta lo que está pasando ahora, las imágenes con las que desayunamos todos los días, como nos afectó sobremanera la guerra de Yugoslavia, porque la teníamos al lado, porque se parecían a nosotros, porque era incomprensible.

Tremendamente atroz son todas las guerras, las declaradas y las solapadas, en las que se emplean armas y las más sofisticadas de palabra, vacío, enfermedad u olvido. La religión, como digo, tiene su parte humana y su parte cruel. Una religión que no siempre la preside un dios, sino intereses capitalistas o de poder.

Los radicales islámicos aplastan toda representación figurativa o anterior a la llegada del profeta. El crimen está consumado y es irreparable, como el incendio de la biblioteca de Alejandría. Nuestras generaciones venideras sólo verán fotografías e imágenes de lo que hubo y pudo ser.

Pero el arte no da votos. Las mentes estrechas de nuestros dirigentes dicen, en un comunicado reciente, que el tiempo que le dedicamos a la música o a la plástica, por ejemplo, nos resta lugar para aprender asignaturas más ‘realistas’.

Todas las religiones son extremas. Su interpretación metódica roza el fanatismo. Las creencias radicales pueden ser destructivas, se fagocitan a sí mismas. Se autofragelan.

Los demonólogos cristianos de nuestro reciente pasado afirman que a los espíritus satánicos se les debe hablar en latín. En cambio el árabe es el idioma que usa Dios para dirigir a los ángeles, según nos recuerda Borges en La busca de Averroes, un cuento de El Aleph. El bien y el mal están en todas partes.

* En 1993 el 90% de la colección de la Librería Nacional de Sarajevo, la cual albergaba la historia de la cultura bosnia, fue completamente destruida durante el sitio de Sarajevo.

La foca monje

La foca monje

Un año, desde el que ha llovido bastante, en el Mirador de las Sirenas del Cabo de Gata, en Almería, al pie del faro que domina la punta sur oriental de la península, creí descubrir una foca monje, a falta de sirenas en su arrecife, aunque también puede que fueran mi imaginación y mis ganas.

La foca monje, llamada así por parecer con su color oscuro que va vestida con un severo hábito de fraile, era muy abundante en el Mediterráneo antiguo.

Sus manadas se arracimaban en las costas, entre las rocas, y los griegos las llamaban amigas de los pescadores por su extremada confianza. La Odisea cuenta que Ulises, disfrazado con la piel de una de estas focas, se acercó al ‘Viejo del Mar’ para poder aprender sus secretos sin alarmarlo.

Por lo visto, en las playas y las caletas rocosas españolas era frecuente ver retozar a alguna colonia de estos mamíferos marinos que, sobre todo en invierno, se guarecía en cuevas bajo las rocas.

Después, a pasos agigantados fueron desapareciendo, por la creciente urbanización de las costas y por la imperdonable caza feroz a la que fueron sometidas.

Por los años 80 (aproximada fecha de mi avistamiento) había censados ‘dos individuos misteriosos’ ibéricos, que rara vez aparecían a la vista, pues su instinto dictaba que sus días están contados.

Aparte de estos dos ejemplares, que no se determina si eran machos, hembras o uno de cada género, parece que aún quedan focas monje (unas 500) en el extremo oriental del Mediterráneo, en las islas griegas próximas a Turquía y en las islas Chafarinas, frente a las costas de Marruecos.

No sé si sería muy complicado recuperar la especie peninsular. No entiendo de esto. Pero creo que sería hermoso intentarlo y establecer leyes severísimas para la protección de esta fauna y de las demás reservas marí­timo-terrestres.

Quizá se pueda pensar que una apuesta por el mundo natural hoy día, en que tantos abusos contra la humanidad se cometen a diario, es una frivolidad. Pero creo que no es incompatible, que la conciencia medio ambiental, es un buen punto de partida para un mundo más solidario y equitativo.

La alabanza propia envilece

La alabanza propia envilece

La alabanza es el más dulce de los sonidos (Jenofonte, 430-355 a.C.)

“La alabanza propia envilece”, se dice en el capítulo XVI de la primera parte de Don Quijote de la Mancha, lo que me recuerda los muchos viles con que nos cruzamos a diario. El ego nunca estuvo tan sobreestimado. La vanidad, el hedonismo, la falta de humildad en suma, campa como el grana en un campo de amapolas.

El mundo va cambiando hacia la individualidad. La noción de autoría nació prácticamente en un tiempo no muy lejano. La firma escaseaba. El anonimato planeaba sobre el arte y, cuando Dios descansó, los hombres comenzaron a crear por su cuenta y riesgo.

Nos manifestamos pronto con nuestro nombre, con nuestro apellido, con nuestra rúbrica. A veces para ser reconocidos, a veces para dejar un rastro. De la humildad del artista por vocación (el arte llega al hombre y no al revés), pasamos al artista de carnet. Del artista reconocido pasamos al artista autroproclamado. Del bohemio sin solución pasamos al postmoderno de escaparate.

Internet nació siendo una ventana para mirar. Ahora es una ventana para que sobre todo te miren y te aplaudan. “Quien se mueve no sale en la foto”, dijo alguien. Quien no tenga perfil de facebook y lo alimente todos los días, con algunos cientos de seguidores, no existe. Nunca la hipocresía ha estado tan al alcance de la mano. No somos nosotros, sino la imagen que de nosotros queremos crear. Y, como todos estamos unidos a la rueda, nadie desmiente públicamente a nadie; nadie denuncia que ése, por ejemplo, mide dos centímetros menos de lo que dice. Me gusta éste porque mañana le voy a gustar yo. Es una ‘pesadilla’ que se muerde la cola, es El discreto encanto de la burguesía de Buñuel.

Cada vez nos miramos más el ombligo. Somos exhibicionistas de las propias flores que inmerecidamente nos echamos. Y todos tenemos consciencia y estamos comprometidos y somos carismáticos y profundos y divertidos y bellos y únicos en nuestra especie, que también es única… Nuestras fotos y nuestras opiniones así lo avalan.

Baltasar Gracián, en El arte de la prudencia (1647), recomienda que nunca se debe exagerar. Escribe: “Es importante para la prudencia no hablar con superlativos, para no faltar a la verdad y para no deslucir la propia cordura. Las exageraciones son despilfarros de estima y dan indicio de escasez de conocimiento y gusto. La alabanza despierta vivamente la curiosidad, excita el deseo. Después, si no se corresponde el valor con el precio, como sucede con frecuencia, la expectación se vuelve contra el engaño y se desquita con el desprecio de lo elogiado y del que elogió. Por eso el cuerdo va muy despacio y prefiere pecar de corto que de largo. Lo excelente es raro: hay que moderar la estimación. Encarecer es una parte de la mentira. Por esto se pierde la reputación de tener buen gusto y, lo que es más grave, la de ser entendido”.

Machado versificaba en este mismo sentido: “Todo necio / confunde valor y precio”. Mejor los hechos que las palabras, mejor la siembra que el mercado, mejor la soledad elevada que la populosa necesidad.

Eisntein dijo a Chaplin (cito de memoria): “Dichoso tú, que eres grande y todo el mundo te conoce”, a lo que el cómico respondió: “Dichoso tú, que eres grande y no te conoce nadie”.

Es la perspectiva, son los demás, es la balanza, es el tiempo quienes dan el último veredicto.

* Fotograma de El discreto encanto de la burguesía.

Un conductor simpático

Un conductor simpático

No soy yo quien lo dice, muchos de los usuarios coincidimos, cualquier foráneo que quiera reconocer y experimentar la tristemente famosa mala follá granadina sólo tiene que subirse a un autobús urbano y observar el carácter y los modales de su conductor.

Puede que sea difícil de conseguir que prácticamente ninguno se libre. Parece que hacen un test de simpatía antes de otorgar definitivamente el trabajo y, si por casualidad, lo superan no son contratados.

Llevamos un tiempo con conductoras en determinadas líneas. Ellas, en su mayoría, por la experiencia que he tenido, se salvan de esta lacra. Aunque no sé lo que durarán.

En otras profesiones se puede observar también esta característica, como en las cafeterías o el funcionariado. Siempre en puestos de atención directa al público donde las caras, los gestos y las contestaciones son dignas de batir record o de ser enmarcadas, otorgándoles el premio a la sequedad y arruinarle el día al usuario en cuestión.

Una vez hallé un conductor simpático, no sólo con buena cara, sino con respuestas bondadosas y gratuitas. Coincidí con él tan sólo tres o cuatro veces. Después no lo vi más, y eso que me muevo bastante en el transporte urbano. Supongo que lo habrían expulsado del cuerpo de conductores por no observar debidamente la primera regla.

Yo soy muy tolerante

Yo soy muy tolerante

Mal, mal y mal.

Frase, políticamente correcta, que se pronuncia de forma gratuita y, se supone, comprometida.

Mal dicha porque la tolerancia es la tolerancia, ni más ni menos. Se es tolerante o no se es tolerante, y punto. Sería un superlativísimo (que tampoco existe, pues atenta contra sí mismo, pero que refleja lo que quiero decir). Es como los carteles que se encuentran en las marquesinas de los autobuses solicitando trabajo para cuidar ancianos o niños o limpieza de hogar, que pone: “Persona muy responsable se ofrece…”. Es lo mismo. Si eres responsable, no es necesario sublimarlo ni darle énfasis.

En segundo lugar, si eres tolerante no lo digas. Hay que demostrarlo. Y eso se nota en la actitud. Como el que dice que es humilde. Sólo el hecho de decirlo le resta humildad. Dejemos que lo digan los demás. Que nuestros semejantes nos tilden de buenas personas, de carismáticos, de sabios, de simpáticos… que es como se confirman nuestros dones. Que nuestra actitud nos avale. "Obras son amores y no buenas razones".

Es muy normal, en las artes, autoproclamarse ‘artista’. "Yo soy artista de cine". "Yo soy artista de la pluma". No; usted es actor y usted escribe. La extensión de artista se lo dan los de alrededor o, mejor, el tiempo que es lo que permanece.

Otra cosa, quizá, es emplear la voz ‘artista’ como sinónimo profesional. Así, un puñado de músicos, se autodenominan ‘artistas’, como si dijeran ‘flamencos', por ejemplo.

Usos en la mesa

Usos en la mesa

Comer es un mundo. “Comer bien es uno de los placeres de la vida”, dice León Tolstoi en Ana Karenina.

Comer es un arte. “La sabiduría culinaria pertenece a las ciencias exactas”, exclama Italo Calvino en Palomar.

Sin embargo la comida puede ser un martirio para quien nos observa. Hemos visto de todo; desde las sutilezas entre el orden de utilizar los cubiertos, el uso del mantel o el lado correcto para servir el vino; pasando por las permisividades de coger ciertos alimentos con las manos, mojar pan en la salsa o inclinar el plato para apurar la sopa; hasta las verdaderas actitudes sancionables de comer con el cuchillo, sorber la sopa o comer con la boca abierta, amen de eructar en la mesa (sálvense los mahometanos), cortar el huevo con el cuchillo, hurgar la comida o picar en el plato del vecino.

Fernando Savater decía —cito de memoria— que mientras los animales corren, follan y comen, los humanos practican el atletismo, el amor y la gastronomía.

También es verdad que la primera norma que debe regir en un comensal es la naturalidad. Como decía Noemi Nicoloso Mongai: “Se viste siempre a gusto de los otros, pero se come a gusto propio”.

Sin embargo, si no queremos terminar comiendo solos (u odiados) y no queremos parecer animales concupiscentes (aunque tenemos más participación de ellos de lo que pensamos), haríamos muy bien en observar algunas normas de uso en la mesa, de protocolo, incluso.

Se cuenta que en Francia los cuchillos de mesa comenzaron a fabricarse con punta redonda porque el Cardenal Richelieu mandó redondearlos al ver que el canciller Pierre Séguier usar el suyo para limpiarse los dientes con la punta.

Aunque el uso del mondadientes o palillo higiénico (por muy sofisticado que se nos presente) no es mucho mejor. Veamos lo que se cuenta en La mesa moderna. Cartas sobre el comedor y la cocina cambiadas entre el doctor Thebussem y un cocinero de S.M:. “[Francia] es la que hizo poner el palillero sobre la mesa, dando lugar a ese escarbadientes continuo en que los comensales incurren sin malicia, pero con repugnancia pública”.

También diré que, en nuestro Siglo de Oro y quizá antes, salir con un palillo en la boca era símbolo de cierta opulencia, pues indicaba sin lugar a dudas que se había comido carne.

Para terminar con estos apuntes diré que Ambrose Bierce, en El diccionario del diablo, describe el tenedor como “instrumento usado principalmente para llevarse animales muertos a la boca. Antes se empleaba para ese fin el cuchillo, y muchas personas dignas siguen prefiriéndolo al tenedor, que no rechazan del todo, sino que usan para ayudar a cargar el cuchillo. Que estas personas no sufran una muerte atroz y fulminante, es una de las pruebas más notables de la misericordia de Dios con aquellos que lo odian”.

* Fotograma de Torrente (Apatruyando la ciudad).

Granada, ciudad de la poesía

Granada, ciudad de la poesía

Permitidme que reflexione. Una cosa son los deseos y otra la realidad. La poesía, como el arte en general, no es ni debe ser continuo. No es un bien insustituible, como si habláramos de pigmeos o pelirrojos. Que en un lugar se den los ajos y se haya creado toda una infraestructura que incide en las distintas facetas del ser humano, no quiere decir que la mayor cantidad de ese bulbo comestible o los más sabrosos se den en aquella localidad.

‘Ciudad de la poesía’ o ‘ciudad del flamenco’ o ‘ciudad de la cerveza’ o ‘ciudad de la bicicleta’ o ‘ciudad del cannabis’ son etiquetas convencionales movidas por un afán comercial. Son títulos, calificativos como los que tilda la UNESCO a determinados lugares.

No quiero decir, de ninguna manera, que sea una falacia, que sea sólo un gancho para destacar en un posible circuito de estancias singulares.

En Granada está la Alhambra y el Albaicín y las cuevas del Sacromonte. Es innegable. Y, por muchos años que pasen, a no ser que ocurra una catástrofe, estarán aquí.

En Granada hay mucho artista, mucho talento. Quizá porque no hay industria. No existe una salida clara al individuo. Desde hace mucho tiempo el granadino se ha visto obligado a estrujarse la cabeza, a dar vueltas de tuerca, a explicar el nudo gordiano, a buscar el más difícil todavía.

Después está la tradición, es cierto. Hay un poso de sensibilidad en nuestras calles que facilitan el aprendizaje. Así me atrevo a decir que el artista se hace más que nace, aunque la cuna es imprescindible.

Por qué tanto poeta, como tanto músico y tanto pintor; por qué tanto bailarín y farandulero; por qué tanto escultor y tanto novelista. No todos valen. El camino es muy largo, pero sobre todo muy ancho, y es difícil mantenerse en el centro y a la cabeza. Es más, lo genérico es caminar por la orilla, a la sombra de ‘los grandes’, al ala de nuestro pasado.

Los hechos hablan y en Granada hay muchos poetas, avalados, en la mayoría de los casos, por premios y publicaciones. Hay grupos de poesía, recitales y presentaciones de libros casi a diario

Aunque suelo pensar, perdonadme el grueso, que hay más poetas que poesía o hay más poesía que poetas, que no es lo mismo pero es igual. Quizá porque hay escribidores que tienen cosas que decir pero no saben cómo decirlo y otros que saben cómo decir las cosas pero no tienen nada que decir.

Robert Graves, en el prólogo de La Diosa Blanca, criticaba a los poetas de su tiempo diciendo: “la manera contemporánea de escribir un poema recuerda los experimentos fantásticos y predestinados al fracaso de los alquimistas medievales para convertir un metal vil en oro, con la diferencia de que el alquimista al menos reconocía el oro puro cuando lo veía y lo manejaba”.

La condena

La condena

Nunca he entendido el día que se le añade a las sentencias de prisión. Es como el toque añadido de humillación con que la justicia castiga al reo. Aunque supongo que tendrá su explicación lógica, su argumento legal, cualquier pena de cárcel sería suficiente con el grueso de la condena: dos meses, ocho años, doce años. Pero no, se le tiene que sumar la coletilla desmoralizadora de “y un día”. Es motivo de hilaridad por parte de los jueces o de suicidio moral del preso en cuestión. No bastan los seis meses que le cayeron al individuo que delinque, ni decir: “desde el uno de junio al treinta de noviembre, ambos inclusivos”. No, se dice: “seis meses y un día”. Un día para qué. Para preparar las maletas, para pegarte una ducha y afeitarte, para recuperar los efectos personales (menos el tabaco, que se lo habrá fumado un funcionario o trocado por algo)... o para darte una última paliza o para hacerte limpiar de nuevo las letrinas. El monto de la pena es duro, pero se soporta, sobre todo si se reduce por buena conducta, pero el día final, el apocalipsis penitenciario no te lo quita nadie. Es como decir: “la condena la cumples por tu mala cabeza o por tu rebeldía o por tu trasgresión o por tu patología violenta o por tus desvíos sexuales o por tu instinto asesino, pero el día postrero, el último día, el jodido día que añadimos al final de tu pasión, lo cumples por nosotros, por los jueces, por el sistema, por hacernos trabajar cuando podemos cobrar sin necesidad de juzgar a nadie, porque la bondad divina puede que te excluya de toda la condena, pero de este día no te libra ni Dios”.

Víctimas y verdugos

Víctimas y verdugos

Son los noticiarios actuales (prensa, radio, televisión, Internet) heraldos de la muerte. No hay nada para amargarte un día mediocre, bueno e incluso sobresaliente que estar informado sobre el día a día. La realidad supera la ficción y la muerte, el abuso o el crimen se instalan en nuestras casas impunemente y convivimos con ellas como si estuviéramos visualizando continuamente una película de serie be o directamente de terror.

Entre las noticias más escabrosas que existen (por no decir repugnantes), además de los crímenes machistas, la violencia de sexo, considero los abusos a menores, la violencia gratuita contra seres indefensos cuyo único pecado es su inocencia.

No sé si se lo dije o lo pensé únicamente. A raíz de una noticia televisiva sobre un incidente de acoso escolar, eso que se ha dado en llamar bullying, quise que mi hijo en tal extremo fuera más bien el acosado que el hostigador.

Se me pone la piel de gallina sólo de pensarlo. Ojalá exista una manera de detectar y detener esos abusos antes de que se produzcan. Pero el conato, me temo, está dentro de cada cual. Ya lo popularizó Hobbes en el Leviatán: Homo homini lupus ("el hombre es un lobo para el hombre"). Y no creo que los niños sean especialmente crueles, quizá tengan menos conciencia del alcance de sus acciones, quizá se encuentren protegidos por la nebulosa nietzscheana de más allá del bien y del mal, superlativizado en todo caso con el devenir de la vida y, repito, la violencia gratuita de sus mayores servida en bandeja argentina a diario por los más elementales mass media.

Creo que fue el iluminado Coelho quien recogió algunos de los cuentos de los Padres del Desierto del monasterio de Sceta, cuando las gentes, después de renunciar a los bienes materiales y de una ascética temporada en el desierto, expandían en el templo algunas de sus enseñanzas, tanto de su experiencia inmediata como de su vida anterior.

Conocida como El hecho, he aquí uno de esos cuentecitos morales:
“Mattheu Henry es un conocido especialista en estudios bíblicos. Una vez, al volver de la universidad donde daba clases, fue asaltado. Esa noche, él escribió la siguiente oración.
Quiero agradecer, en primer lugar, porque nunca había sido asaltado antes. En segundo lugar porque se llevaron mi billetera, pero me dejaron la vida. En tercer lugar, porque aunque se hayan llevado todo, no era mucho. Finalmente quiero agradecer porque yo fui el asaltado y no el que asaltó”.

Derecho a la educación

Derecho a la educación

En el libro Escultismo para muchachos (1908), de Baden Powell, recuerdo que había un capítulo dedicado a la observación que tomaba como base los aprendizajes de Kim de la India en la novela del mismo nombre (1901) de Rudyard Kipling.

Aquí se decía que era posible averiguar el estatus social de las personas mirándoles los zapatos. Se refería al abismo entre las clases sociales en Inglaterra a principios de siglo.

Esta prueba de análisis estaría vigente durante algún tiempo, pero cuando yo leí la obra del fundador del movimiento Scout, todo el mundo llevaba los zapatos iguales.

No hemos tenido que esperar mucho, sin embargo, para resucitar el arriba y abajo entre la ciudadanía. El nivel entre las personas lo determina el dinero, no la sangre. El derecho de explotación crece con la desigualdad de las leyes. El acceso al poder económico, a la igualdad y a la solidaridad incluso lo dicta la educación.

Pero la educación es elitista. Los recortes y las exigencias están limitando, como antaño, el acceso al ‘saber’ a las personas pudientes.

(En México había una familia con siete hijos que acudían al colegio por turnos porque sólo poseían un par de zapatos para todos los niños.)

Quien no tiene dinero para una matrícula que no estudie. Quien no tenga suerte de recibir una de las limitadas becas del Estado que no estudie. Quien no pueda adquirir los libros exigidos que no estudie. Quien tiene que ganarse la vida para pagarse la carrera porque sus padres no tienen ni para comer que no estudie.

La Constitución española preconiza en su artículo 27 el derecho a la educación. Este derecho está contenido en numerosos tratados internacionales de derechos humanos pero su formulación más extensa se encuentra en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas, ratificado por casi todos los países del mundo. El Pacto en su artículo 13 reconoce el derecho de toda persona a la educación, no sólo en la enseñanza primaria, sino también en la secundaria y en la superior la cual “debe hacerse igualmente accesible a todos, sobre la base de la capacidad de cada uno, por cuantos medios sean apropiados, y en particular por la implantación progresiva de la enseñanza gratuita”.

Antes estudiabas para ser abogado y eras abogado. Estudiabas para maestro y eras maestro. Hay quien elige sus estudios sin saber qué acontecerá. Hay quien estudia una cosa u otra o se apunta a un módulo de Formación Profesional o entra en una academia donde expenden un título de nosequé, o se apunta en el paro y empieza a buscar un trabajo incierto.

Si la ‘crisis’ ha servido para algo ha sido para aumentar la empatía, la solidaridad entre los que menos tienen, el altruismo entre quienes menos necesitan.

Vemos a familias regalando libros de años pasados o cambiándolos por otros o vendiéndolos a bajo precio. Hay profesores que no exigen libros o que proporcionan fotocopias o que comparten manuales.

Sin embargo, el otro día lo vi en un instituto de Granada, una profesora exigía un ejemplar nuevo, sin subrayado ni marca alguna, sin excusas para el segundo día de clase. El texto cuesta cincuenta euros. Uno de sus alumnos puede que no coma en varios días, pero si quiere asistir a clase y poder meter la cabeza en nuestra sociedad capitalista, debe comprarse el librito.

Puede que volvamos a distinguir el estatus de las personas mirándoles a los zapatos.

Superlativísmo

Superlativísmo

Leo en El sueño del celta, de Vargas Llosa, novela carente de la magia de sus historias tropicales (Lituma en los Andes, La casa verde o Pantaleón y las visitadoras), la expresión “muchísimo más después”, lo que en un Nóbel de Literatura (2010) me choca un tanto.

Ignoro si esas fórmulas de extender el superlativo son válidas, o sea si están o no admitidas (él sabrá que es académico de número). Quizá en su habla local sea común o se haya dejado llevar por las nuevas corrientes de que todo es super o es mega, si no las dos cosas (supermegadivertido).

En julio de 2007, en este mismo blog, en un artículo llamado Mi más sincero agradecimiento ya denuncié el abuso de esta redundancia innecesaria, pero es hasta ahora que no me lo encuentro en la pluma de una autoridad mediática. No sé, no obstante, si en realidad este desliz es intencionado, como el claro loísmo o la repetición machacona de alguna palabra. La cuestión es que estas manchas pasan a ser faltas en un texto, tanto más graves cuanto más ancho sea el nombre del que las comete.

Es igual que cuando leemos en un cartel de la calle: “Se ofrece persona muy responsable…”. La responsabilidad es una y completa. El ‘muy’ sobra. Aunque quien ha fijado ese aviso en la marquesina de un autobús, por razones evidentes está excusado.

En general no deben tener superlativo las palabras que ya expresen los extremos. El universo no puede ser muy infinito, ni Dios bastante eterno…

La condición de ratero

La condición de ratero

Cree el ladrón que todos son de su condición.

Siempre lo digo: el norte no es un punto, sino una dirección. Llegar a Roma, llegaremos, pues todos los caminos terminan en la Ciudad de los Césares.

Tengo un amigo cantautor que, echando mano de un diccionario inverso, se pensó que de esta guisa rimaban todos los troveros. Conozco igualmente a un pensador que apoya su pensamiento en el pensar de los demás y piensa que todos piensan de igual pensar.

Sé de quien te escucha un diálogo y después te lo cuenta cual si fuera de su cuño; y quien, como Machado, se va autoconvenciendo de su discurso al caminar.

Me sonrío cuando alguien lleva la contraria por defecto y, cuando apoyas su argumento, nuevamente se codea con los antípodas para seguir bien discutiendo.

Hay ladrones de ideas, que, aun sin querer, cualquier luz que atraviese el aire del cual respira, se la apropia como henchido de fulgor; y comparte la broma que en un estadio brillante a ti se te ocurrió.

Alguno se ríe antes de contar el chiste o lo narra por los pies convencido de su eficacia, pues sartenéa por el mango y las moscas se le pegan; esos moscones que lo reciben de espaldas y no dudan en lamerle la gracia a quien ha ascendido hasta del ratón la cabeza.

Muchos tienen libros dedicados de autores que no sólo no conocen sino que no han leído ni piensan leer porque lo suyo es acumular firmas, como quien acumula ’amigos’, como quien acumula libros por metros o posa junto al mediático que, por obligación, simpatía u oficio, acepta el retrato del desconocido.

Desconfío del que tiene la palabra ‘yo’ en su boca de continuo y mira el mundo como desde una atalaya. Desconfío del que no tiene orejas y espera el silencio del contrario para proseguir su discurso.

Existen algunos entendidos de cualquier materia pero, sobre todo, existen los enterados.

La envidia

La envidia

Siempre he pensado que el verdadero deporte nacional es la envidia, como los sicilianos son cabezones o los alemanes cuadriculados. En realidad, la envidia es condición del ser humano. Desde que el hombre es hombre, el objetivo último de su existencia es la búsqueda de la felicidad. De una felicidad que, en gran medida, se basa en poseer. No sólo la materialidad que proporciona el dinero o el poder. Sino también y sobre todo por la consecución del día a día y los logros que conlleva. Así envidiamos la pareja, la familia, la posición social o el logro del vecino (cuanto más cercano peor).

Las religiones, a sabiendas de esta tentación, la amonestan o la prohíben terminantemente. Los cristianos, por ejemplo, así lo expresan en el décimo mandamiento de su ley: “No codiciarás los bienes ajenos”.

Es muy normal, muy español, muy granadino, que, en vez de alegrarnos por los éxitos ajenos, intentemos ningunearlos e incluso sacar provecho de ellos.

En cierta ocasión escribí que los celos y la envidia son signos de inseguridad. François de La Rochefoucault, hijo de su tiempo, sin embargo, comenta entre sus Máximas: En cierto modo los celos son algo justo y razonable, puesto que tienden a conservar un bien que nos pertenece o que creemos nos pertenece, mientras la envidia es un furor que no puede tolerar el bien de los demás.

Somos atilas, somos hunos. Si alguien levanta la cabeza, presto habrá otro que intentará cortársela.

Ambrose Bierce, en El diccionario del diablo, arremete grandemente en varias definiciones contra estos envidiosos comunes. Reproduzco alguna de estas entradas sin desperdicio:

Desgracia. Enfermedad que se contrae al exponerse a la prosperidad de un amigo.

Depresión. Estado de ánimo provocado por el chiste de un periódico, la actuación de un cómico o la visión del éxito ajeno.

Ambición. Deseo obsesivo de ser calumniado por los enemigos en vida, y ridiculizado por los amigos después de la muerte.

Antipatía. Sentimiento que nos inspira el amigo de un amigo.

Desgracia. Enfermedad que se contrae al exponerse a la prosperidad de un amigo.

Congratulaciones. Cortesía de la envidia.

Evangelista. Portador de buenas nuevas, particularmente (en sentido religioso) las que garantizan nuestra salvación y la condenación del prójimo.

Éxito. El único pecado imperdonable contra nuestros semejantes.

Felicidad. Sensación agradable que nace de contemplar la miseria ajena.

Stefan Zweig casi lo justifica, en Veinticuatro horas en la vida de una mujer, diciendo “Para quien se siente desasido de todo, la apasionada inquietud de los otros produce una sacudida en los nervios, como el teatro o la música”.

Pero Gore Vidal, más realista, no deja dudas y confiesa: Whenever a friend succeeds, a little something in me dies (’Cuando un amigo triunfa, algo muere en mí’).

‘Alegoría del Amor’ de Agnolo Bronzino, fragmento (1540-1545).

Los cerdos no sudan

Los cerdos no sudan

La Real Academia Española, más por presiones externas (Uruguay) que por iniciativa propia, ha desterrado de su diccionario expresiones racistas o xenófobas, trasnochadas en todo caso y con un sentido sinsentido.

Voces como judiada, hacer el indio, trabajar como un negro, dejarse engañar como a un chino o cabeza de turco (por no hablar de los términos gitano o moro), desaparecerá del libro del saber de esta institución, empeñada en darle brillo y esplendor a la lengua castellana desde 1713.

Sin embargo, en nuestro lenguaje habitual tenemos algunas expresiones referentes a los animales que son tradicionalmente admitidas, a veces por lo certeras y otras por usanza.

Nadie ha protestado por ellas ni sé si protestará. Yo lanzo la mano y escondo la piedra con este breve post.

Tener más vista que un lince, ser astuto como un zorro o cantar como un ruiseñor, no están mal verdaderamente por su aspecto positivo. Pero ser más puta que las gallinas, parir como conejos, dormir como un lirón, llevar una vida perra o ser un burro, atentan contra la dignidad de las bestias (obsérvese el nominal empleado y sus ambiguos significantes).

El tiempo, la historia, la observación y la filosofía certifican la veracidad de estos dichos. Un minucioso (o no tan detallado) estudio del comportamiento animal, como poco, nos inclinaría a la duda.

Verbi gratia, sudar como un cerdo. Marvin Harris, en su ensayo antropológico Vacas, cerdos, guerras y brujas, lo expone claramente: “El ser humano, que es el mamífero que más suda, se refriega a sí mismo evaporando 1.000 gramos de líquido corporal por hora y metro cuadrado de superficie corporal. En el mejor de los casos, la cantidad que el cerdo puede liberar son 30 gramos por metro cuadrado”.

Así, el porquero de Ulises lo sabía, no es extraño que en la pocilga se escuche la expresión: estoy sudando como un hombre.

La conjura de los tenedores

La conjura de los tenedores

Fue Mme. de Montpensier quien en 1658 afirmó que Luis XIV, que contaba a la sazón con 15 primaveras, sabía comer con los dedos con 'extremada elegancia'.

El tenedor de mesa se empezó a extender por Europa durante los siglos XVII y XVIII, aunque el tenedor de trinchar, con tres púas, ya se utilizaba desde tiempos del Imperio Romano. Más aún, un rústico tenedor, a veces simplemente como un estilete, aparece ya en el Éxodo o entre los antiguos asirios y griegos, pero su uso era exclusivo de los templos como instrumento ritual para los sacrificios.

En Venecia, sin embargo, la dogaresa Teodora en el siglo X exportó varios utensilios desde la refinada Bizancio, entre ellos un pequeño tridente para asir la comida sólida del tajador sin mancharse los dedos.

En España, aunque se conocía un pincho doble durante los siglos XIII y XIV para trinchar la carne en los banquetes, no es hasta el XV que se empieza a extender entre la nobleza. En Francia llega el siglo siguiente de la mano de Catalina de Médicis, haciéndose indispensable en la corte de Enrique III para evitar mancharse las gorgueras que estaban de moda.

Ahora veo una película histórica ambientada en centroeuropa a principios del siglo XV (La ramera errante) donde aparece un tenedor de dos púas. Aunque no es en la mesa donde se emplea, sino como arma ofensiva, en este caso, mi duda de esta anacronía fue creciendo hasta comprobar los datos que más arriba expongo.

(Dejé de ver Águila Roja, entre otras cosas, porque se pusieron a cantar bulerías en pleno siglo XVII.) (Ahora veo Gallina Blanca.)

De todas formas no hay que pasarse de listo y el tenedor en la obra citada puede tener un origen que no haya contemplado o que los asesores históricos de dicha película, en caso de que los huviera, vieran idóneo y totalmente factible su inclusión.

¡Tampoco el pasado, ¡ay!, es una ciencia exacta!

Aquella mancebía

Aquella mancebía

Hasta hace relativamente poco tiempo las mujeres no tenían alma. Culpa de ello lo tenían las enseñanzas de Platón y Aristóteles, pero también los pensadores de la Iglesia, como san Pablo, que tanto daño hizo a nuestra libertad individual.

Y, desde que tuvieron alma, se tardaron todavía bastantes decenas de años para que se las tomaran en cuenta, para que tuvieran un hueco en la sociedad, y aún hoy día…

Es una clase de censura cómoda, que los países totalitarios y las mentes autárquicas gozan con alimentar.

La libertad, el pensamiento libre, la diversidad, siempre ha molestado a quien toca el tambor. ¡Ay de aquél que lleve el paso cambiado!

El turno, cómo no, le toca directamente a la cultura, al pensamiento crítico, a la creación fuera de los límites. Se le ha temido más a una pluma que a una espada. El pan y circo de los romanos es moneda habitual en nuestra civilización. Tener al pueblo abastecido y entretenido era la mejor forma de tenerlo controlado.

(Ahora, sí que es verdad, que el pan escasea, pero tenemos el fútbol y la televisión y el circo de los políticos.)

Silvio cantaba que el arma del joven soldado era su guitarra y a Víctor Jara le cortaron los dedos para que no tocara y la lengua para no cantara. Aute llamó a los mandamases buitres callados de forma encubierta y Quevedo le dijo a la reina que renqueaba en este famoso pareado: “Entre el clavel y la rosa / su Majestad es coja”.

Los libros han sido quemados, las películas mutiladas, las voces silenciadas. Todo a favor por un pensamiento único. Todo por un poder absoluto y una cuadrícula extrema. ¡Ar!

En la canción española, ha habido una anécdota que trasciende hasta nuestros días. La canción de Ojos verdes del gran Rafael de León comienza diciendo: “Apoyá en el quicio de la mancebía”. La censura, siempre atenta, alegó que no se podía hacer público que una señora, a todas luces de buen ver, pudiera estar aguardando a sus clientes en la puerta de un lupanar. Así que la letra cambió sensiblemente, llegando a decir: “Apoyá en el quicio de mi casa un día”. Así la grabó recientemente (2005) Tomás de Perrate en su disco Perraterías.

* Tomás de Perrate (foto: Paco Sánchez).

Otra mentira

Otra mentira

Oigo a moralistas y pensadores repetir hasta la saciedad que vivimos en un mundo consumista, que tenemos de todo, que nuestras necesidades se han expandido tanto que la insatisfacción es galopante, hasta el punto de olvidarnos de terceros.

La sociedad actual (se supone la occidental) es la más superflua de la historia. Y, para colmo, estamos tan habituados a las desgracias ajenas que somos capaces de seguir comiendo con una guerra en directo en el televisor, con hombres despanzurrados en medio de la calle, con niños desnutridos buscando a sus padres, con hombres sin hogar en masivos e infectos campamentos de refugiados, con víctimas de catástrofes naturales con el agua hasta el cuello, con gente destrozada al ’pasear’ entre minas anti personas...

Yo reflexiono, a riesgo de que se me pueda etiquetar de una u otra manera (en realidad siempre se me han colocado sambenitos, no siempre razonados).

Pienso, repito, que los pensadores, los opinadores, los tertulianos, siempre se evaden diciendo "porque hay gente..." como si ellos no fueran ’gente’, como si ellos estuvieran libres de pecado, como si ellos pudieran tirar la primera piedra con sus blancas manos... Y si no, falsamente se incluyen en el paquete de los desalmados como si inculpándose tuvieran menos culpa o redimieran su mácula.

Por otra parte no soy yo, muchos pensamos lo mismo. ¿Entonces por qué pasa lo que pasa?

También imagino que este supuesto "primer mundo" será para algunos privilegiados. La mayoría anda insatisfecha, y no por fruslerías, como se puede pensar, sino por ahogamiento, por no alcanzar a rozar ni siquiera los jirones sueltos de la felicidad o de la dignidad.

El trinomio conocido de salud, dinero y amor (al que habría que añadir valores como armonía, paz, integridad, igualdad, justicia...) es una falacia, un imposible que recogen puntualmente algunos afortunados. Y, si un factor llama al otro, es más probable que la falta de uno de estos condicionantes precipite la pérdida de los otros dos, o los desvalore que para el caso es igual.

Los que se arrogan padres de nuestras conciencias sólo son tomases que hurgan la herida sangrante y, al igual que el mayor de los miedos es tener miedo, el mayor de las culpas es sentirse culpable.

Froilán

Froilán

No nos molesta la torpeza ancestral de los Borbones; no nos molesta su aberrante afición a la caza; no nos molesta que acaparen bastantes minutos en los noticiarios de todo el país; no nos molesta que Felipe Juan Froilán de Todos los Santos de Marichalar y Borbón manipule con trece años armas de fuego; no nos molesta que a Juan Carlos Primero se le ocurra acercarse nada menos que a Bostwana a disparar cuatro tiros para traerse una jirafa disecada para los jardines del Palacio Real… Lo que nos molesta es, con la crisis que nos envuelve, que nos restrieguen día tras día lo bien que vive una familia real exenta de preocupaciones a cuenta nuestra.

Pecado de tolerancia

Pecado de tolerancia

En su segunda acepción, el diccionario de la Real Academia Española, define tolerancia como el “respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias”. Así que, se mire por donde se mire, esta práctica o actitud (por llamarla de una forma) es loable. Dentro de la educación en valores, un punto imprescindible es la observación de la tolerancia.

Pero esa tolerancia corre el riesgo de ser acomodada. Respetamos lo diferente por no complicarnos la vida. Nos convertimos en conformistas; nos dejamos llevar como cantos rodados en un río.

Somos tolerantes con otros puntos de vista, con otros modos y otros colores con los que no comulgamos. Con lo bueno y lo malo. Y nos acomodamos igualmente al día a día, a lo establecido, al sistema, a la corriente… simplemente porque pertenecemos a ella.

León Tolstoi, en Resurrección (1899), lo explica así:

“Uno se asombra al ver cómo los ladrones se enorgullecen de su destreza; las prostitutas, de su corrupción; los asesinos, de su crueldad. Pero uno se asombra solamente porque, siendo limitada la especie de aquéllos, el círculo y la atmós­fera de los mismos se encuentran fuera de los nuestros. Y a nosotros no nos asombra, por ejemplo, ver a ricos enorgulle­cerse de su riqueza, es decir, de su robo y de sus defraudacio­nes; a los jefes del Ejército, enorgullecerse de su victoria, es decir, del asesinato; a los soberanos, enorgullecerse de su poder, es decir, de su violencia y de su crueldad. No notamos en estos hombres su equivocada concepción de la vida, del bien y del mal, concepto que deforman con vistas solamente a justificar su situación. No lo notamos porque el círculo de estos hombres es grande y porque noso­tros formamos parte de él”.